Charles Dickens encontró un cachorro en la calle de un barrio obrero, lo llevó a su casa y le puso de nombre Oliver, por parecerle inteligente. Aquella criatura traía hambre atrasada y su estómago no tenía fondo. Su aspecto no era fiero sino más bien cómico. La mancha que oscurecía su rostro en torno a uno de sus ojos le dotaba de cierta ambigüedad. Carecía del don de la palabra pero cuando su plato quedaba vacío, lo empujaba hasta su nuevo amo como exigiendo más. Un perrito abandonado y hambriento alimentaba la imaginación de Dick. Mirándolo con fruición ya estaba barruntando una nueva historia.
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