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miércoles, 20 de noviembre de 2024

Un viejo profesor de dibujo, comunista

Tuve un viejo profesor, allá cuando estudiaba 1º de bachillerato que se definía como comunista, y no era un tipo al uso. Era un señor de traje y corbata, silencioso y que en ocasiones perdía los nervios y nos mandaba callar. Entonces nos llamaba anarquistas, que sonaba muy feo, y poco más. Yo lo engañaba con mis comics y, aunque malos, debieron de gustarle porque al final me puso matrícula, que se ve que por aquel entonces podía hacerse incluso en primero. También nos confesó una tarde que se había dedicado parte de su vida al dibujo animado. De este dibujante no recuerdo el nombre, es posible que aparezca su firma en mi librito de calificaciones, ese que me abrieron en el Poetas, de Madrid. En aquel claustro del 80 había gente de todas las ideologías, pero mucha que se definía de izquierdas y militaba en algún sindicato, e incluso en partidos de orientación comunista, más allá del PCE, resultaba inimaginable hacer lo contrario. El profesor de dibujo no se parecía a ninguno de estos últimos ni el el vestir. Fue entonces cuando empecé a comprender que se trataba de una especie de dinosaurio en extinción, un tipo sacado de una novela decimonónica de corte socialista, un comunista del otro lado del muro, uno de los últimos representantes de una izquierda racional trasnochada. Creo que no tardó muchos años en jubilarse, quizás ese mismo curso. Por su culpa me decidí a estudiar diseño. Pero por otras circunstancias no pude hacerlo, el destino me tenía reservado perderme por los laberintos de Córdoba. Sin embargo, aún recuerdo sus correcciones.


martes, 19 de noviembre de 2024

La alegría de las bolas del dragón

 40 años hace de Dragón Ball que para algunos, los de mi quinta al menos, fue un volver a empezar, recuperar la ilusión perdida, cuando de la tele borraron Mazinger Z y nos arrebataron parte de la infancia, la más robótica. Lo que nos llegó primero de las bolas fue la serie de TV, y ya nos enganchamos, por su sentido del humor, erotismo y grandes aventuras. Más tarde vinieron los comics, llamados manga. La alegría nos duró poco porque ya entonces la progresía la emprendió con Goku y sus secuaces, y de este modo incluso en la universidad se censuraba su "extremada crueldad" y se tachaba de perniciosa para los infantes. No faltó la consabida campaña contra el manga: "la violencia del dragón", escribió algún pirado en la prensa más izquierdista, ni te cuento en algunas tertulias televisivas. No hicimos ni caso, incluso nos atrevíamos a organizar charlas, exposiciones y jornadas sobre nuestros pintorescos héroes, para escándalo de algún catedrático. Ahora reunimos en casa las viejas ediciones y las nuevas, es una singular enfermedad la del fetichismo, de la que uno no pretende curarse. Creo que al hilo de la entrada voy a calzarme unas zapatillas, de esas sencillas de suela plana, haré unas cabriolas y lanzaré y una honda vital, imaginado que va contra tanto moralista, más que nada por hacerme la ilusión de luchar contra las normas, por fastidiar a los pijos de izquierdas, que se hacen viejunos.


domingo, 17 de noviembre de 2024

Oro nazi. Capítulo 18. El preciado objeto.



Las dos mujeres se habían acomodado en el sofá del salón. Rosa estaba muy nerviosa y madame Dumont la arropaba con sus brazos.

- No te asustes, mujer, tranquilízate.

- No puedo. Son demasiadas cosas.

- Cuando regrese tu marido verás todo de otra manera.

Rosa se mordió el labio con la observación de la belga sobre su compañero. Decidió que era el momento de poner las cartas boca arriba.

- No volverá. Está preso.

- ¿José? ¿Cómo puede ser eso?

- Estamos metidos en un lío.

Apareció Monsieur Dumont que, al encontrar a las mujeres como queda dicho, preguntó por la causa. Camile le puso en antecedentes del suceso. El marido escuchó con atención el relato y esbozó una amplia sonrisa.

- Ne vous inquiétez pas. Nosotros le haremos compañía, Rosa – contestó en un torpe castellano que sorprendió a los de la casa pues creían que no entendía palabra, y eran incapaces de asimilar que chapurrease el idioma como acababa de demostrar.

