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viernes, 29 de septiembre de 2023

Surrealismo, según las fuentes consultadas

La avenida estaba desierta, sólo circulaban por ella las hojas que arrastraba la ventisca. El sol no era visible, pero estaba en su cenit y apenas se apreciaban sombras en tan gris escenario. Un edificio destacaba sobre el resto por su altura y la sobriedad de su fachada, racionalista, carente de adornos, pero de ventanas grandiosas. Para acceder a la puerta de este inmueble había que subir unas altas y aparatosas escaleras. La entrada se abría como la tumba sin lápida que espera a una momia. En el interior reinaba la absoluta oscuridad.

Todo sucedió muy deprisa. Surgió la figura de un hombre del zaguán, tras empujar una puerta giratoria de cristal. Era un joven alto y corpulento. Lucía un largo y trémulo flequillo, y unas gafas redondas de gruesa montura. Su boca era un corte preciso, le daba una expresión de determinación. Vestía un elegante traje, pero su chaqueta estaba desabrochada y al salir a la calle la corriente la hizo hondear. Igual sucedió con su corbata, que se convirtió en una bandera roja. El viento que chocaba con sus pantalones delató la musculatura de sus piernas, mientras las perneras se agitaban rebeldes a la altura del tobillo. Los zapatos negros brillaron.

El sujeto no aminoró su enérgico paso, pese a la oposición del aire, sino que siguió avanzando impertérrito hasta la mitad de la escalera, donde se detuvo.

Ahí fue cuando se llevó la mano derecha al bolsillo y, mirando siempre al frente, sacó una pistola y apuntó al cielo. Sonó un disparo, igual que el crujido de un trueno. La escena descrita se rompió como la luna de un cristal en mil pedazos.

Y entonces la avenida se llenó de vehículos y viandantes, cobró vida como por arte de magia.

Para los que recorrían la calle en ese instante fue una sorpresa descubrir a aquel joven salido de la nada, situado en mitad del Palacio de Comunicaciones, Educación y Moralidad, esgrimiendo un arma y apuntado a lo alto, como si fuese la escultura de un revolucionario. El acontecimiento les llenó de pavor. El tráfico se detuvo.

De inmediato, un equipo de jugadoras de rugbi rodeó al insurrecto y antes de que pudiera revolverse lo inmovilizaron y lo condujeron dentro del inmueble.

- El suyo es un caso complejo – le indicó el abogado de oficio y beneficio, una vez que lo recluyeron en un pequeño despacho con retrete –.  ¿Qué hacía sin abrigo en mitad de la escalera?

- No sabría explicárselo. No entiendo nada de lo que está pasando.

- Tendrá que rendir cuentas ante el Gran Jurado.

El Gran Jurado estaba reunido en un salón enorme repleto de señoras haciendo calceta que esperaban al Juez Supremo. Sobre una tarima se reunía un grupo de hombres negros, el jurado. En el techo había colgado un alto trapecio y una señorita en bañador se balanceaba mientras merendaba un cucurucho de helado de fresa.

En un estrado, junto a la mesa del Juez Supremo, el joven permanecía de pie, sosteniendo un tiesto de claveles amarillos. A su derecha estaba situado el fiscal y a su siniestra su defensor.

Se abrió una puerta lateral y entró un hipopótamo. Rodeó las butacas y salió por donde había entrado.

Retornó la calma, pero fue un instante.

Las mujeres hicieron sonar sus agujas de tejer, como si fuesen violines y contrabajos. Los hombres negros se levantaron de sus asientos y empezaron a cantar una grave y triste canción de esclavos.

Detrás del escritorio del Gran Juez se abrió una puerta invisible hasta entonces e hizo su aparición éste sentado sobre una alfombra mágica. Cesaron la música y los cánticos cuando se situó suavemente sobre la mesa.

El Gran Juez traía puesto su traje de gala y la peluca de tirabuzones blanca y postiza lo cubría casi al completo.

