Contaba el tío Wilde que en un viaje al lejano Oeste conoció a un minero aficionado al arte.
Por aquel entonces se hablaba del descubrimiento de la Venus de Milo y muchos celebraban su bella factura.
El caso es que algún comentario debió de escuchar atentamente el minero pues desde entonces aspiraba a hacerse si no con el original, al menos con una copia de la misma.
Cuando le sonrió la fortuna y reunió el dinero suficiente, hizo un pedido a un importante taller para que le facilitasen una reproducción en yeso. Tras varios meses de espera el ansiado objeto llegó a su destino.
No debió ser de su agrado, pues nada más ver la pieza montó en cólera y demandó a la Compañía de Ferrocarriles. Y lo más curioso es que ganó el pleito.
Le dijo a tío Wilde que durante el viaje en tren debían de haberle roto los brazos.
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