Romerales se despertó con un insoportable dolor de cabeza. Necesitó varios minutos para comprender dónde se encontraba. Era la primera vez que veía el dormitorio. Las fotografías que había en la mesita de noche le facilitaron una pista.
Se levantó poco a poco, renqueando. Y se dirigió al espejo de la puerta del armario, un armatoste oscuro. Allí pudo advertir su mala estampa. Estaba hecho una ruina. Nadie daría un céntimo por el sujeto que tenía delante.
Salió del embrujo de su propia facha y recorrió con la mirada la estancia. La cabeza comenzó a darle órdenes.
A un lado había un lavabo portátil de forja. Tomó la jarra de la balda inferior y llenó de agua la palangana. Se miró a los ojos, los tenía enrojecidos. Se lavó la cara varias veces hasta que recuperó por completo la razón. Advirtió que necesitaba un buen afeitado. A un lado halló jabón, una brocha y una navaja. Silbando muy bajito el Trágala rasuró cuidadosamente su jeta, llevando el ritmo con la hoja afilada, como si decapitase nobles.
Después de aclararse se secó con una oportuna toalla situada a mano, y con la ayuda de un peine se ordenó los pelos de la cabeza y del bigote, recreándose en la meticulosidad del ejercicio.
Más despierto, cuando se reconoció como gustaba de verse, examinó de nuevo el entorno y reflexionó sobre su presencia en aquel dormitorio. No recordaba cómo había terminado allí. Por más que esforzaba su cerebro no consiguió sino una respuesta dolorosa, una protesta, de lo más profundo de aquel.
Sobre la cómoda encontró su traje. La camisa estaba lavada y planchada. Había dormido en ropa interior.
Tomó las prendas de vestir y volvió al espejo. Muy parsimonioso recompuso su estampa. Se fue abrochando los botones de la camisa con lentitud, mientras intentaba recordar los sucesos de la jornada anterior. Después se empleó con el nudo de la corbata, que ajustó con fuerza al cuello, como si imaginase estar ahogando a alguien.
Tomó y golpeó con energía sus pantalones, para librarlos del polvo que él imaginaba y no existía. Alguien se había encargado de cepillarlo, como el resto del traje. Confundido se puso la chaqueta y, del todo aderezado, se contempló de nuevo tal que un Narciso. Estimó que era el momento de enfrentarse de nuevo con el mundo.
Pero entonces advirtió que le faltaba algo. La sobaquera estaba huérfana. ¿Dónde estaba su pistola?
Abrió la puerta del cuarto de un tirón y se encontró al chico de la pelota en el pasillo, jugando a su juego favorito.
- Buenos días, Romerales.
- Muy buenos – respondió algo perplejo.
Por el pasillo venía Manu con un bebé en brazos.
- Ha sido niña – dijo muy sonriente mientras se la mostraba.
El de La Política no entendía nada.
- Enhorabuena – respondió, por seguir la corriente al otro.
Confundido se dirigió al chico.
- ¿Tienes por ahí tabaco?
- Claro. Yo sé dónde lo guarda mi padre.
Asomó Bernarda.
- Buenos días. Vaya nochecita. ¿Va a desayunar algo?
- Pues… claro – respondió más confundido aún.
- Antonio me lo ha contado todo, es usted un héroe.
Regresó el de la pelota con un paquete americano y se lo dio a El Pistolas, que lo recibió perplejo.
- Muchas gracias – dijo y se lo guardó en el bolsillo.
- Ahora mismo le llevamos el desayuno al despacho de mi marido – apuntó la anfitriona.
- Ah. Bien, bien.
Romerales volvió a refugiarse en el dormitorio para intentar recordar lo sucedido el día anterior. La cabeza le dolía más y más, pero también el costado. No llegó a ninguna conclusión.
Salió de nuevo al pasillo y se encaminó al despacho del sargento, al fondo vio a Bartolo haciendo guardia en el portón de entrada. Este último le hizo una señal inequívoca de victoria. Romerales no acertó a averiguar el motivo y deambuló como sonámbulo hasta llegar a su destino.
Antonio le esperaba sentado detrás de la mesa de su despacho. Tenía un brazo en cabestrillo. Con la otra mano pasaba las hojas del diario.
- Buenos días - saludó el intruso.
