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martes, 31 de diciembre de 2024

Oro nazi. Capítulo 26. El héroe.




Romerales se despertó con un insoportable dolor de cabeza. Necesitó varios minutos para comprender dónde se encontraba. Era la primera vez que veía el dormitorio. Las fotografías que había en la mesita de noche le facilitaron una pista.

Se levantó poco a poco, renqueando. Y se dirigió al espejo de la puerta del armario, un armatoste oscuro. Allí pudo advertir su mala estampa. Estaba hecho una ruina. Nadie daría un céntimo por el sujeto que tenía delante.

Salió del embrujo de su propia facha y recorrió con la mirada la estancia. La cabeza comenzó a darle órdenes.

A un lado había un lavabo portátil de forja. Tomó la jarra de la balda inferior y llenó de agua la palangana. Se miró a los ojos, los tenía enrojecidos. Se lavó la cara varias veces hasta que recuperó por completo la razón. Advirtió que necesitaba un buen afeitado. A un lado halló jabón, una brocha y una navaja. Silbando muy bajito el Trágala rasuró cuidadosamente su jeta, llevando el ritmo con la hoja afilada, como si decapitase nobles.

Después de aclararse se secó con una oportuna toalla situada a mano, y con la ayuda de un peine se ordenó los pelos de la cabeza y del bigote, recreándose en la meticulosidad del ejercicio.

Más despierto, cuando se reconoció como gustaba de verse, examinó de nuevo el entorno y reflexionó sobre su presencia en aquel dormitorio. No recordaba cómo había terminado allí. Por más que esforzaba su cerebro no consiguió sino una respuesta dolorosa, una protesta, de lo más profundo de aquel. 

Sobre la cómoda encontró su traje. La camisa estaba lavada y planchada. Había dormido en ropa interior.

Tomó las prendas de vestir y volvió al espejo. Muy parsimonioso recompuso su estampa. Se fue abrochando los botones de la camisa con lentitud, mientras intentaba recordar los sucesos de la jornada anterior. Después se empleó con el nudo de la corbata, que ajustó con fuerza al cuello, como si imaginase estar ahogando a alguien.

Tomó y golpeó con energía sus pantalones, para librarlos del polvo que él imaginaba y no existía. Alguien se había encargado de cepillarlo, como el resto del traje. Confundido se puso la chaqueta y, del todo aderezado, se contempló de nuevo tal que un Narciso. Estimó que era el momento de enfrentarse de nuevo con el mundo.

Pero entonces advirtió que le faltaba algo. La sobaquera estaba huérfana. ¿Dónde estaba su pistola?

Abrió la puerta del cuarto de un tirón y se encontró al chico de la pelota en el pasillo, jugando a su juego favorito.

- Buenos días, Romerales.

- Muy buenos – respondió algo perplejo.

Por el pasillo venía Manu con un bebé en brazos.

- Ha sido niña – dijo muy sonriente mientras se la mostraba.

El de La Política no entendía nada.

- Enhorabuena – respondió, por seguir la corriente al otro.

Confundido se dirigió al chico.

- ¿Tienes por ahí tabaco?

- Claro. Yo sé dónde lo guarda mi padre.

Asomó Bernarda.

- Buenos días. Vaya nochecita. ¿Va a desayunar algo?

- Pues… claro – respondió más confundido aún.

- Antonio me lo ha contado todo, es usted un héroe.

Regresó el de la pelota con un paquete americano y se lo dio a El Pistolas, que lo recibió perplejo.

- Muchas gracias – dijo y se lo guardó en el bolsillo.

- Ahora mismo le llevamos el desayuno al despacho de mi marido – apuntó la anfitriona.

- Ah. Bien, bien.

Romerales volvió a refugiarse en el dormitorio para intentar recordar lo sucedido el día anterior. La cabeza le dolía más y más, pero también el costado. No llegó a ninguna conclusión.

Salió de nuevo al pasillo y se encaminó al despacho del sargento, al fondo vio a Bartolo haciendo guardia en el portón de entrada. Este último le hizo una señal inequívoca de victoria. Romerales no acertó a averiguar el motivo y deambuló como sonámbulo hasta llegar a su destino.

Antonio le esperaba sentado detrás de la mesa de su despacho. Tenía un brazo en cabestrillo. Con la otra mano pasaba las hojas del diario.

- Buenos días - saludó el intruso.

- Pasa hombre, pasa – invitó el sargento -. Estarás molido. Menuda noche.

Sobre una carpeta, junto al teléfono, Romerales descubrió su pistola.

Apareció Bernarda llevando una bandeja en la que podía verse, entre otras cosas, un cartón de churros y un tazón humeante lleno de chocolate.

- Hay que celebrar la ocasión. El nacimiento y el éxito de su empresa – dijo ella para asombro del huésped, que cada vez entendía menos lo que sucedía.

Los hombres quedaron solos de nuevo.

- Bueno. Ya está todo. He dado parte a la comandancia. Es posible que te condecoren.

El Pistolas se quedó con la boca abierta.

- Pero come, hombre, come, que se te van a enfriar.

A Romerales se le despertó el apetito. Tomó un churro y lo mojó en el chocolate. Con tanto ímpetu que desbordó el líquido espeso de la taza. A continuación, se lo llevó a la boca bien mojado.

Al sentirlo en la lengua, abrió los ojos como platos. Hizo un gesto de dolor y se le saltaron las lágrimas. El chocolate estaba hirviendo. Antonio lo miraba con cierto recreo.

- Cuidado. A ver si te vas a atragantar – dijo con sarcasmo.

El de La Política escupió el bocado y dio un puñetazo en la mesa.

- Ya está bien. Deje de jugar conmigo. ¿Qué pasa?

El Catalán mantuvo la calma y puso cara de palo.

- ¿Qué dices? ¿Qué juego?

- ¿Qué es toda esta historia que te traes con tu mujer?

- ¿Qué historia? – preguntó Antonio.

- Lo que pasase ayer – protestó Romerales.

El sargento frunció el ceño y lo escrutó, sospechando que el otro andaba algo perdido.

- ¿Es que no recuerdas nada?

- ¿Qué tengo que recordar?

Antonio se recostó en la silla e hizo una mueca, el brazo le dolía. Sacó un paquete de cigarrillos, ofreció uno a Romerales y se llevó otro a la boca. Lo encendió con mucha parsimonia y después pasó el mechero al acompañante para que encendiese el suyo.

Cuando ambos dieron las primeras chupadas, el sargento rompió el silencio.

- Anoche mataste al tuerto.

- ¿Cómo? ¿Qué tuerto? – respondió cruzando los dedos.

- El nazi.

- No entiendo nada de lo que dices.

