Francisco Villaespesa fue un celebrado poeta modernista, de la generación de Juan Ramón Jiménez y Rubén Darío. Se juntaba, además de con los anteriores, con los novelistas del 98. Pero, por su afición a la bohemia – alcohol, suciedad y miseria – era más fácil encontrarlo en compañía de Alejandro Sawa y otros de su calaña por los alrededores del café madrileño de Fornos. De Villaespesa hizo Pérez de Ayala un feroz retrato en su libro Troteras y Danzaderas. Para Cansinos Assens fue un personaje entrañable de la vida literaria, al que los envidiosos apartaron del merecido éxito. Su obra fue muy celebrada en la América hispana y la fama le permitió en su madurez una disipada existencia. Nadie se acuerda en la actualidad de este artista que murió a los 58 años, en abril del 36. El traerlo a la memoria viene de un anuncio por palabras que recogió, en el marco de la posguerra, el escritor Samuel Ros, en uno de sus artículos de prensa, que acabo de leer. Da fe de lo trivial que es la existencia humana.
“Villaespesa. Obras inéditas, originales, traducciones,
autógrafos. Subasta voluntaria...”
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