Un pregonero anunció con ayuda de una carraca el asunto de la causa que allí se resolvía y dio la venia al abogado.

- Es culpable – sentenció el último.

El Gran Juez asintió con la cabeza y se dirigió al fiscal.

- ¿Tiene algo que añadir?

- Sí, Potestad. Este hombre no disparó una bala, sino un plátano.

Se produjo un gran alboroto. El juez apaciguó las aguas exigiendo silencio a los reunidos.

- ¿Cómo puede estar seguro de eso? – preguntó al fiscal.

- He aquí la prueba – respondió y presentó al jurado la piel -. La tenía en su mano.

Volvieron los murmullos a la sala.

El Juez Supremo ordenó silencio y carraspeó.

- Parece un matiz sin importancia, pero habrá que tenerlo en cuenta. ¿Cuál es la opinión del jurado?

Y los hombres negros volvieron a levantarse y en esta ocasión su canción fue divertida, y la acompañaron de danzas.

- Comprendo – respondió el juez cuando acabaron.

El fiscal y el abogado se miraron. Sonreían. Las mujeres chocaron sus agujas metálicas para aplaudir.

El joven olía los geranios, no era consciente de la gravedad del momento.

- Oigamos la sentencia – anunció el de la carraca.

Todos los presentes pusieron la vista y la atención en las evoluciones de la trapecista. Esta había terminado el helado y hacía el mono con mucha gracia. El silencio era absoluto.

- Veo, veo – exclamó.

- ¿Qué ves? –preguntó el foro al unísono.

- Una cosita – respondió.

- ¿Y qué cosita es? – corearon los de abajo.

- Una cosita que empieza por la letra…

El joven empezó a sudar copiosamente, era como si fuese a derretirse, estaba regando los geranios sin percatarse.

- A – remató la equilibrista, después de hacer una arriesgada pirueta en el aire.

Entonces el Juez Supremo se volvió al acusado.

- ¿Cuál es la respuesta?

- La respuesta es… La respuesta es… - balbuceaba el increpado, consciente de que se decidía su destino.

El salón, a la espera, se convirtió en una damajuana gigante de vidrio, pendiente de la respuesta del muchacho, que se fue retirando a pasitos hasta su cuello. Cerró la boca con el tiesto y los dejó a todos dentro.

Adiós.





miércoles, 27 de septiembre de 2023

Cuando el arqueológico era de Nadie

A mí me gustaba, cuando era más joven, mucho más que ahora, visitar el museo arqueológico de Córdoba en horas de clase. En aquellos años ocupaba sólo lo que en el pasado remoto fue el palacio de los Paez de Castillejo, edificio que tenía y tiene una bonita portada plateresca, pero con menos mierda que antaño. Se resumía en un bonito patio al que daban dos galerías porticadas de arcos peraltados, una por piso, y salas que lo rodeaban, pero con algún que otro recoveco escondido que invitaba al reposo, como las misteriosas gradas donde se amontonaban diversas piezas, mosaicos, urnas y un cadáver en su ataúd. Hoy es otra cosa, ha ampliado sus instalaciones.

Una de las cosas que más me gustaba era atravesar la puerta principal y encontrarme junto al estanque de agua verdosa, tirados de cualquier manera, columnas, capiteles y togados. Era la sensación de estar contemplando la ruina de Roma.

Después de atravesar el pórtico estaba la estatua de Mitra tauróctono de Cabra, en la que mientras el dios descargaba el puñal sobre el cuello del morlaco, un escorpión hundía sus tenazas en los testículos del bicho. Yo, que ya era protestante, por insistir en visitarlo, me propuse hacerme pagano.

También estaba allí un busto que, según rezaba el rótulo anexo, representaba a Ulises el célebre porquero que ideó el caballo que significó el final de Troya y tantos héroes. Yo observaba con atención su mirada perdida y su barba ensortijada por si me soplaba alguna aventura, cosa que por desgracia jamás ocurrió y hube de conformarme con las que se me ocurrían en esa espera, sobre la marcha, que no eran flojas y con más sirenas.