- Pasa hombre, pasa – invitó el sargento -. Estarás molido. Menuda noche.
Sobre una carpeta, junto al teléfono, Romerales descubrió su pistola.
Apareció Bernarda llevando una bandeja en la que podía verse, entre otras cosas, un cartón de churros y un tazón humeante lleno de chocolate.
- Hay que celebrar la ocasión. El nacimiento y el éxito de su empresa – dijo ella para asombro del huésped, que cada vez entendía menos lo que sucedía.
Los hombres quedaron solos de nuevo.
- Bueno. Ya está todo. He dado parte a la comandancia. Es posible que te condecoren.
El Pistolas se quedó con la boca abierta.
- Pero come, hombre, come, que se te van a enfriar.
A Romerales se le despertó el apetito. Tomó un churro y lo mojó en el chocolate. Con tanto ímpetu que desbordó el líquido espeso de la taza. A continuación, se lo llevó a la boca bien mojado.
Al sentirlo en la lengua, abrió los ojos como platos. Hizo un gesto de dolor y se le saltaron las lágrimas. El chocolate estaba hirviendo. Antonio lo miraba con cierto recreo.
- Cuidado. A ver si te vas a atragantar – dijo con sarcasmo.
El de La Política escupió el bocado y dio un puñetazo en la mesa.
- Ya está bien. Deje de jugar conmigo. ¿Qué pasa?
El Catalán mantuvo la calma y puso cara de palo.
- ¿Qué dices? ¿Qué juego?
- ¿Qué es toda esta historia que te traes con tu mujer?
- ¿Qué historia? – preguntó Antonio.
- Lo que pasase ayer – protestó Romerales.
El sargento frunció el ceño y lo escrutó, sospechando que el otro andaba algo perdido.
- ¿Es que no recuerdas nada?
- ¿Qué tengo que recordar?
Antonio se recostó en la silla e hizo una mueca, el brazo le dolía. Sacó un paquete de cigarrillos, ofreció uno a Romerales y se llevó otro a la boca. Lo encendió con mucha parsimonia y después pasó el mechero al acompañante para que encendiese el suyo.
Cuando ambos dieron las primeras chupadas, el sargento rompió el silencio.
- Anoche mataste al tuerto.
- ¿Cómo? ¿Qué tuerto? – respondió cruzando los dedos.
- El nazi.
- No entiendo nada de lo que dices.
- Vamos a ver, Romerales – le respondió Antonio mientras se enderezaba -. Anoche salimos en busca de los contrabandistas. ¿No recuerdas lo del paquete de cigarros? - le dijo mientras le enseñaba el del que estaban fumando.
- Sí, más o menos sí.
- Ea, pues luego nos fuimos a buscar al que había dado un tiro.
El de La Política empezó a recordar.
- Sí… ya. Nos separamos.
- Eso, y luego dimos con él. ¿No? Lo descubrimos en la casa de Rosa, la mujer de José, el preso. ¿No recuerdas que estabas aquí por lo de la muerte del otro alemán?
- Sí, claro que sí.
- Pues allí sorprendimos a este, al tuerto, y a dos más que estaban de tapadillo con la más que probable intención de robar algo en la casa de Rosa.
- Sigue.
- Pues eso. Quisieron huir, me disparó el bizco. Bartolo salió tras él, pero este se llevó al chico de Rosa de rehén. Entonces llegase tú y le diste pasaporte. Un tiro limpio en la sien. Fuiste muy oportuno. La madre te está muy agradecida.
Dio otra calada al cigarro y continuó.
- Lo malo es que los otros escaparon. Pero ya les darán caza en la carretera.
Romerales se quedó observado fijamente a Antonio, a través del humo del Camel que ascendía lentamente hasta el perezoso ventilador del techo, como una vaporosa columna salomónica. El sargento ni se inmutaba, le devolvía la mirada con aire suficiente.
- Vas a tener que hacer memoria - le aconsejó de sopetón -. En Granada te van a hacer muchas preguntas. Parece ser que eran un grupo de delincuentes, antiguos trabajadores del consulado alemán, probablemente miembros del partido …, ya sabes. Estaban aquí para ajustar cuentas con Helmut, por unos negocios turbios que no hemos conseguido averiguar. Se ve que su muerte les pilló de sorpresa y se habían compinchado para buscar algo que el otro tenía. Todo esto es muy complicado para nosotros, Romerales. Conviene que te andes con ojo cuando tengas que dar razón de todo este jaleo.
