Apachete era un muñeco algo articulado que tenía por gracia tocar un tambor. Era una figura cilíndrica con cara de indio, (apache se supone), adornada con pinturas de guerra. Llevaba incorporado a la altura de las rodillas un pequeño tambor que simulaba golpear con ambas manos, sin mucho entusiasmo. Iba a pilas y al tiempo que hacía el ruido del tamtam sonaban unos cánticos guerreros provenientes de su estómago. Era uno de aquellos juguetes que no servían absolutamente para nada, salvo para verlo en acción los cinco primeros minutos. Luego era condenado a ser olvidado en una estantería. Un día que con mis padres acudimos de visita a casa de unos parientes lejanos, descubrí que tenían un Apachete sobre la mesita en la que descansaba el teléfono fijo, de aquellos con cola de los de antes. Mientras mis familiares hablaban de sus cosas, yo dediqué la tarde a la concienzuda tarea de comprobar el funcionamiento de Apachete. Fuese porque le di mucho que hacer o que las pilas estaban secas, el caso es que aquel piel roja dio su último concierto, para mi disgusto. Tentado estuve de sustraerlo de aquella prisión y llevármelo a la casa. No sería la primera vez que robaba un juguete en casa de un primo, como también lo hacía en la de los vecinos. Pero Apachete no cabía en mi bolsillo y no podría justificarme con lo de que me lo había dejado allí dentro olvidado, mi excusa favorita, que mi madre ya conocía. Que por cierto, tenía la fea costumbre de devolver lo que me llevaba. A muy pesar mío Apachete se quedó en su balda, expuesto a los timbrazos del teléfono. Me consolé pensando que tal vez le pondrían pilas, para otro día que volviese. El caso es que no regresé a aquella casa, no recuerdo quien vivía en ella, y si lo hago es por el Apachete. Vete a saber qué primos fueron aquellos, si le darían o no otra oportunidad de cantar al manitu o lo condenaron al silencio definitivo.
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