En el piso de arriba destacaba el ciervo de Medina Azahara, que estaba dentro de una caja de cristal y escoltaba un segurata muy aburrido, que era descubrirte y llamarte al orden, o te seguía ceñudo hasta verte desaparecer por las escaleras que habías subido. En los años 80, que es a los que me refiero, no era muy habitual encontrarse a alguien en el museo, quizás de ahí su celo vigilante. Alguna pareja de extranjeros nórdicos al borde del golpe de calor, un rebaño de sonrientes japoneses y poco más. El silencio se adueñaba con prontitud del espacio que ocuparon. Podías recorrer aquellas salas a placer sin que nadie te diese un codazo o un pisotón, sentarte sobre un enorme capitel manco o fumarte un cigarrillo para echarle el humo al emperador Augusto en lo que le quedaba de la cara. Era el reino de Nadie.

Fueron buenos aquellos ratos a la sombra, sentados en los escalones que sirvieron de asiento a los aficionados al teatro de Plauto, mientras las conversaciones versaban sobre la proximidad de los exámenes, el reciente descubrimiento arqueológico o el último libro leído, que nos parecía todo un gran hallazgo.

Sin perder la sonrisa, nos escuchaba paciente y sin inmutarse el esqueleto de la caja de cuero, siempre deseoso de nuevas.

Aquel lugar era Ítaca, pero no supimos verlo.

 

sábado, 23 de septiembre de 2023

Las gafas de Al-Gafequi

Tenía asiento y lo tiene aún en la actualidad, en la plaza Cardenal Salazar, frente a la facultad de Filosofía y Letras, un busto de Al-Gafequi, el célebre óptico de la antigüedad islámica arabigoandaluza de cuyo nombre proviene la palabra gafas. Experto en la cirugía del ojo, limpiaba este de cataratas y tuvo el acierto de dejar un libro con su ciencia para beneficio de muchos. La ciudad de Córdoba le dio rostro de manos de Miguel Arjona Palacios en 1965 y desde entonces tiene la vista puesta en el Churrasco, famoso restaurante de la judería de la mentada ciudad. Hoy es prácticamente imposible ver la imagen del sabio por el número de turistas y curiosos que lo agobia. Raro es verlo sin uno o dos cicerones dirigiéndose a un auditorio en lenguas diversas. Pero hubo un tiempo, he de recalcar, que el busto de Al-Gafequi era discreto y nadie reparaba en su presencia, las palomas se cagaban en su turbante y los perros se meaban a los pies de su base. En la época a la que me refiero estaba más solo que la una y no podía sino esperar a que los estudiantes acudiesen o saliesen de las aulas para tener alguna compañía y participar como oyente en las tertulias de estos. Así se ponía al tanto de las divagaciones de Marzoa, el de Filosofía, o de lo que costaban los apuntes de la Asquerino, la de Prehistoria, y un sinfín de nimiedades que sólo interesaban a los que allí acudían. Pero no era sino algunas noches del fin de semana cuando más abrigado estaba, pues al amparo de su cipo se asentaban jóvenes contestatarios, trashumantes y vagabundos, locos y sodomitas a tomarse unas litronas o fumarse unos porretes. Estoy convencido de que eran aquellos los momentos más felices de su nueva vida, pese a ser una piedra, porque el sahumerio que crecía como espiral a su alrededor lo elevaba a regiones donde se pierde el alma, la suya, y sin duda alcanzaba a revivir los días que se paseó por aquella ciudad mágica entonces, abriendo ojos a los ciegos y sembrando esperanza en el resto de los mortales. Cuando el aquelarre cesaba y los compañeros ocasionales desertaban a sus cubiles a trompicones, Al-Gafequi retornaba a su ser y ya sólo los gatos le daban compañía, mientras la humedad del río lo sujetaba a la tierra y lo difuminaba para hacerlo fantasma.


domingo, 17 de septiembre de 2023

El botón de la discordia

Fue con motivo del Primer Encuentro sobre el comic en Jaén. Noviembre 25 del 2000. No me alargaré en darte detalles de todo lo que aconteció aquel fin de semana porque no es el propósito de este escrito, sino de contar una anécdota que sucedió durante el desarrollo de las actividades del programa.