El de La Política escuchó con atención la retahíla de explicaciones y recomendaciones. Inconscientemente se llevó una mano a la funda, donde no estaba la pistola.
- Falta una bala – anunció Antonio al intuir su intención –. Estaba incrustada en la cabeza de Klaus.
- Quiero mi pistola.
El Catalán le devolvió una mirada severa.
- No te comportes como un crío. Haré la vista gorda, perder el arma reglamentaria es una falta grave. Ahora te la devolveré.
- Pero…
- Ya sé lo que vas a decirme. Que no te acuerdas de nada. Lo entiendo. Pero será mejor no añadir más detalles al informe.
- Yo no he matado a nadie – protestó.
- Ha sido una noche muy larga, Romerales. Estuve esperando al juez hasta las seis de la madrugada para levantar el cadáver, mientras tú dormías, borracho como una cuba, en el calabozo, ajeno a tus propias andanzas. Debía haberte dejado allí y dar parte de tu negligencia.
Romerales, reflexivo, se acarició la barbilla. Dudó. Quiso cambiar de tema.
- ¿Y José?
Antonio no respondió de inmediato. Dio una profunda calada al cigarro que tenía entre los labios y lo volvió a depositar sobre el cenicero antes de soltar el humo por la boca.
- Olvídate de eso. Él y su mujer están limpios. Se vieron atrapados en este embrollo, no tienen culpa de nada.
- Pero lo del Olite… - insistió, como el animal moribundo que se revuelve.
- ¿A dónde quieres llegar?... Te repito que lo olvides. Hay alguien arriba interesado en que nada de eso salga a la luz. Pondría en tela de juicio algunas decisiones que se tomaron al final de la guerra. El asunto es otro, no mezcles las cosas, aquí viniste a otra cosa. Céntrate en lo que se te viene encima.
- Ya, ya…
- Mira, te voy a leer el informe que he redactado por si hay algo que se me ha escapado y me corriges. Pon mucha atención.
Romerales agachó la cabeza y abrió bien los oídos.
Un par de horas más tarde, El Pistolas, armado de nuevo, se despedía del cuartelillo y marchaba a tomar una Alsina. Bernarda le obsequió con una bolsa de higos chumbos.
- Si un día vamos a Granada, podemos tomarnos juntos unos piononos. A Antonio le encantan.
El marido asintió con una sonrisa forzada, dedicándole en silencio a su mujer unos singulares elogios que ella intuyó mientras se regodeaba en su enfado.
El guardia y el policía se encaminaron hasta la parada. Formaban un dúo singular. El primero estaba deseando perder de vista al otro y este no sabía dónde ponía los pies.
El autobús estaba en marcha. Los viajeros subían maletas al portaequipajes y buscaban en el interior un sitio donde acomodarse.
El de La Política tropezó con el escalón, aunque se recompuso veloz de su torpeza. Tras incorporarse como si tal cosa, sonrió de forma forzada, y una vez en el interior se sentó donde le vino en gana, valiéndose de su autoridad, ocupando dos plazas.
Los viajeros se despedían. Antonio hizo el saludo militar a Romerales, que desde el otro lado de la ventanilla le miraba embobado.
El vehículo rugió, empezó a traquetear. Los rezagados se acomodaron como pudieron. El chofer metió la primera y las ruedas iniciaron su movimiento. Los vecinos que llenaban la plaza se fueron haciendo a un lado.
Subió el autobús despacito por la cuesta de la rambla y los que acudieron a la despedida lo siguieron con la vista hasta que se perdió en lo alto de la colina.
Antonio, tan pronto como se aseguró de que la Alsina desaparecía por completo, retornó al cuartel. No hizo sino pisar el umbral y tomar una determinación. La Bernarda le notó la intención y le puso mala cara.
- Tengo una cosa que hacer – dijo.
- El médico te ha dicho que descanses – le respondió ella.
- Bah, esto no es nada. Apenas me rozó la bala. Vete a lo tuyo, déjame hacer.
La mujer se alejó refunfuñando y quedó solo.
