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sábado, 10 de junio de 2023

El taller de Europa, la clave

- Hay algo turbio en todo esto, monseñor.

El aludido, pensativo, apoyaba la barbilla sobre su mano. El rictus que delata la sombría incertidumbre se dibujaba en su frente y en la profundidad de las cuencas se hundían sus ojos en confusos pensamientos. Parecía no escuchar a su interlocutor y sin embargo rumiaba en profundidad cada una de las palabras que expuso en la entrevista.

Durante unos minutos eternos, el obispo guardó un silencio absoluto, lo que permitió al confidente relajarse en la postura de firmes y poder oír con claridad el crujir de las gruesas vigas de madera del techo, e incluso el removerse de los ratones tras los anaqueles del despacho. La oscura habitación, apenas iluminada por la llama de un candil, tenía apariencia de almacén y no de estancia apropiada para un príncipe de la iglesia. No era más que el lugar donde el obispo hacía confesar a sus informadores. En el exterior, la lluvia acariciaba las paredes rojizas del palacio y las dotaba de piel escamosa.

Era noche cerrada.

- Plomo – acertó a decir al fin el prelado, como si esta fuese la palabra mágica para salir del encantamiento.

- Eso es - balbuceó el otro sobresaltado.

El jerarca de la ciudad apoyó ambas manos sobre la mesa tapizada de documentos, escritos en pulcras y cuidadosas letras de caracteres góticos, y se estiró para acomodarse mejor sobre el respaldo de su cátedra. Suspiró profundamente y recupero una sonrisa bondadosa que no ejercitaba más que en las ocasiones propicias, aquellas en las que se veía rodeado de gente vulgar o temibles adversarios de la nobleza o la curia.

- Muy bien. Quiero que sigas informándome de cuanto suceda en ese taller.

Era una despedida. El lacayo no hizo ninguna pregunta sino una inclinación con la cabeza. Se aproximó a su amo y le besó el rubí granate de uno de los anillos que lucía en el dedo corazón de la mano derecha. El prelado permaneció inalterable. Inmediatamente, sin dar la espalda a éste, el espía se retiró hasta una puerta simulada tras unos tapices. Hizo una nueva reverencia y desapareció.

En la soledad, Diether valoró la gravedad de la situación en la que se encontraba. No contaba con el respaldo del papa Eneas para desempeñar su cargo. Sus partidarios desertaban paulatinamente, sin manifestarlo públicamente pero no cumpliendo con los oficios religiosos en los que él participaba. Ya no contaba sino con la simpatía del pueblo, pero sabía lo voluble que es el espíritu de los débiles y cómo de seguidores incondicionales podían convertirse en verdugos. Quizás el emperador Federico…

Necesitaba oro. Oro en inmensas cantidades para comprar voluntades y armar un ejército. No tenía otra alternativa.

Se levantó, tomó el candil y se encaminó a las estanterías llenas de legajos que cubrían las paredes. Se puso frente a un estante y extrajo un grueso volumen acomodado entre otros semejantes. Regresó a su mesa y, armado de unas pequeñas lentes, pasó páginas y páginas del manuscrito, adornadas de bellas estampas paganas, hasta que se detuvo en una. Desde esa en adelante había insertas otras de caracteres hebreos y árabes, escondidas en un mar de pergaminos, hasta que, tras una veintena de otras semejantes, reaparecían las del diseño inicial.

Aquel libro inserto en otro libro era un superviviente del saqueo y destrucción del barrio judío cuando los cruzados pasaron por la ciudad hacía varios siglos en dirección a los santos lugares. Tras el desastre, la Iglesia se hizo cargo de los despojos de la comunidad. Durante generaciones el volumen había permanecido guardado y prohibido a los ojos curiosos en la biblioteca privada del obispado. Solo el Emperador, stupor mundi, rompió ese tabú, porque era un descreído y tenía una ambición desmedida hasta el punto de aspirar al trono de Roma. Si pudo obtener lo que buscaba en sus párrafos se lo llevó a la tumba.

Diether era consciente de lo que daría Pío por el libro que tenía entre manos, no era sino otro pagano. En aquellos párrafos estaba escrito el camino para llegar al lugar que ambos ambicionaban. Sin embargo, pese a siglos de esfuerzo, ninguno de sus antecesores en el cargo de obispo de la ciudad de Maguncia había alcanzado el preciado triunfo.

La Divina Providencia se había encargado de elegir a un humilde platero para revelar el misterio. Sí, se dijo Diether, este es el hombre elegido y que merece mi apoyo. Los informes que día a día recibía de la actividad del taller confirmaban sus sospechas. El artesano trabajaba en secreto sobre algo que proporcionaría una riqueza infinita. Pero nada pasaba inadvertido a los ojos y oídos del prelado.

En su ceguera no quiso admitir que este caso podía ser como otros. ¿Quién no había intentado alguna vez fabricar la piedra para terminar en fracaso? Era tal su desesperación que negaba lo evidente, veía donde no había más que un espejismo.

Se frotó las manos con satisfacción. Le quedaba poco tiempo y precisaba de toda la ayuda. No podía esperar al día siguiente. Salió de la habitación y se dirigió a la celda de su secretario. El suelo del corredor que daba al patio del claustro estaba empapado, las losas rojizas lo hacían resbaladizo. El viento lanzaba furioso las tenues gotas de lluvia semejantes a polvo contra las paredes y pilares. Llegó empapado y golpeó la puerta. Tuvo que hacerlo varias veces, suave primero, violento después.

- Ave María purísima – acertó a decir el inquilino -. ¿Eres el Demonio?

- Abre – fue la respuesta.

Tembloroso, el monje descorrió el cerrojo y abrió.

- Monseñor…

- Calla. Es urgente.

- ¿Qué sucede?

- Presta mucha atención y guarda el recato que corresponde a esta tarea.

- Pero…

- Quiero, y no me interrumpas, que, a partir de mañana, sin que nadie más que tú y yo lo sepamos, el platero Johannes Gutenberg reciba una asignación económica de mi persona.

- Pero…

- Sólo le dirás que el obispo es conocedor de su secreto y su protector.


J.J.F.P.R. Tales.

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