Resulta que el amigo José Antonio Ortega terminó de dar una conferencia en el Salón Mudéjar del Palacio del Condestable Iranzo, frente a un público atento al dato y el documento. La ponencia versó sobre el asunto de la libertad de expresión en el cómic; más bien de los problemas de éste con aquella. Al terminar su perorata nos juntamos en la misma puerta para intercambiar impresiones y coincidimos bajo el dintel con nuestro común amigo Bernardino Contreras, que acudió con su novia. Estábamos charla que te charla cuando nos dimos cuenta de que una pareja de mujer y hombre muy sonriente se nos había acercado y nos prestaba mucha atención. No le dimos mayor importancia porque pensamos que se trataba de aficionados que acudían a sumarse al debate. Pero indudablemente, por su presencia, el tema y tono de la discusión perdió fuelle. Bastaron unas palabras para comprobar que los visitantes no tenían ni idea de lo que hablábamos, cosa que no nos molestó, por educación y porque nos parecieron simpáticos. Ante tal perspectiva, la conversación no fue muy lejos, sino que terminó más pronto que tarde y, a la hora de las despedidas, que fueron efusivas para nuestra sorpresa, hubo besos e intercambio de apretones de mano, con tan mala fortuna de que en mitad del adiós hizo acto de presencia un enorme botón color negro, como por arte de magia, que se permitió el lujo de subir y volver a bajar como moneda en campo de futbol. Se agacharon el fulano y Bernardino por la pieza y de ahí surgió un tira y afloja de si es tuyo o mío, que remató en que era propiedad del desconocido, que se lo guardo en un bolsillo no porque en realidad lo fuese sino para salir del enredo y evitar el ridículo sin perder la sonrisa.

Hombre y mujer se fueron como vinieron, con dientes de dentífrico, y allí nos quedamos tan confundidos como al principio.

He aquí que alguien se nos acercó, no recuerdo quien, para preguntarnos:

- ¿Qué se cuenta el alcalde?

Porque era Miguel Sánchez de Alcázar el tertuliano que, naturalmente, no conocíamos por no ser naturales y residentes en el municipio del que era alcalde.

En estas que Bernardino se palpa la manga de la gabardina.

- ¡Que el botón era mío! – exclamó y salió sin pensarlo tras el susodicho, dejándonos con la palabra en la boca.

Si dio o no con el alcalde y recuperó el botón no puedo afirmarlo. Surgieron otras cosas y no me acordé de preguntarle después, tampoco he tenido muchas oportunidades para sacar el tema, porque ni en Florencia hemos coincidido. Igual el aludido me saca de esta angustia, porque en muchas ocasiones me he peguntado qué haría el primer concejal con tan singular fetiche y me he perdido más de una siesta.

jueves, 14 de septiembre de 2023

Encierro en la Facultad

Fue en el 85, con motivo de la ley educativa del ministro Maravall, cuando los estudiantes de Filosofía y Letras decidimos hacer un encierro en la facultad de Córdoba, porque las Letras salían muy perjudicadas de todo aquello. Aquel curso fue bastante movido, podríamos resumirlo en tres meses de clases y seis de protesta y jolgorio. El profesorado desapareció, se refugió en los departamentos o se marchó de viaje. Durante semanas las aulas se convirtieron en espacios de denuncia y proyectos. Rara era la que no hacíamos una manifestación y parábamos el tráfico. Entre otras actividades recreativas fue llamativa la huevada contra la fachada de la Delegación, el entierro de las Letras con ataúd y plañideras, jugar al corro alrededor de la estatua del Gran Capitán, o el romance de ciego que se interpretó junto al Gran Teatro. Pero hubo otras. Un día daremos detalles pormenorizados de cada una de ellas.