El sargento dio un paseo por la plaza, aparentemente sin rumbo fijo, para detenerse finalmente frente al escaparate de la farmacia. Dentro estaba don Simón atendiendo a unas clientas. Se fumó un cigarrillo y aguardó a que saliesen.
Cuando vio despejado el establecimiento entró.
- Buenas tardes tenga usted.
- Hombre, Antonio. ¿Cómo te encuentras? ¿Te duele mucho? – respondió con una familiaridad no correspondida.
- Bien, bien, los sanitarios del ejército tienen mucha maña. Menos mal que había un teniente médico de guardia en el campamento. Acudieron de inmediato.
- Vaya, pues me alegro – respondió el boticario -. ¿Bien por el cuartel? ¿Y la niña?
- Fenomenal. Una preciosidad. Y los padres tan contentos. Ni le cuento como está mi mujer.
- Ya, ya me imagino. ¿Quieres algo? – preguntó el boticario.
- Pues mire, sí. Es que hay algo que no se me va de la cabeza y no acabo de encontrarle un sitio donde ponerlo.
- ¿Quieres un analgésico?
- No es eso. Es que tengo una duda.
- Qué difícil me lo pones. No sé a qué te refieres – le respondió indiferente Simón.
- Sí, hombre. Anoche nos encontramos. ¿No lo recuerda? Cuando me comunicó que Klaus había abandonado su hostal.
El propietario del establecimiento frunció el ceño, como si hiciese un esfuerzo.
- Claro que lo recuerdo – exclamó -. Menos mal que lo atrapasteis. Era un tipo peligroso.
- Si. Eso parece. El caso es que, pensando, desconozco qué es lo que usted hizo después de vernos.
- No sé. ¿A qué te refieres?
- ¿Por qué no estuvo en el parto?
Don Simón sonrió.
- Si estuve. Pero sólo al principio. Cuando vi que la partera lo sacaba todo adelante me volví a mi casa.
- ¿Y quién le dijo a usted que la mujer de Manu iba a parir?
- Pues… creo que fue su hijo, el futbolista – respondió con una sonrisa forzada -. No recuerdo bien, fue todo tan inesperado.
- ¿Lo cree? ¿No lo recuerda?
El boticario esbozó una sonrisa.
- ¿A qué has venido Antonio?
- Quiero que me aclare esos detalles.
En ese momento entró un cliente. Quería un remedio para el dolor de muelas. Don Simón le atendió. En unos instantes volvieron a quedarse solos y el aludido se explicó.
- Vamos a ver, Antonio. A mí no me líes. Yo no conocía a ese tipo de nada, ni al otro. Simplemente serví de interprete al tuerto para que encontrase aquí un alojamiento. Ignoraba por completo que existiese una relación entre ambos.
El sargento le escrutó con el deseo no confesado de leer en los pliegues de su rostro algo, el hombre que tenía enfrente parecía incómodo, pero no se achantaba.
- Usted sabe algo que no quiere contarme. Algo relacionado con sus compatriotas.
- Ah, era por eso. Pareces olvidar que en Alemania no podíamos convivir. Nos separan muchas cosas.
- Lo sé, don Simón. Conozco toda su historia desde que llegó aquí. Y siempre he sospechado que no vino a este pueblo por casualidad.
- ¿Me tomas por un cazador de nazis? – preguntó sonriendo.
- No le he dicho nada de eso. ¿Por qué llega a esa conclusión?
- Mi buen amigo, no juegues conmigo. He sufrido peores interrogatorios que el tuyo. Estas imaginando cosas.
Antonio apretó el puño del brazo sano. Era consciente de que no podía probar nada, pero quería dar a entender que no se le escapaba ningún detalle.
- No me ha aclarado qué hizo usted la tarde noche de ayer.
- Nada. Seguir los tiros, como todo el mundo. Y después de pasarme por el cuartelillo a ver a la mujer de Manu, volví a mi casa y me acosté. Si no recuerdan si estuve o no allí se debe a lo ocupadas que estaban. No se lo tendré en cuenta.
- Don Simón – le llamó el sargento con una pizca de ira -. Iré al grano. Hay un objeto muy valioso que está provocando crímenes. Si usted sabe algo al respecto le recomiendo que me lo comunique.
- No sé de qué me hablas, pero si me entero de ese “algo” te lo diré. Tenlo por seguro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario