Andaba Rodrigo, oficialmente último rey godo, otro acuñó después moneda, andaba, digo, este monarca, jugando al pillar con los traviesos vascones en sus montes cuando se enteró a destiempo de que unos tipos con turbante se querían construir un chalete sin permiso muy cerquita de Algeciras. Oído el soplo, dejó presto a los euskaldunes, solos, con sus independencias y sus manías, pues no parecían tan peligrosos entonces, no se conocían ni las bombas ni los coches, y corrió como alma que lleva el diablo hasta el río Guadalete donde se encontró a la morisma de camping. Los enviaba don Julián, gobernador de Ceuta, para joder, que lo pusiesen todo perdido, pues estaba cabreado con Rodrigo porque se había folgado a su hija por la cara, o por donde se suele folgar que en este aspecto las fuentes son parcas en noticias. Confiaba el godo en sus escuadrones, bastardos de godos e hispanorromanas, para desalojar a estas gentes como antaño se hizo con vándalos, alanos y bizantinos, sin saberse engañado por obispos y nobles. Se la tenían jurada también estos por advenedizo y porque con el anterior rey, Witiza, vivían mejor, decían. Por eso se entendieron con los moros y, cuando empezó la batalla, lo dejaron más solo que a un árbitro en final de copa. Escapó Rodrigo como pudo y se escondió en el pozo de una ermita donde una culebra se lo comió empezando por el pito, por do pecado había, dice el romance. Quisieron repartirse entonces los godos el reino, pero los moros ya no querían repartir, les había gustado el paisaje y el clima, que se quedaban. Y como los hispanos ya andaban hartos de los germanos, se hicieron los suecos y los musulmanes, que a los seguidores del Profeta no les faltan mujeres, ni en esta vida ni en la que viene.
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