- Nosotros también te protegeremos, mama – dijo Pablo muy serio para no perder el protagonismo de hombre de la casa que tantas veces le habían recordado para cumplir con alguna obligación.

- Y si hace falta, sacamos la pistola - anunció Lucía, con un desparpajo que, si bien dejó a los adultos sin palabras nada más escucharla, provocó a continuación entre estos una incontenible hilaridad.

- ¿Qué dices? – preguntó Rosa, entre sorprendida y divertida por la respuesta.

- ¡Qué niña más graciosa! – exclamó Camile sin poder contener una carcajada que respaldó Maurice con otra más ruidosa si cabe.

Daniel y Cecille también preguntaron a su madre la causa de sus risas. Cuando esta se lo aclaró, se miraron cara a cara y no pudieron evitar añadir el dato que conocían. El rostro de Camile palideció ante la revelación, expresión que no pasó desapercibida a Rosa.

- ¿Sucede algo?

Durante unos instantes nadie abrió la boca, pero el matrimonio belga tenía los ojos puestos en Pablo. Por fin, Camile rasgó el embarazoso silencio con una dulce voz de circunstancias.

- Estos niños… Son muy imaginativos. Fíjate, acaban de decirme que tu hijo esconde una pistola.

- La del señor Helmut, Pablo era su secretario – remató Lucia muy petulante para asombro de su madre y el matrimonio.

De entrada, Rosa quedó paralizada, pero de inmediato se levantó del sillón en el que descansaba, se descalzó y la emprendió a zapatillazos con el hijo que, cubriéndose como podía con ambos brazos, emprendió la huida.

Camile se incorporó y la detuvo como pudo, para evitar el maltrato del pequeño. Rosa se vino abajo y de nuevo se abrazó impotente a la otra.

- Estos hijos… Me van a matar a disgustos – sollozó.

La belga la consolaba y su marido, Maurice, sin pensarlo dos veces, corrió en busca de Pablo.

- Ahora, lo entiendo todo. Ese hombre viene buscando la pistola. Y nosotros, sin saberlo, hemos corrido un gran peligro – balbuceaba entre hipidos -. Tengo que avisar a la Guardia Civil ahora mismo.

- Pero mujer, tranquila. Son cosas de niños, fantasías. No te precipites. Esto tenemos que aclararlo con tranquilidad. Ya verás como todo es un juego.

- Que no, mama, que es verdad. Que la tiene escondida en el cachuchín del corral – confirmaba Lucia muy seria.

Alertada por la salida de la hija, Rosa quiso salir de la duda. Camile, arrastrada por la curiosidad y divertida por averiguar el fin de lo que consideraba una ocurrencia, se sumó a la pesquisa. Salieron todos al corral donde hallaron a Maurice, sujetando por un brazo al chico, sin perder la sonrisa.

- Vamos a aclarar esto inmediatamente – rugió su madre.

El otro, compungido, no dijo ni mu. Obediente se dejó conducir escoltado por el resto a donde señalaba la hermana.

Cuando llegaron al hueco que formaban los enseres acumulados sobre la pared el pequeño, cabizbajo, se introdujo y no tardó en regresar a la luz armado, para susto de los adultos. Sobre ambas manos, igual que si fuese una ofrenda a la patrona, presentaba el preciado objeto que los mayores no terminaban de creer.

Su madre no se atrevió a tomar la pistola que el hijo le ofrecía. Se hizo con ella Maurice que la contempló atónito. Después se la pasó a su esposa, que la observó con mucha atención y la empuño con mano experta. Rosa rumiaba en silencio el descubrimiento, sin reaccionar, temerosa de las repercusiones de tal hallazgo.

Tomó la iniciativa el belga y sin mediar palabra se dirigió a la inesperada galería y empezó a remover todos los enseres que obstaculizaban el paso, hasta dejar libre la pared vedada hasta ese instante, destapando el paso que utilizó el niño. Después de mucho escarbar y cubrirse de polvo, alcanzó algo que extrajo de la esquina del fondo del cuarto. Era un pequeño maletín negro. Conseguido el mismo, lo levantó con una mano para que todos pudiesen verlo y sonrió triunfante de oreja a oreja.

Desde ese instante entre el hombre y su mujer se produjo un largo diálogo en francés que ni Rosa ni sus hijos entendieron.

- ¿Qué sucede? – preguntó angustiada.

Sin soltar la pistola, Camile se dirigió a ella.

- Nada. Quizás este sea el motivo de las visitas de ese hombre que me contaste. Maurice se va a encargar de llevar este maletín a la policía. No te preocupes.

- Pero yo soy el secretario – protestó Pablo.

Su madre le arreó sin dudar un sopapo.

- ¿No te das cuenta del compromiso en el que nos has metido y todos los problemas que has originado? Cuando vuelva tu padre te vas a enterar.

Mientras ella regañaba al crío, Maurice registraba el interior del maletín y sacaba una carpeta. La abrió y puso toda su atención en unos documentos. Después retomó la conversación con su esposa.

Rosa percibió cierta euforia en su comunicación, por las exclamaciones y gestos que hacían, parecían celebrar algo, y tuvo un mal presentimiento.

Esperaba alguna explicación, pero no se la facilitaron. Maurice devolvió todos los documentos que halló al interior del maletín. Camile, sin embargo, no le devolvió la pistola.

Rosa quedó algo perpleja al ver que el hombre se marchaba sin mediar palabra. La belga advirtió su confusión.

- No te preocupes, va a la policía.

- Bien, pero…, ¿y la pistola? – balbuceo.

- Oh. ¡Qué tonta! Voy a dársela.

Salió tras su marido, pero sin darse mucha prisa. Rosa permaneció con los niños, que ya se entretenían en otras actividades más divertidas, carreras y saltos. Camile no tardó en regresar. Se oyó desde donde estaban el ruido del motor del coche alejarse.

- ¿Qué había dentro? – le preguntó Rosa nada más tenerla a su lado.

- ¿Cómo?

- Dentro del maletín.

- Ah, no sé. Papeles. Supongo que serían documentos personales. No le des más importancia.

Rosa no quedó muy convencida, pero Camile supo maniobrar con facilidad.

- Es mejor pensar en otra cosa ahora, pronto estará en manos de la Guardia Civil. Todo se aclarará y ese hombre no volverá a molestarte. ¿Sigues pensando en lo de marcharte de este pueblo y establecerte en Bélgica, o en Francia? Yo podría ayudarte. Una mujer joven como tú no tendía serias dificultades para encontrar un empleo de sirvienta en la casa de una familia rica. Tendrías un buen sueldo. Imagínate: trabajar en París o poder llevar a tus hijos a un buen colegio. Seguro que tu marido tendría una ocupación decente en alguna fábrica de automóviles.

Las palabras mágicas surtieron su efecto y la anfitriona se olvidó del suceso. La esperada oferta la llenó de entusiasmo. Creyó encontrar en aquel matrimonio la solución a muchos de sus problemas.

- Vamos a hablar de todo eso. Habrá que organizar vuestro traslado. Será fantástico. Podríais acomodaros en nuestra casa por un tiempo, hasta encontrar una ocupación. En Bruselas vivirás como una reina.

Con su alegre parloteo y vagas promesas la fue sometiendo a su voluntad.

sábado, 16 de noviembre de 2024

En tiempos de Maricastaña

Por estas fechas era cuando siendo niño nos poníamos ciegos de castañas asadas a la luz y el calor de la lumbre. Una experiencia inolvidable que me condujo a la conclusión de que el infierno no debía de ser tan malo como contaban. El rito se celebraba junto a la chimenea y no se encendía ni una bombilla porque con las llamas teníamos suficiente para reconocernos y saber dónde poníamos las manos. Un kilo o dos de castañas era el menú más codiciado cuando el sol se había retirado del todo y cargabas con el frío a hombros. Se partían una a una y se acomodaban entre las brasas, hasta que se abrían del todo y se ponían blandas. En ocasiones, por descuido o deseo de hacer una gracia, se colaba una entera y estallaba al rato, interrumpiendo la distracción propia del que pela, masca y traga, pero generando sorpresa primero y risas después entre la concurrencia, aviso también para los glotones. Cogerlas, por hambre que tuvieses, era peligroso y había que servirse de unas tenazas o de una paleta del brasero para retirarlas del hogar. Y en el borde se quedaban, igual que futbolistas en el banquillo, hasta perder el brillo que las había animado y se volvían cenicientas. Tomabas una, dos si eras hábil y discreto. Con mucho tiento y paciencia la pelabas al ritmo de soplos, sobre ella y los dedos, y después te la llevabas a la boca y se te antojaba un bollo dulce. Cuando se acababan sobrevenía un vacío muy grande, algo así como si se hubiese escapado el alma a la gloria. Claro que sigue habiendo castañas en la tienda, pero con el microondas no estás ni en el cielo ni el infierno, sólo en este desteñido mundo.