- Vamos a ver, Romerales – le respondió Antonio mientras se enderezaba -. Anoche salimos en busca de los contrabandistas. ¿No recuerdas lo del paquete de cigarros? - le dijo mientras le enseñaba el del que estaban fumando.

- Sí, más o menos sí.

- Ea, pues luego nos fuimos a buscar al que había dado un tiro.

El de La Política empezó a recordar.

- Sí… ya. Nos separamos.

- Eso, y luego dimos con él. ¿No? Lo descubrimos en la casa de Rosa, la mujer de José, el preso. ¿No recuerdas que estabas aquí por lo de la muerte del otro alemán?

- Sí, claro que sí.

- Pues allí sorprendimos a este, al tuerto, y a dos más que estaban de tapadillo con la más que probable intención de robar algo en la casa de Rosa.

- Sigue.

- Pues eso. Quisieron huir, me disparó el bizco. Bartolo salió tras él, pero este se llevó al chico de Rosa de rehén. Entonces llegase tú y le diste pasaporte. Un tiro limpio en la sien. Fuiste muy oportuno. La madre te está muy agradecida.

Dio otra calada al cigarro y continuó.

- Lo malo es que los otros escaparon. Pero ya les darán caza en la carretera.

Romerales se quedó observado fijamente a Antonio, a través del humo del Camel que ascendía lentamente hasta el perezoso ventilador del techo, como una vaporosa columna salomónica. El sargento ni se inmutaba, le devolvía la mirada con aire suficiente.

- Vas a tener que hacer memoria - le aconsejó de sopetón -. En Granada te van a hacer muchas preguntas. Parece ser que eran un grupo de delincuentes, antiguos trabajadores del consulado alemán, probablemente miembros del partido …, ya sabes. Estaban aquí para ajustar cuentas con Helmut, por unos negocios turbios que no hemos conseguido averiguar. Se ve que su muerte les pilló de sorpresa y se habían compinchado para buscar algo que el otro tenía. Todo esto es muy complicado para nosotros, Romerales. Conviene que te andes con ojo cuando tengas que dar razón de todo este jaleo.

El de La Política escuchó con atención la retahíla de explicaciones y recomendaciones. Inconscientemente se llevó una mano a la funda, donde no estaba la pistola.

- Falta una bala – anunció Antonio al intuir su intención –. Estaba incrustada en la cabeza de Klaus.

- Quiero mi pistola.

El Catalán le devolvió una mirada severa.

- No te comportes como un crío. Haré la vista gorda, perder el arma reglamentaria es una falta grave. Ahora te la devolveré.

- Pero…

- Ya sé lo que vas a decirme. Que no te acuerdas de nada. Lo entiendo. Pero será mejor no añadir más detalles al informe.

- Yo no he matado a nadie – protestó.

- Ha sido una noche muy larga, Romerales. Estuve esperando al juez hasta las seis de la madrugada para levantar el cadáver, mientras tú dormías, borracho como una cuba, en el calabozo, ajeno a tus propias andanzas. Debía haberte dejado allí y dar parte de tu negligencia.

Romerales, reflexivo, se acarició la barbilla. Dudó. Quiso cambiar de tema.

- ¿Y José?

Antonio no respondió de inmediato. Dio una profunda calada al cigarro que tenía entre los labios y lo volvió a depositar sobre el cenicero antes de soltar el humo por la boca.

- Olvídate de eso. Él y su mujer están limpios. Se vieron atrapados en este embrollo, no tienen culpa de nada.

- Pero lo del Olite… - insistió, como el animal moribundo que se revuelve.

- ¿A dónde quieres llegar?... Te repito que lo olvides. Hay alguien arriba interesado en que nada de eso salga a la luz. Pondría en tela de juicio algunas decisiones que se tomaron al final de la guerra. El asunto es otro, no mezcles las cosas, aquí viniste a otra cosa. Céntrate en lo que se te viene encima.

- Ya, ya…

- Mira, te voy a leer el informe que he redactado por si hay algo que se me ha escapado y me corriges. Pon mucha atención.

Romerales agachó la cabeza y abrió bien los oídos.

Un par de horas más tarde, El Pistolas, armado de nuevo, se despedía del cuartelillo y marchaba a tomar una Alsina. Bernarda le obsequió con una bolsa de higos chumbos.

- Si un día vamos a Granada, podemos tomarnos juntos unos piononos. A Antonio le encantan.

El marido asintió con una sonrisa forzada, dedicándole en silencio a su mujer unos singulares elogios que ella intuyó mientras se regodeaba en su enfado.

El guardia y el policía se encaminaron hasta la parada. Formaban un dúo singular. El primero estaba deseando perder de vista al otro y este no sabía dónde ponía los pies.

El autobús estaba en marcha. Los viajeros subían maletas al portaequipajes y buscaban en el interior un sitio donde acomodarse.

El de La Política tropezó con el escalón, aunque se recompuso veloz de su torpeza. Tras incorporarse como si tal cosa, sonrió de forma forzada, y una vez en el interior se sentó donde le vino en gana, valiéndose de su autoridad, ocupando dos plazas.

Los viajeros se despedían. Antonio hizo el saludo militar a Romerales, que desde el otro lado de la ventanilla le miraba embobado.

El vehículo rugió, empezó a traquetear. Los rezagados se acomodaron como pudieron. El chofer metió la primera y las ruedas iniciaron su movimiento. Los vecinos que llenaban la plaza se fueron haciendo a un lado.

Subió el autobús despacito por la cuesta de la rambla y los que acudieron a la despedida lo siguieron con la vista hasta que se perdió en lo alto de la colina.

Antonio, tan pronto como se aseguró de que la Alsina desaparecía por completo, retornó al cuartel. No hizo sino pisar el umbral y tomar una determinación. La Bernarda le notó la intención y le puso mala cara.

- Tengo una cosa que hacer – dijo.

- El médico te ha dicho que descanses – le respondió ella.

- Bah, esto no es nada. Apenas me rozó la bala. Vete a lo tuyo, déjame hacer.

La mujer se alejó refunfuñando y quedó solo.

El sargento dio un paseo por la plaza, aparentemente sin rumbo fijo, para detenerse finalmente frente al escaparate de la farmacia. Dentro estaba don Simón atendiendo a unas clientas. Se fumó un cigarrillo y aguardó a que saliesen.

Cuando vio despejado el establecimiento entró.

- Buenas tardes tenga usted.

- Hombre, Antonio. ¿Cómo te encuentras? ¿Te duele mucho? – respondió con una familiaridad no correspondida.

- Bien, bien, los sanitarios del ejército tienen mucha maña. Menos mal que había un teniente médico de guardia en el campamento. Acudieron de inmediato.

- Vaya, pues me alegro – respondió el boticario -. ¿Bien por el cuartel? ¿Y la niña?

- Fenomenal. Una preciosidad. Y los padres tan contentos. Ni le cuento como está mi mujer.

- Ya, ya me imagino. ¿Quieres algo? – preguntó el boticario.

- Pues mire, sí. Es que hay algo que no se me va de la cabeza y no acabo de encontrarle un sitio donde ponerlo.

- ¿Quieres un analgésico?

- No es eso. Es que tengo una duda.

- Qué difícil me lo pones. No sé a qué te refieres – le respondió indiferente Simón.

- Sí, hombre. Anoche nos encontramos. ¿No lo recuerda? Cuando me comunicó que Klaus había abandonado su hostal.

El propietario del establecimiento frunció el ceño, como si hiciese un esfuerzo.

- Claro que lo recuerdo – exclamó -. Menos mal que lo atrapasteis. Era un tipo peligroso.

- Si. Eso parece. El caso es que, pensando, desconozco qué es lo que usted hizo después de vernos.

- No sé. ¿A qué te refieres?

- ¿Por qué no estuvo en el parto?

Don Simón sonrió.

- Si estuve. Pero sólo al principio. Cuando vi que la partera lo sacaba todo adelante me volví a mi casa.

- ¿Y quién le dijo a usted que la mujer de Manu iba a parir?

- Pues… creo que fue su hijo, el futbolista – respondió con una sonrisa forzada -. No recuerdo bien, fue todo tan inesperado.

- ¿Lo cree? ¿No lo recuerda?

El boticario esbozó una sonrisa.

- ¿A qué has venido Antonio?

- Quiero que me aclare esos detalles.

En ese momento entró un cliente. Quería un remedio para el dolor de muelas. Don Simón le atendió. En unos instantes volvieron a quedarse solos y el aludido se explicó.

- Vamos a ver, Antonio. A mí no me líes. Yo no conocía a ese tipo de nada, ni al otro. Simplemente serví de interprete al tuerto para que encontrase aquí un alojamiento. Ignoraba por completo que existiese una relación entre ambos.

El sargento le escrutó con el deseo no confesado de leer en los pliegues de su rostro algo, el hombre que tenía enfrente parecía incómodo, pero no se achantaba.

- Usted sabe algo que no quiere contarme. Algo relacionado con sus compatriotas.

- Ah, era por eso. Pareces olvidar que en Alemania no podíamos convivir. Nos separan muchas cosas.

- Lo sé, don Simón. Conozco toda su historia desde que llegó aquí. Y siempre he sospechado que no vino a este pueblo por casualidad.

- ¿Me tomas por un cazador de nazis? – preguntó sonriendo.

- No le he dicho nada de eso. ¿Por qué llega a esa conclusión?

- Mi buen amigo, no juegues conmigo. He sufrido peores interrogatorios que el tuyo. Estas imaginando cosas.

Antonio apretó el puño del brazo sano. Era consciente de que no podía probar nada, pero quería dar a entender que no se le escapaba ningún detalle.

- No me ha aclarado qué hizo usted la tarde noche de ayer.

- Nada. Seguir los tiros, como todo el mundo. Y después de pasarme por el cuartelillo a ver a la mujer de Manu, volví a mi casa y me acosté. Si no recuerdan si estuve o no allí se debe a lo ocupadas que estaban. No se lo tendré en cuenta.

- Don Simón – le llamó el sargento con una pizca de ira -. Iré al grano. Hay un objeto muy valioso que está provocando crímenes. Si usted sabe algo al respecto le recomiendo que me lo comunique.

- No sé de qué me hablas, pero si me entero de ese “algo” te lo diré. Tenlo por seguro.

lunes, 30 de diciembre de 2024

La boda de Celia Gámez

Más gente que a la de Lolita Flores acudió a la boda de Celia Gámez, la célebre cupletista, allá por el 44; tanta que tuvieron que oficiarla en el madrileño campanario de San Jerónimo el Real. De nada sirvieron las amenazas de Millán Astray, el del rifirrafe con Unamuno en Salamanca, y padrino de la boda, con hacer intervenir a la legión para poner orden. Celia fue muy popular antes y después de la guerra, bisexuala confesa, tenía muchas seguidoras, que abarrotaron la iglesia para ver cómo daba el sí a un joven odontólogo. La novia se casó de negro por no herir sensibilidades, aunque nadie le tosía porque Millán y Paco eran uña y carne. Hay una historia del franquismo gay por contar, por aquello de la memoria, que destapa pero tapa. 


domingo, 29 de diciembre de 2024

Mujercitas navideñas

Todos los años por estas fechas pasaban por la tele la peli de Mujercitas, la del 49, que se basaba en el libro homónimo de la escritora norteamericana Louisa May Alcott, de tal modo que se convirtió en algo tan inevitable como el Belén o el gordo de la lotería, todo parecía venir en el mismo paquete. La primer parte de la película gozaba de toda nuestra atención, pero en la que las mujercitas dejaban de serlo ya estábamos enredando por el pasillo. Luego estaba el comic de Joyas Literarias que contaba la misma historia, pero muy distinta y te hacías un lío muy grande. Había otro título que era Hombrecitos, de la misma autora, pero sin la misma gracia. De las cuatro hermanas las más interesantes eran Jo y Amy, la una por su imaginación y la otra por presumida. Jo era como Pipi Calzaslargas pero sin caballo con lunares, una compañera de juegos ideal, que luego se estropeaba con lo de hacerse maestra y esas cosas. Hubiese estado chulo tirarse unas bolas de nieve o disfrazarse para un teatro con ella, pero esas son películas que quedaron en nuestra imaginación.


Otra de Gutiérrez Solana

De Gutiérrez Solana se sabe que retrató a Ramón en una de sus tertulias del Pombo, pero con menos gracia de la que tenían, y que María Teresa León salvó sus cuadros de los bombardeos a los que sometía Madrid el bando rebelde, o eso contaba ella en sus memorias de melancolía. Pero de Solana hay también un buen puñado de escritos, porque también escribía, que dibujan su negra España, pero con palabros, (que diría de la Serna), que generan impresiones y estimulan la imaginación como el tinto oscuro. Solana es de los que renegó de la revolución y retornó a España cuando esta se volvía azul, que era el color del mono de trabajo, el mismo de La Barraca, el de las camisas de moda entonces. No tuvo tiempo de recrearse en ella, separado de los amigos que huyeron al exilio o desparecieron en la guerra, pereció en las pocas tertulias madrileñas que superaron la tragedia. Para el 45 visitó definitivamente el cementerio de la Almudena. Queda una carta al caudillo, donde manifiesta su preocupación por un mundo primitivo y canalla que la civilización condenaba al olvido. Fue un visionario.


De don Marcelino, Menéndez y Pelayo

No es discutir la sabiduría de don Marcelino Menéndez y Pelayo, pero muchas son las ocasiones en las que el célebre intelectual, cuando se ocupaba de las cosas de España, aunque planteaba el problema, siempre se inclinaba por la interpretación tradicionalista. En tales diatribas parecía seguir la doctrina conocida como Averroismo latino, un invento de la universidad de París en el que, partiendo del pensamiento de Aristóteles y la interpretación de Averróes, se sacaba a relucir la contradicción de la doble verdad, la que proporcionaba la fe y la que facilitaba la razón, inclinándose siempre por la primera aunque expusiese la segunda. Y es ahí donde el sabio desnudaba su talón de Aquiles. Por otra parte, no deja de ser singular, cuando se ocupaba de los visigodos, por ejemplo, no reconocerlos como cristianos, que ya lo eran, y hablaba de su conversión al cristianismo con el rey Recaredo, y debiera haber dicho catolicismo. Católicos y arrianos, siempre en liza, pero cristianos ambos. Aun así y todo, su prosa no deja de ser distraída y rica en anécdotas, pero siempre por el estilo, al servicio de la fe.


viernes, 27 de diciembre de 2024

Oro nazi. Capítulo 25. La casa de los encuentros.



El coche se detuvo donde acostumbraban a dejarlo. Las ventanas de la casa no delataban luces en su interior.

- Déjanos a nosotros - suplicó Camile.

- No hay tiempo para tonterías – protestó Klaus.

- Sin precipitarse. Seguro que han sido los niños. Actuemos con tacto – se excusó la mujer.

- Confía en ella. Tiene a la madre comiendo de su mano – indicó el marido.

- Es mejor que no te vean – propuso ella-. Quédate aquí o escóndete.

Klaus refunfuñó, pero obedeció. Se tumbó en el asiento de atrás, igual que si fuese a echar una siesta.

El matrimonio salió del vehículo y se dirigió al porche.

- ¿Por dónde empezamos? – preguntó Maurice.

- Por la niña. La dejé en el salón.

- Pero ella no tenía nada.

- Entonces quizás sea mejor preguntar al hermano.

- Es lo más lógico – murmuró el hombre -. En la anterior ocasión el maletín estaba en su poder. ¿Lo habrá vuelto a esconder en el mismo lugar?

- Lo dudo.

Penetraron en la casa.

Al cruzar el salón, Camile se aproximó al sofá para comprobar que la pequeña Lucía dormía allí.

- No está.

- ¿Qué?

- La niña. La dejé aquí acostada.

Maurice meditó.

- Se despertaría y volvería a su cuarto. Debe estar con su hermano. Mejor así. Hablaremos con los dos. ¿Cuál era su dormitorio?

- Rosa los acomodó en el último piso, pero no sé en cuál de ellos.

- Es igual, iremos mirando en todos.

Subieron muy despacio los escalones del primer piso. Comprobaron que allí reinaba la calma. Después continuaron ascendiendo muy sigilosos. Al llegar al segundo se detuvieron.

- Hay que evitar que se asusten – reiteró ella -. No es conveniente que la madre se despierte y acuda.

Ambos recorrieron el pasillo, atentos al menor sonido. La respiración pausada de Rosa les indicó que el primero no era el dormitorio que buscaban. Dedujeron que tenían que estar durmiendo en el cuarto siguiente. Continuaron avanzando. Sin hacer un ruido, entraron, y entornaron la puerta. Mientras Maurice se quedaba en la misma entrada, Camile se acercó a la cama donde supuestamente se encontraban los niños. Allí se apreciaban dos bultos.

- Hola, hola… -, susurró.

Como no recibía respuesta optó por zarandear sus cuerpos. No reaccionaban.

- No se les oye respirar – comentó Maurice.

Camile se armó de valor y tomó entre sus manos uno de ellos, el que creyó ser la niña, y descubrió que se trataba de un almohadón. El compañero también lo era.

- Muy graciosos – murmuró.

- ¿Qué les sucede? – preguntó Maurice.

- Nada. No están aquí – respondió ella, algo dolida por el engaño.

- ¿Cómo?

- Deben de estar acostados con su madre.

- ¿Entonces?

Klaus, mientras tanto, enclaustrado en el vehículo, se impacientaba. Pero, por otra parte, se sentía cansado. No pudo evitar un bostezo. El cuerpo le pedía un reposo. Buscó el modo de acomodarse mejor, pero por más que lo intentaba no lo conseguía. El asiento trasero era estrecho e incómodo, tenía que encoger las piernas para poder permanecer tumbado. Además, la jarapa a rallas que lo protegía se le clavaba en la espalda y le daba mucho calor, y él no hacía sino removerse sobre ella. En una de las revueltas, uno de sus pies golpeó algo.  Al oír un ruido seco experimentó un estremecimiento. Tuvo una intuición.

Se sentó e inició con sus manos una exploración bajo el sillón del conductor, el lugar del que había venido el sonido. No había nada. Quedó muy extrañado.

Volvió a sumergir ambas extremidades en el espacio, y con los nudillos golpeó la base inferior del asiento. Sonó igual que la vez anterior.

Inmediatamente abrió la puerta del vehículo y salió. Se fue a la plaza delantera, abrió, se arrodilló, examinó el hueco entre el sillón y el suelo, y descubrió que el maletín se había quedado atrapado entre las gomas de la funda y el asiento.

Probablemente, presos del nerviosismo, sus camaradas no habían caído en aquel detalle y él acababa de descubrirlo. Estaba eufórico. Comenzó a gritar y saltar de alegría, pero no hacía sino recibir golpes en la cabeza. Cuando acertó a descubrir qué era lo que le estaba sucediendo se llevó una enorme impresión. Era Helmut, se carcajeaba y le estaba aporreando con el maletín.

Klaus se despertó de un respingo, bañado en sudor. Buscó asustado en derredor algo indefinido, balbuceando incoherencias, desconcertado hasta recuperar el juicio.

Había sido nada más que un sueño. Tardó en admitirlo. Respiró aliviado. Le dolía la cabeza y comprobó que había perdido el ojo de cristal. Se había estado golpeando con el techo del vehículo.

No contento con la experiencia, repitió el examen soñado para convencerse definitivamente de que no había rastro del ansiado maletín de Helmut. Sin embargo, acertó a localizar la vieja Luger del camarada, pues Maurice se la había dejado en la guantera.

Comprobó la hora en su reloj de pulsera y aunque advirtió que apenas habían trascurrido unos veinte minutos desde que sus socios entraron en la casa, determinó que era demasiado tiempo. Había que agilizar todo aquello y no andarse con tantos protocolos. Sin más preámbulos, salió del coche y se dirigió al inmueble.

Mientras Klaus visitaba a su viejo camarada en sueños como queda dicho, Camile y Maurice, después de su infructuoso peregrinaje nocturno por la casa, pisaban el umbral del dormitorio donde reposaba Rosa que, para disgusto de los intrusos, estaba sola en la cama. La mujer se acercó y suavemente le sacudió el hombro llamándola por su nombre.

Rosa se incorporó asustada.

- Calma, calma – le dijo la belga.

- ¿Qué sucede? ¿Qué pasa? – preguntó somnolienta. Y de inmediato encendió una lamparilla que tenía en la mesita de noche y que apenas sí iluminó un pequeño cerco a su alrededor.

Al hacerse la luz pudo ver a los dos huéspedes delante de ella y se sobresaltó.

- Ah, sois vosotros. ¿No podéis dormir? ¿Es por el perro? – preguntó incorporándose del lecho e intentando comprender la situación que se manifestaba en su dormitorio

- No mujer, nada de eso. No te preocupes – respondió Camile, restando importancia al inesperado encuentro.

-. ¿Por qué estáis vestidos? – preguntó Rosa, confundida por la incongruencia.

Camile empezó a improvisar al advertir la extrañeza de la mujer por su indumentaria.

- Nos vamos. Queríamos avisarte.

- ¿Cómo? – exclamó Rosa aún más desorientada.

- Sí, verás, lo acabamos de decidir – respondió Camile, buscando con la mirada la aprobación de su marido -. Perdona por lo imprevisto.

- Pero …

- Hemos recordado que Maurice tenía un asunto importante que solucionar en Barcelona. Estábamos tan a gusto con vosotros que se nos había olvidado por completo la cita. No podemos demorar más nuestra marcha. Sabemos que lo entenderás.

El hombre sonreía y movía afirmativamente la cabeza.

Rosa estaba perpleja, dudando si estaba o no despierta.

- ¿Dónde están los niños? Nos gustaría despedirnos de ellos.

La mención a los hijos despertó definitivamente a Rosa.

- ¿Es que no están en su cuarto?  - preguntó angustiada.

No tardó un instante en levantarse e ir con ellos al cuarto contiguo y comprobar lo que ellos ya le habían insinuado.

- No lo entiendo. ¿Dónde pueden haber ido? Tal vez estén escondidos jugando en el comedor.

Y sin esperar una respuesta se dirigió al piso inferior seguida por sus huéspedes.

Al bajar por la escalera, en la que apenas había luz sino la que proporcionaba la luna y se filtraba por las rendijas de una ventana superior, fueron sorprendidos por Klaus, que en ese instante las ascendía con sumo cuidado, pisando cada escalón apenas con la punta del zapato.

Su alargada figura no fue precisamente lo que más deseaban ver en aquel momento. Rosa palideció ante la inesperada aparición, temiendo que se hiciese realidad su peor pesadilla, la llegada del hombre que la mantuvo en vilo las últimas semanas del verano.

- Oh, buenas noches. La puerta estaba abierta… Busco al dueño o la dueña de la casa. Necesito una habitación – se excusó el germano con voz persuasiva, al darse de bruces con los tres.

La pareja que formaba el matrimonio Dumont intercambió unas miradas de estupor. Sospecharon con razón que el camarada, presa del nerviosismo, acudía a agilizar la gestión a su manera y temieron que lo estropease todo.

Se estaban sucediendo muchas sorpresas de modo vertiginoso y Rosa, perpleja ante el forastero, se sentía incapaz de asimilarlas todas. Era una montaña rusa la que se avecinaba, difícil de recorrer sin sobresaltos.

- Pues, pues… yo – acertó a balbucear cuando en realidad deseaba gritar de terror.

Un inesperado acontecimiento quebró el cuadro en el que se hallaba inmersa.

- ¿Qué sucede, mama?

Del dormitorio de los pequeños Dumont surgían los cuatro niños acompañados del perrito, sin que nadie los hubiese invitado a la inesperada reunión de adultos, con Pablo a la cabeza, seguido de su hermana y sus amigos. Todos igual de interesados en el inesperado desenlace que se avecinaba. Por alguna razón de carácter lúdico se habían reunido todos allí, en el cuarto de aquellos, y al barullo de la escalera habían acudido a averiguar la causa.

La situación era muy embarazosa. Camile y Maurice no sabían cómo continuar su comedia. Klaus venía dispuesto a imponer su voluntad y estaba al borde de perder los nervios. Rosa no sabía qué hacer frente a aquella inesperada oferta y los niños aguardaban novedades. La situación era muy incómoda para todos, daba la sensación de que en cualquier momento podría hundirse la casa.

El trance estalló definitivamente cuando Rosa, temblando, señaló al intruso.

- Usted, usted es el que me acosaba. Le he reconocido por la voz – gritó, temblando, señalándolo con el dedo índice, esperando que Maurice se abalanzase sobre él para detenerlo.

- Es el tuerto, mama – exclamó Pablo, echando a correr en dirección al acusado que no tuvo ocasión de reaccionar al embate del crío. Este le propinó un fuerte empujón y ambos cayeron rodando escalera abajo organizando un gran estrépito. La madre temió por la suerte del hijo.

- ¡Todo el mundo quieto!

Una voz autoritaria detuvo la escena un instante. Detrás de ella surgió un foco de luz que alumbró al grupo que permanecía en la escalera.

- ¡Alto a la Guardia Civil! - corroboró otra voz no muy distinta a la anterior.

En ese instante sonó un disparo y la linterna cayó al suelo. Todo volvió a quedar en penumbra.

- Mierda – se oyó decir.

- Jefe, jefe, ¿se encuentra bien?

Lo que vino a continuación ocurrió muy deprisa. Se sucedieron las carreras precipitadas escalera abajo.

Rosa tomó a su hija en brazos y huyó en busca de la autoridad.

Los Dumont hicieron lo propio con los suyos y corrieron hacia la puerta de la calle.

Klaus, se hizo con Pablo. Se incorporó veloz y arrastró al niño hasta la cocina, y de esta al patio trasero. Conocía bien la casa. El pequeño se defendía como podía, dando manotazos y patadas a ciegas, pero el hombre le sujetaba por el cuello y, cansado de su rebeldía, le golpeó brutalmente con el puño del arma en la espalda. 

- ¡Spaziergang! – ordenó.

Así que se vio fuera con el rehén, buscó el modo de salvar la tapia y salir huyendo. El viejo perro, atado al pilar, le ladró al paso mientras se alzaba sobre sus patas traseras. No tuvo otra respuesta sino un estampido seco, que apagó su simple existencia.

El vehículo de los Dumont salió a toda velocidad a la carretera, dando tumbos por lo accidentado del terreno, a riesgo de volcar o perder los tapacubos de las ruedas. Los neumáticos rodaron con gran estrépito hasta al aferrarse al asfalto. A los pequeños belgas les hizo gracia el inesperado tiovivo y se deshicieron en risas.

Antonio había sufrido un balazo en el hombro, pero era asistido por Rosa, mientras Lucía le confirmaba que sangraba y le preguntaba que si le dolía mucho.

- ¡Mi hijo! – gritó la mujer, al advertir su ausencia y comprender el peligro que podía correr -. Se lo ha llevado.

- Por la cocina, mamá – anunció la niña. El disparo al can les puso sobre la pista.

Bartolo recuperó la linterna y salió en persecución de Klaus. Era consciente de que en tales circunstancias sería muy difícil apuntar con el fusil, disparar y acertarle, además temía herir al chico. No podía hacer otra cosa sino seguirle, no perderle de vista, tarea arto compleja en tales circunstancias, y darle el alto.

El nazi alcanzó al fin el lugar por donde era más fácil sortear el muro.  Primero arrojó al niño al otro lado, efectuó un disparo sobre el perseguidor al advertir su presencia, y saltó. De inmediato comprobó que Pablo se le escapaba. Corrió tras él, era su pasaporte para salir de aquel embrollo. Identificó pronto el camino que había tomado el pequeño, por el ruido de sus pisadas y el silencio que entre los grillos generaban las mismas. Moderó el paso y fue guiándose a ciegas, confundiendo al niño con cualquier sombra que se mecía a su paso. Hasta que llegó un momento en que cesó la señal del fugado. Klaus interpretó que se había detenido, probablemente escondido en algún recodo próximo.

- Sal de ahí. No querrás que te mate, ¿verdad? – dijo, sin obtener una respuesta, dato que le envalentonó.

Avanzó despacio y apuntando con el arma al frente examinó con detenimiento la oscuridad, identificando árboles, arbustos y rocas. Con su único ojo descubrió al fin un bulto tembloroso agazapado junto al tronco de una encina. Satisfecho de su éxito se acercó hasta el mismo, alargó un brazo para atraparlo y su sonrisa de triunfo se quebró en mueca. Había recibido un disparo a bocajarro. El estallido hizo callar definitivamente a los insectos más apartados.

Bartolo, que se había despistado, escuchó la detonación y acudió sin dudar al lugar de donde vino el tiro. Iluminó con el foco de la linterna en aquella dirección y descubrió la presencia del niño. 

- ¡Quieto! ¡Tire el arma al suelo! – gritó mientras hacía oscilar el haz de luz de un lado a otro buscando al agresor.

No recibió respuesta. Con cautela se fue aproximando a Pablo, que temblaba y sollozaba. 

En su avance tropezó con algo, que casi le hizo perder el equilibrio y terminar en el suelo. Cuando se reincorporó alumbró la causa. A sus pies estaba el cuerpo de Klaus. Tenía la cabeza ensangrentada, un orifico de bala en la sien y le devolvía una mirada macabra desde su único ojo.

- ¿Qué ha pasado? ¿Quién ha sido?

El niño se encogió de hombros.

- Una sombra – susurró, y señaló una pistola junto al cadáver.


martes, 24 de diciembre de 2024

Los reyes ilustrados

Es en las fechas navideñas, cuando aquellos que te conocen y saben que lees, te regalan esos libros que después no sabes qué hacer con ellos. La solución está en elaborar una lista previa, pero, naturalmente, no la pones al alcance de cualquiera sino de los más allegados y eso no impide el problema con el que se abre la entrada. Incluso los que tienen más trato contigo se permiten la licencia de regalarte algún capricho, que no es el tuyo. Así en la suma de varias nochebuenas reúnes una bonita colección de títulos singulares, anecdóticos, apócrifos, pintorescos por su temática e incluso en su encuadernación, en los que jamás habrías reparado pero que después ocupan el espacio que precisas para los que en realidad deseas. Son publicaciones de las que te vas librando progresivamente en préstamos, regalos o ventas. Produce una extraña sensación localizar en la biblioteca del Centro o la del barrio tu desinteresada donación. Esos libros se conservan como el primer día. Es probable que de producirse una nueva Edad Oscura sobrevivan a los clásicos, que están más sobados. Las Navidades son fechas de premios Planeta, que son los que encuentran más a mano en los expositores del Corte Inglés. En el fondo el problema no es lo que te regalen, si no la cara que has de poner al retirar el envoltorio de colorines.


domingo, 22 de diciembre de 2024

La isla del gigante de bronce

 


Pronto.


La lotería de no tocar

La lotería es eso que nunca toca, salvo a un señor de Cuenca u otro de Méntrida, o una señora del Panadés que no conoces y jugaba un número del país de al lado. La cantan unos niños y niñas muy gritones que siempre pierden una bola o se equivocan de número. En en telediario dicen que ya hay en España nuevos millonarios, que luego son menos, pero tan contentos, aunque a ellos no les ha tocado. Sale una lotera muy feliz en la tele diciendo que ella vendió el décimo, que nunca es el tuyo, y mucha gente se toma unas copichuelas de champán para celebrarlo en un barrio del que nunca has oído hablar. A un primo mío le tocó, te dice siempre uno que se ha dejado otro gordo en participaciones, pero no ha pillado ni la pedrea, y te sale con lo de la salud. Es conveniente no dejarse seducir por la magia, en estas fechas, que es otra manera cualquiera de sacarte los cuartos.


sábado, 21 de diciembre de 2024

Oro nazi. Capítulo 24. EL verdugo.



La caminata a paso ligero no hizo bien a ninguno de los dos. Pero Antonio no hizo amago de ordenar descanso, no estaba tranquilo con tantas novedades como empezó la noche. Con la lengua fuera iniciaron el ascenso del camino de la rambla. A la altura del cuartelillo tropezaron con el farmacéutico, Bartolo vio el cielo abierto al advertir que los detenía.

- Antonio, la del Manu ya está de parto. Por delante va la comadrona.

- Vaya por Dios. Pues no podemos pararnos. Ya me contará – protestó El Catalán, intentado recuperar el resuello.

- No, si yo venía a otra cosa – indicó el boticario.

- Si no es importante déjelo para mañana, don Simón.

Bartolo rezó porque lo fuese, no podía dar un paso más.

- Pues no puedo decir que no lo sea.

- Explíquese, collons – protestó Antonio.

- Perdona, hombre. Verás, es por lo del tuerto.

A Antonio se le enderezaron las orejas.

- ¿Qué pasa con ese?

- Pues que dice la casera que se ha marchado de la casa. Lo ha dejado todo recogido y el dinero que debía en la mesita de noche.

El sargento se quedó perplejo.

- ¿Pero se ha llevado su equipaje?

- Que sí, que todo.

- ¿Pero lo han visto irse?

- Pepa me ha dicho que no lo había visto en todo el día, pero que cuando subió a la casa, después de lo de los tiros, se encontró la puerta del cuarto abierta, entró y descubrió lo que te acabo de decir.

- Me parece que los tiros los ha dado ese, mi sargento – dijo Bartolo, robándole el pensamiento a su superior.

- Maldita sea. Y qué bien jugado – murmuró Antonio.

- ¿Qué hacemos ahora?

El Catalán se despidió del boticario, rogándole que estuviese al tanto del parto y ordenó a Bartolo seguirle, pues no tenía intención de cambiar de plan.

- A la casa de La Rosa, pero sin rechistar.

Y reiniciaron la carrera.

En estas estaban mientras Romerales se daba su baño de masas. El Pistolas se había puesto a la cabeza de una turba y recorría las calles del pueblo en busca del pistolero. Los más de los que le seguían buscaban entretenimiento, ya fuesen hombres o mujeres, chicos y grandes, todos aprovechaban el escándalo generado para salir del tedio. La broma, la chanza y la chacota a costa del de La Política se fue generalizando. Cada cual tenía motivos para burlarse de la autoridad que representaba. Unos le señalaban un rincón, otros una esquina, aquellos una plazuela y lo iban conduciendo por donde mejor estimaban que podría hacer el ridículo. El otro, ajeno a la malicia de las gentes, confiado en la potestad que le daba la placa y el arma reglamentaria, les seguía la corriente y se dejaba seducir por los consejos que le daban. No tardaron los más alegres en sacar al paso botellas de vino y aguardiente, para animar la improvisada ronda nocturna e invitar al representante del orden a un bien merecido refrigerio de líquidos para recuperar las fuerzas.

Amante como era de las virtudes del alcohol y del protagonismo no se mostró reacio a la oferta y fue de los primeros en trincar de una y otra botella, alguna que otra bota e incluso porrón. No tardó con ese equipaje la ocasión de perder el norte y los papeles, que era lo que los satélites esperaban disfrutar antes o después. Y así lo rodeaban, lo empujaban y le reían las gracias o lo incitaban a nuevas para regocijo de todos. Quiso la fortuna que no saliese nadie herido de alguno de aquellos remolinos festivos, pues en el apogeo de la parranda, perdió todas las formas y empuñó la pistola, con afán de hacer blanco en alguien sospechoso de rojerío. Pues entre bromas y veras, muchos se dedicaron a señalarle posibles objetivos.

Fue la presencia del párroco, que acudió al reclamo de la bulla, la que metió a muchos en sus casas e intimidó a otros, pero no a los más enredadores, que siguieron exprimiendo el limón hasta extraerle todo el jugo. Por lo que el revuelo se alargó más de lo que se esperaba y siguió encendiéndose a trompicones, pese a que la broma ya había perdido la gracia.

Por fin, cansados de marear la perdiz, intimidados por el religioso, temeroso de que las cosas se saliesen de madre, o borrachos como cubas, los últimos juguetones le fueron dando de lado, sobre todo cuando advirtieron que tarde o temprano caería de bruces y tendrían que hacerse cargo de su cuerpo, y dar muchas explicaciones. Y así no tardó en quedar solo y perdido por las callejuelas más empinadas, buscando el apoyo de las paredes para no terminar en el suelo que sus pies torpes no encontraban.

Sólo el cura siguió su errar, como ángel de la guarda, pero a distancia, tal vez preocupado por su suerte o con miedo de que cometiese un desatino.

Quiso el destino del que hablaban los griegos, el funesto, que El Pistolas diese con sus huesos en la cárcel, y fue de la siguiente manera.

Reconoció, después de sufrir uno de tantos traspiés al torcer una esquina, la silueta del cuartelillo y, bajo el foco de luz del farol de la puerta, la bandera nacional. Se frotó los ojos con ambos puños, para cerciorarse de que no era espejismo y, medianamente satisfecho de su comprobación, se incorporó como pudo y se dirigió dónde queda dicho, como el escarabajo que persigue el último rayo de sol, arrastrando los pies.

En la entrada no encontró a guardia alguno sino a un chiquillo con un balón en la mano, que a ratos botaba contra el suelo. En el interior, al fondo del pasillo, se oían gritos de dolor.

- Los muy cabrones han empezado sin mi – murmuró, con la boca tan estropajosa que parecía molestarle la lengua dentro.

El joven futbolista no dijo ni mu. Con los ojos como platos y escudado en su balón, observaba con detenimiento a El Pistolas, balanceándose de lado a lado.

El otro se dejó caer como pudo sobre el asiento corrido de la entrada y dio un gran resoplido acompañado de un vómito que le hizo doblarse hasta los pies como una grapadora qué hinca su signo.

El chiquillo salió espantado y se perdió en el interior del inmueble. Un trasiego de mujeres sudorosas entorpecía el acceso al pasillo.

- Seña Bernarda.

- ¿Qué quieres? No te he dicho que te quedes en la puerta - le respondió la otra con muy malos modos, reteniendo un bofetón destinado al intruso.

- Ahí está el de La Política.

- ¿Romerales? Ah, pues muy bien. Que se quede ahí hasta que todo acabe. Entra al cuarto de al lado a ver si Manu está ya mejor.

El muchacho se fue obediente al lugar en el que el guardia reposaba. Estaba acostado sobre un camastro, tenía fiebre y castañeteaba los dientes bajo la colcha. No hacía más que quejarse, emitiendo los lamentos de los que sufren un mal incurable.

- ¿Cómo sigue?

La voz venía del otro cuarto, era de Bernarda.

- Igual – respondió el chico.

- Estos hombres están hechos de horchata. Mira que no tener valor para acompañar a su mujer siquiera tras la puerta.

Y los gritos de la parturienta se recrudecían.

Al ruido, El Pistolas recuperó algo de lucidez. Una alarma se había activado en el interior de su cabeza. Se estremeció del modo que lo hace el que recibe una mortífera descarga eléctrica.

- Estos cabrones han empezado sin mí – repitió, pronunciado cada palabra como si las arrastrase con la lengua desde lo más profundo de la garganta.

Se incorporó como pudo, despacio como un perezoso, sujetándose a lo que alcanzaba más a mano para no terminar en el suelo, con las piernas flojas y la vista ciega, y buscó a tientas la escalera que bajaba al calabozo. En su ruta tropezó con un cubo vacío y una escoba, que no advirtió, y a punto estuvo de rodar y salir volando con aquella tal que una bruja de un cuento de niños, pero mantuvo el equilibrio en el último instante. 

Repuesto del traspiés, aferró enfurecido el mango del útil de limpieza y, en una repentina resolución que tuvo, porque la sangre debió regar de nuevo su cabeza, lo partió en dos de un pisotón. Se hizo así con la mitad y la esgrimió como si fuese una porra.

Armado de tal guisa, fue bajando los escalones, organizando un tremendo estruendo, como si cada uno de los pies le pesase una tonelada o necesitase afianzarlos al suelo, y bamboleándose como si las paredes se lo devolviesen una a otra, en un juego en el que él era la pelota. Cualquiera que hubiese tenido oportunidad de verlo lo habría tomado por un buzo de los de escafandra y zuecos de plomo, fuera de su habitual lugar de trabajo.

José, alerta, que no dormía con el griterío femenino, lo oyó llegar. Puso su atención en el hueco de acceso a la galería y lo terminó viendo asomar, moviéndose igual que un trompo a punto de rodar por el suelo. Temió lo peor.

Romerales no alcanzó a comprender que se acabaron los escalones y siguió avanzando como el que pisa huevos dando palos a la nada, con suerte a la pared, intentando así localizarse en el espacio indefinido que disfrazaban sus perturbados sentidos.

- Cabrones, esto era asunto mío – repetía, farfullando insultos.

El preso guardó un silencio precavido para ver en qué acababa la intempestiva visita. Era consciente de que el de La Política no estaba del todo sereno y eso lo convertía en más peligroso.

Romerales dio un puñetazo al aire y su mano tropezó con las rejas que separaban las celdas del pasillo. El dolor se le hizo insufrible y lanzó un grito infrahumano. A José se le pusieron los pelos de punta ante lo inesperado de la reacción del otro mientras los barrotes protestaban, vibrando un metálico gemido.

- Me la vas a pagar, me la vas a pagar – repetía El Pistolas enloquecido, mientras se doblaba y refugiaba el puño lastimado ahora en el sobaco, después entre las piernas. Apoyó la espalda en el muro, escupiendo maldiciones. Con el otro brazo repartía torpes golpes de ciego, estrellando el palo sobre lo que encontraba a su paso, originando una discordancia perversa mientras lo astillaba.

Ebrio y desmañado, rodó por las paredes como el rodillo que la embadurna de pintura. Buscando alivio donde no lo había.

Conforme salió del abismo del dolor, la idea de resarcimiento se afianzó en su mente y, aunque no acababa de recuperar la razón, su determinación inicial se consolidó en la misma. Ansiaba localizar la celda del sospechoso, para rematar la que consideraba su principal actuación en aquel teatro: darle una paliza, fuese o no culpable de algo.

En esto que en su errante exploración dio por fin con la cerradura de la celda que buscaba y advirtió que no tenía llaves para abrirla. Lo primero que hizo fue golpearla con lo que le quedaba del palo hasta desmenuzarlo, pero como no consiguió lo que pretendía, se buscó la pistola y la empuñó.

La reacción de José al advertir sus intenciones fue agacharse y cubrirse la cabeza con ambas manos, temiendo que el borracho le disparase, pero el propósito de este no era sino usarla como martillo para forzar el cierre de la puerta.

Así estuvo estrellando el mango de la Star hasta perder la poca fuerza que ya le quedaba, de luchar con la cogorza que llevaba a cuestas. Pero consiguió con uno de los golpes que saltase el gozne de la puerta y que esta se abriese, y, al advertirlo le dio un empellón, y se metió dentro.

José se acurrucó en una esquina hecho un ovillo y aguardó a la reacción del otro que, agotado, no hacía sino buscar a tientas dónde agarrarse.

La circunstancia de ver la puerta abierta y el miedo a la amenaza que representaba su agresor, le obligaron a no pensárselo dos veces. José tiró por donde acostumbra el que se siente acorralado, allí por donde ve un hueco. Se levantó de un salto, avanzó inclinado con la cabeza por delante del mismo modo que lo hubiese hecho un Mihura y empujó a Romerales con todas sus fuerzas, buscando la salida.

El de La Política giró de nuevo como una peonza y se estrelló contra los barrotes. La cabeza quedó encajada entre dos de aquellos y perdió el escaso conocimiento que le quedaba. Se fue deslizando poco a poco entre tales rieles y finalmente se derrumbó como un pesado saco. Quedó sentado en el suelo en una postura ridícula, como un oso de feria después del baile, pero durmiendo la mona.

José, ufano de su huida, subió precipitadamente las escaleras en busca de la libertad, pero cuando fue consciente de lo que hacía se retuvo. Recapacitó. Empezó a temer por las consecuencias de lo acontecido. Se quedó plantado en un escalón e intentó ordenar sus pensamientos. Al fondo del piso superior arreciaban los gritos de dolor de la madre en ciernes y los de aliento de las mujeres que la acompañaban. 

Tras meditarlo, el prófugo llegó a la conclusión de que todo había acabado para él. Debía tirar al monte y unirse a la partida del maquis. El pastor le ayudaría. Pero primero debía pasar por su casa y avisar a Rosario, despedirse de los chicos.

Se levantó y volvió a la celda. Romerales dormía profundamente, roncaba como la sierra que corta el tronco.

José lo registró. Salvo tabaco, una navajilla, varias pesetas y la documentación que acreditaba su condición poco más tenía en los bolsillos. Dedicó un rato a hurgar en su cartera. El carné, unos décimos de lotería y la foto de una anciana, tal vez su madre. Después volvió a dejar todo en su sitio. Sintió un escalofrío cuando advirtió la empuñadura de la pistola, descubriéndose a sus ojos con provocación. Una idea sacudió su mente. Como el otro no reaccionaba tomó el arma con determinación y la acomodó en su cinturón como pudo. Se levantó. Le dedicó otra mirada al verdugo y a continuación le arreó dos patadas en el riñón.

- Así te pudras - murmuró.

El Pistolas ni se inmutó, aunque emitió un gruñido de cochino. Al instante roncaba como un bendito.

José subió de nuevo la escalera de puntillas y salió al zaguán. Se llevó una enorme sorpresa al encontrar allí al chico de Bartolo, jugando con una pelota y la pared, que se la devolvía.

- Hola.

- Hola.

Se miraron uno a otro.

- Me ha dicho Romerales que vaya a buscar a tu padre.

- Ah.

- Y que no lo moleste nadie que va a dormir un rato.

- Vale – respondió el niño, retomando su distracción.

Sin otra objeción que añadir, aprovechado la indiferencia del guardameta, José se puso en la calle y, evitando las pocas luces que en ella había, se encaminó hacia su hogar, sin conocer cómo estaban por allí las cosas.