jueves, 14 de noviembre de 2024

Oro nazi. Capítulo 17. Testimonio y negocios.



(El personaje es imaginario, el testimonio real).

 

Antonio, tras un prudente intervalo propicio al reposo, visitó al preso. El otro estaba fatigado, pero sosegado, mirando al oscuro infinito. El suboficial le ofreció un cigarro americano que aceptó con gratitud. Al darle lumbre, el rostro de José denunció el maltrato recibido

- ¿Cómo estás?

- Bien, mi sargento. ¿Durará mucho?

El Catalán chasqueó la lengua con disgusto.

- No lo sé. Este asunto se va complicando poco a poco. Hay muchos cabos sueltos.

- Yo no puedo decir más.

- Ya. Te creo. Pero ese imbécil de Romerales tiene varias cosas en la cabeza. Aunque su misión sea otra, trae su obsesión por ajustar cuentas.

- ¿Y tiene que hacerlo conmigo? – interrogó José, con el rostro rayado por la sombra de los barrotes del ventanuco que daba a la calle.

- Contigo y con quien haga falta. En tu caso, te precede el expediente. Sigues siendo un sospechoso, pese a la sentencia favorable. Hay gente que no perdona ni un tropiezo.

José hizo un gesto de rabia e impotencia, llevándose los puños a la boca para mordérselos, a riesgo de quemarse las cejas con la ascua del cigarrillo.

- ¿Cuántas veces voy a tener que explicarlo? Yo no tengo nada que ver con aquel desastre. ¿Sabe usted lo que llevo sufriendo desde entonces? Rara es la noche que no me despierto bañado en sudor reviviendo la escena.

Antonio lo escuchaba con atención. No era la primera oportunidad que tenía de ver a José así, ni sería la última que escucharía aquella historia. No tenía intención de hacerle callar puesto que había roto a contarla. Podría haberlo hecho con aquella excusa, pero prefería oírla de nuevo. Experimentaba un placer morboso en aquel cúmulo de dramáticos sucesos. Gozaba como el niño que oye y atiende la exposición una y mil veces del mismo cuento.

- Yo no hacía más que cumplir órdenes. Lo he repetido hasta la saciedad y además no disparé. La orden la ejecutó la batería de arriba.

- Tranquilo, tranquilo – murmuró Antonio, reposando su brazo sobre el hombro del cautivo.

- Vimos venir el barco. Cada vez estaba más cerca de la costa. Lo hacía despacio, iba cargado de soldados. Estaban alegres, se les oía perfectamente cantar. Los de la batería de abajo, la que había más próxima a la costa, no abrieron fuego. Lo dejaron pasar. Mi compañero y yo, que estábamos a cargo de la segunda, no supimos qué hacer. Nadie nos transmitió una orden y decidimos no disparar. El buque siguió avanzando. Todo seguía en calma. Pero entonces oímos un crujido ensordecedor sobre nuestras cabezas. Un proyectil cruzó el aire como un meteoro e impactó en la popa de la nave. El disparo se había producido desde uno de los tres cañones de la posición que había en el cerro más alto.  El barco se hundió en un periquete, fue visto y no visto. Los hombres que iban en él se lanzaban al agua desesperados, muchos no sabían nadar y se ahogaban. Nadie de la costa acudió a ayudarles. Nosotros nos debatimos entre permanecer en nuestro puesto o socorrer a los supervivientes. Vimos perecer a la mayoría entre inútiles gritos de socorro y terror. Ahora mismo parece que los oigo en mi cabeza. Fuimos incapaces de movernos de nuestro puesto por miedo al castigo de nuestros superiores. No queríamos que nos tomasen por desertores. Me enteré después de que se dio orden de no rescatar a nadie. Menos mal que actuamos con prudencia.

José hizo una pausa. Temblaba. Se llevó el cigarrillo a la boca y le dio una larga chupada antes de proseguir.

- Luego aparecieron los comunistas, ¿sabe? Eran gente con muy mala leche. Venían cuatro o cinco, apuntándonos con sus fusiles. Nos preguntaron enfurecidos que por qué no habíamos disparado. Temí por mi vida. Les dije que nadie nos había dicho que lo hiciéramos. Al final, después de amenazarnos, se fueron por donde habían venido. Allí nos quedamos hasta que el pelotón bajó a reemplazarnos. Después, en cuestión de horas, vino el caos y el desorden. Los mandos desaparecieron. Nosotros, los soldados, éramos gente de reemplazo, cumplíamos el servicio militar, no sabíamos qué hacer. No pensamos en huir. Aguardamos, esperamos en nuestro puesto la orden de un superior. Después aparecieron los nacionales. Nosotros nos limitamos a formar en el patio y esperar. Un oficial nos ordenó ponernos firmes y lo hicimos a una. En ese momento comprendí que la guerra había terminado. Nos llevaron en un camión a Murcia y nos concentraron con otros en un mercado de abastos. No había oficiales ni milicianos, sólo hombres sucios, todos habían perdido las insignias y aquello que pudiese delatar su graduación. Después vinieron los juicios y los fusilamientos. Yo pude salir de allí… ¿Me puede dar un vaso de agua, mi sargento?

Antonio despertó del embrujo. Se apartó y regresó poco después con un botijo.

- Gracias.

- ¿Por qué no desobedeciste? Podías haber rescatado a alguno de aquellos desgraciados.

- Mi sargento… Le juro que quise hacerlo, pero fui cobarde. Tenía miedo a la muerte. En la guerra, digan lo que digan, todos eran enemigos, los tuyos y los de más allá. Cualquiera tenía una excusa para matarte. ¿Lo hubiese hecho usted?

El Catalán se cruzó de brazos. No contestó.

- Usted es un militar, pero yo no era más que un muchacho que sacaron de su pueblo para ganar una guerra.

Dio otro trago al botijo.

- Y ahora estoy envuelto en otra historia que no me corresponde. ¿Qué tengo que ver con ese tío, el Helmut? Que se ha muerto en mi casa, bien. ¿Y qué? Podía haberlo hecho en la plaza, a la vista de todo el mundo – protestó -. ¡Maldita sea mi casta!

Antonio se acomodó en el silencio, enajenado, y dejó solo a José con su inquietud. Volvió a su despacho y avisó a Bartolo, al que vio al otro lado de la ventana, haciendo guardia en la garita de la entrada. Este acudió de inmediato a la orden.

- ¿Qué sabes del bizco? – inquirió el sargento.

- Nada. Pero en el pueblo hay gente que dará el aviso si aparece.

- Otra cosa. ¿Hay tarea esta noche?

- Está el asunto muy parado. Con el jaleo este del alemán y El Pistolas no se atreven a salir. Eso me han dicho – respondió el subordinado.

- Igual quieren que nos lo creamos.

- Pues también es verdad, mi sargento.

- Vamos que tener que vigilar esta noche la gruta de La Virgen, aunque le joda al cura, no sea que les dé por dejar un fardo allí. No sería la primera vez. Pero no me fio de Romerales, es capaz de aprovechar nuestra ausencia para visitar al preso.

- La mejor manera de no perderle de vista es que se venga con nosotros, así hará bulto, jefe – comentó Bartolo.

El sargento meditó la objeción. No le pareció una idea descabellada y para suerte de Bartolo no cayó en la cuenta del inapropiado término utilizado para referirse a su persona.

- Vete a ver por dónde anda y te lo traes, aunque sea de los cojones – ordenó con resignación -. Igual nos sirve para algo, como dices, … y se lleva un tiro.


martes, 12 de noviembre de 2024

Volar como un niño

Igual lo he contado antes, pero es posible que no. Cuando era niño y vivía en Madrid me llevó mi padre al teatro y me tocó una cometa de Palín Palote. Se ve que la obra, cuyo nombre no recuerdo, la patrocinaba la marca de caramelos. La representación se interrumpía y sorteaban cosas. El monigote del logo, un joven disfrazado del mismo, me la entregó en mano después de cantar mi número. Subí muy asustado al escenario a recogerla. Tenía una cuerda muy larga, de unos 20 metros y muchas veces la hice volar tan alto. Con el tiempo se fue deteriorando y por último se convirtió en un trasto inútil. Sin embargo, todavía la recuerdo con entusiasmo, miro al cielo y creo estar viéndola volar. Creo que con ella se fue mi alma de niño. Espero que no anden muy lejos las dos.


domingo, 10 de noviembre de 2024

Charles Dickens charló con el verdugo Sansón

En uno de esos artículos que Pío Baroja escribió durante su corto exilio al diario argentino La Nación se ocupó de la figura del verdugo, ese funcionario tantas veces retratado en novelas y películas, por no hablar también de tebeos. ¿Quién no recuerda el de Berlanga? Relata Pío en el texto mentado la pasión de algunos viajeros ingleses por conocer personalmente al más famoso de todos, el francés Sansón, aquel que hizo caer la guillotina sobre el cuello de nobles, clérigos e incluso revolucionarios franceses, (se entiende que cuando se había retirado de tan funesta profesión). Tratado como atracción turística, respondía a todas las preguntas y pormenores que los viajeros le hacían, e incluso atendía con paciencia a aquellas jovencitas que le suplicaban representar con ellas como víctima el ritual previo al cumplimiento de la sentencia. Y es que siempre ha habido curiosos y gente para todos los gustos. Sospecho que uno de aquellos impertinentes ingleses debió de ser el mismísimo Charles Dickens, para documentarse, puesto que dedicó a Sansón algunos párrafos en su novela Historia de dos ciudades. Es probable que tomasen un té juntos, o una copa de vino francés.


sábado, 9 de noviembre de 2024

Cansinos Assens en el 44

Lleva mes y medio a la venta, poco más o menos, un nuevo diario de posguerra de Rafael Cansinos Assens. No deja de ser interesante conocer el Madrid literario del 44, también el político. El tomo del 43 supo a poco. Para los que somos seguidores del sevillano nos faltan los relativos a la guerra, que se están haciendo de rogar. Cuentan en la fundación que hay significativos problemas para sacarlos a la luz. El escritor, por precaución, escribió aquellos en un lenguaje críptico y ahora no hay quien pueda traducirlos. Es posible que así sea, pero también suena a leyenda leonardesca. Gómez Carrillo sostenía que para hacer carrera en la literatura era conveniente forjar una leyenda con uno mismo como protagonista. De ahí la suya con Mata Hari. Tal vez Cansinos precise de una, aunque ya se la dio Borges como maestre de la metáfora, pero quizás no sea suficiente. Igual es que cuando escribió lo que vivió, más de uno, hoy en los altares, salió mal parado y no son tiempos para hacer enemigos. También puede ser que mantenernos en ascuas sea una buena técnica comercial. Concluyendo, ansiamos leer este y aquellos, cuando las circunstancias, el espacio y el monedero lo permitan.


Oro nazi. Capítulo 16. Indagaciones.



Antonio vio cómo se alejaban las mujeres y regresó al cuartel. La Bernarda le esperaba con la mesa puesta.

- Te lo vas a comer helado.

- Mejor. Hace mucho calor.

Se distrajo un rato en el despacho, comprobando las fichas de los turistas que quedaban en el pueblo, hasta dar con la matrícula de los belgas. Después hizo una llamada.

- ¿Vas a venir o no? – insistió la mujer desde el comedor.

- Sí, si – dijo, mientras colgaba el teléfono.

No muy lejos de allí, Romerales, daba cuenta de un par de cervecitas frías y unos alcaparrones saladitos en un local al uso. Mascaba con fruición y escuchaba como podía las noticias de la radio, pues los parroquianos con su charla le impedían hacerlo mejor. Había dejado de ser el centro de atención y pocos eran los que permanecían atentos a sus evoluciones, y si lo hacían era para burlarse de él sin que lo notase.

Tras haber apurado la última caña, le entró gana de fumar un cigarro y se echó mano al bolsillo. De allí sacó el paquete que había encontrado en el callejón, junto al portón donde estuvo detenida la DKV. Lo miró con atención y después de un análisis banal, se encogió de hombros. Rasgó el celofán, abrió la caja, sacó uno y se lo llevó a la boca. Tras encenderlo le dio una buena calada, como si le faltase el aire, que lo dejó en la mitad. Después soltó una enorme bocanada de humo, que flotó fantasmagórica sobre las cabezas de los allí reunidos.

Al pronto no se coscó del suceso, pero al empezar a escuchar las voces de la radio con total claridad, advirtió que todos los presentes habían enmudecido y le observaban.

A Romerales le entró el canguelo, porque no entendía qué estaba pasando. Para recuperar la seguridad se llevó la mano a la pipa.

Poco a poco la normalidad retornó al antro. Las voces surgieron tenues, apenas susurros, después recobraron su timbre habitual.

El Pistolas meditó al respecto. Al ver el paquete de tabaco sobre la mesa, comprendió el fenómeno. Para los vecinos significaba algo importante. Con disimulo volvió a guardárselo. Se levantó, fue a la barra y pagó religiosamente su consumición. Retornó a la calle, pateándola con energía. Al llegar a la plaza vio con el rabillo del ojo a Bartolo, que entraba en el cuartelillo. Se detuvo un buen rato a ver si aquél salía de nuevo. Pero fue el sargento el que lo hizo.

Se rascó la cabeza. Dudó si seguir al oficial o aguardar. Pero entonces tuvo una inspiración. Miró a un lado y otro de la plaza, hasta que halló a un chico que llevaba un botijo. Ni corto ni perezoso se acercó a él.

- Oye. ¿Dónde vive José, el de Sabiote?

El muchacho, que sabía que el que le hablaba era el de La Social, le indicó el cerro.

- Arriba, a la entrada del pueblo. La casa grande aquella que se ve allí – explicó señalando la descrita.

Se apartó el del agua y Romerales decidió ascender la cuesta, pese a lo que castigaba el sol. En su mente se consolidaba la idea de darle un nuevo rumbo a la investigación, distinta a la empleada hasta el momento. Llegó a la conclusión de que era oportuno indagar en el asunto con la inapreciable ayuda de los familiares del sospechoso. Estaba claro que el sargento no pensaba colaborar y no era cuestión de evitar la ocasión que se le presentaba, ni retrasarla.

En esas cavilaciones andaba hasta que, sin darse cuenta, se puso en lo alto del corte de la depresión que amparaba el pueblo.

Arribó a la casa y la rodeó, igual que si fuese un curioso, hasta dar con la tapia del corral. La fue recorriendo despacio, valorando su altura y factura. Pero sus cálculos fueron innecesarios, pronto halló un ángulo en ruinas que se podía salvar con facilidad. Desde  la mella contemplaba sin dificultad la parte de atrás del inmueble, las cuadras y otras construcciones anexas. También advirtió la presencia de los niños. Pablo y Lucia se entretenían en juegos inocentes.

- Hola – exclamó, para llamar su atención. 

Los niños reaccionaron al momento a la voz del otro, movidos por la curiosidad y la despreocupación ante un extraño que imaginaron un nuevo cliente. Un perro negro comido de moscas, atado a un pilar se levantó del suelo, bostezó y se puso a ladrar con poco convencimiento.

- ¿Está vuestra madre? - preguntó Romerales, mientras se subía con cierta precaución al remate del murete arruinado, desde el que imaginó poder dominar la situación.

- Ha bajado al cuartelillo – dijo Pablo sin rodeos.

- Vaya. Quería hablar con ella.

- No tardará – explicó la niña.

- ¿Tenéis chambres libres?

- Claro – respondió Pablo.

Los niños lo miraban con atención y el de La Social barruntó el modo de ganarse su confianza.

- ¿Cómo se llama el perro?

- Trotsky – contestó la niña.

Romerales hizo una mueca.

- ¿Muerde?

- Es muy bueno.

- ¿A qué jugáis? – les preguntó, por mantener el diálogo.

- Estamos cazando una lagartija – explicó Pablo.

- Ya tenemos su cola – añadió triunfal la niña, con aquella agitándose en la palma de su mano.

- Muy bien. Sois buenos cazadores, por lo que veo.

- Mi hermano tira muy bien con el tirachinas.

- No me digas. A ver, tira que te vea.

Pablo, sin dudar, echó mano de su rudimentaria arma, que la llevaba siempre enganchada en una de las pocas trabillas del pantalón que vestía. Montó una pequeña piedra en el pedazo de cuero donde se unían las dos gomas de la horquilla. Apuntó y tras tensarlas, lanzó el proyectil a toda velocidad contra una lata oxidada que salió disparada, acompañada del ruido característico.

- ¡Ole! – celebró Romerales, alzando los brazos. Lo que permitió, sin intención, que los niños tuviesen a la vista por un instante su arma reglamentaria.

- ¿Es usted alemán? – preguntó Pablo de sopetón.

- ¿Yo? ¿Por qué lo dices? – preguntó Romerales intuyendo que pisaba tierra firme.

- Es por la pistola. Un alemán siempre lleva una – explicó Lucía muy suficiente.

- ¿Sí? ¿Habéis visto muchos alemanes?

- Sólo al señor Helmut, pero tenía pistola. Se murió en casa.

- No me digas -, exclamó Romerales -. ¿Qué le pasó?

- Se despertó muerto.

El de La Social dedujo que ocasiones como la que tenía delante sólo se presentan una vez en la vida.

- ¿Me podrá alquilar vuestra madre una habitación?

- Seguro – afirmó Pablo poniendo una nueva china entre las bandas de goma mientas buscaba un nuevo objetivo.

Romerales sonrió a medias.

- ¿Dónde vas a tirar ahora?

- Al sol – dijo el niño y lanzó una piedra a lo alto, que, tras describir una veloz parábola no tardó en caer del cielo y rozar a El Pistolas, que la esquivó como pudo sin perder el difícil equilibrio que mantenía.

Al ruido de los ladridos, la lata y la conversación, acudieron los pequeños belgas, sin su padre, en desacuerdo con la obligada siesta y deseosos de conocer la novedad y sumarse al juego. Romerales torció el gesto por la expectación generada. Los recién llegados, ignorantes del prólogo y el idioma, al ver a Pablo tirando piedras al aire y a un señor subido a la valla esquivándolas, interpretaron que el juego consistía en tirar a darle. Y no tardaron en hacerse con cantos que arrojar al invasor.

El de La Social vaciló antes de caer al lado de fuera, perseguido por los proyectiles, en el preciso instante en el que las dos mujeres entraban en el corral alertadas por el jolgorio de los chiquillos.

- ¿Qué sucede? - preguntó Rosa.

- Ha venido un alemán, como el señor Helmut – explicó Lucía.

- Quería una habitación – apuntó Pablo.

A la madre se le descompuso el rostro, pues imaginó que se trataba del intruso que merodeaba por los alrededores.

Camile preguntó a los suyos y estos le dieron las explicaciones que estimaron oportunas.

Al otro lado, Romerales se levantó como pudo y salió por piernas, cojeando, magullado y cubierto de polvo. Maldiciendo una y otra vez a los críos.

Rosa, atemorizada se amparó en la que consideraba su nueva amiga y confidente. Se fundieron en un abrazo.

- Es un hombre que me tiene aterrorizada - susurró.

- ¿Qué dices? ¿Por qué no llamas a la policía?

- Ya lo hice, pero no ha servido de nada. Ya lo ves – sollozó.

- Tranquilízate. Con nosotras y mi marido en la casa no se atreverá a entrar de nuevo – le dijo, al tiempo que la abrazaba.

viernes, 8 de noviembre de 2024

Valerosas milicianas

Fueron dos hermanas, de apellido linajudo, las que se hicieron señalar en Úbeda, durante la guerra, por su profundo antifascismo. Eran las primeras en las manifestaciones, las que más voces daban, levantaban antes el puño y agitaban la bandera roja con más vigor. Recorrían las calles y señalaban a los facciosos, los acompañaban al tribunal popular y después al paredón. Eran respetadas y temidas.
El día que se anunció la derrota de la República, ya de madrugada, también fueron las primeras en salir a la calle a celebrar el triunfo de Franco. Enarbolando la bandera nacional, vocearon la victoria y aclamaron al caudillo. Se destaparon así como quintacolumnistas, que a lo mejor lo fueron, vaya usted a saber. A otros los mataron después por tonterías. Cosas de los pueblos.