A la que me refiero fue una que nos dio por quedarnos a dormir en el viejo hospital del cardenal Salazar, que servía y sirve de sede a la Facultad, a un número significativo de alumnos que entonces también eran alumnas. La propuesta triunfó y se hizo promesa de cumplirla. Allí nos juntamos por la tarde ciento y su madre, dispuestos a que nadie nos echase de tal fortaleza por muy feas que se pusiesen las cosas. El bedel amenazó con cerrar con llave a las diez de la noche y dejar dentro a todo el que no hubiese salido antes, cosa que nos pareció de maravilla.

Las primeras horas fueron cojonudas. El ambientazo era brutal. Gente entrando y saliendo de las aulas, subiendo y bajando escaleras, asomándose a las ventanas, jugando cartas, fumando canutos en la capilla mudéjar y metiéndose mano en los servicios.

El alumnado se reunía en pequeños grupos y se intercambiaban chistes, unos mejores que otros, o se cantaban canciones respaldadas por la oportuna guitarra y las palmas. Los más interesantes se apartaban y simulaban leer un libro o se limitaban a contemplar las musarañas, a la espera de que alguien se les acercase.

Pero conforme la noche fue avanzando la actividad se fue moderando. Aquello languidecía y se apagaba lentamente.

Se habló entonces, imagino que para que no muriese el entusiasmo inicial, por parte de los más revoltosos, de hacer otra manifestación al amanecer, para confluir con los de peritos que ya tenían una preparada. Tal propuesta caldeó un poco más los ánimos y se coreó lo de “L-R-U: tururú, tururú, tururú” y alguna que otra coplilla relativa al ministro.

Así como se acercaban las 10 de la noche muchos fueron abandonando el barco sin llamar mucho la atención. Y aunque el bedel cumplió su promesa, todavía acudieron otros con excusas para que los dejase salir una vez que se cumplió el plazo; favor que hizo como buen samaritano con los esquiroles.

Hubo un momento en que el viejo hospital se quedó a oscuras, supongo que lo debieron decidir así en la dirección por cuestión de presupuesto o por mandarnos a dormir. Y como los insurrectos ya estábamos cansados de vagar por aquellos pasillos, pues todo lo que no eran aulas estaba cerrado con llave, fuimos buscando sin mucho entusiasmo un sitio para poner el huevo.

De este modo asomaron mantas y alguna silleta plegable. Por precaución me había hecho yo con un saco de dormir de un amigo, que guardaba de una vez que hizo una excursión, pero la circunstancia de que el suelo estaba frío y duro como lo está en los edificios del siglo XVII, que era el caso, y la de que no acostumbro a dormir boca arriba, me impidieron conciliar en modo alguno el sueño. Y como no era el único en ese trance, terminé como el resto buscando acomodo donde era imposible, consultando repetidas veces el reloj para constatar que el tiempo corría más despacio que lo deseado.

Al tiempo que la luz del alba asomó por el patio del hospital, se inició de nuevo el barullo, con gente que improvisaba desayunos y los más que no habían caído en semejante detalle. Por lo que al aburrimiento y al cansancio se sumó el hambre. Se levantó al fin el bedel y abrió las puertas y aquello fue como lo de los israelitas saliendo de Egipto. Un tropel de estudiantes se desparramó por las callejas de La Judería sin acordarse de las promesas revolucionarias ni las causas que la provocaron.

Fiel a la consigna, acompañado de los más implicados en la protesta, no me sumé a la diáspora y me acomodé como pude en una de las sillas del aula magna para escuchar el manifiesto victorioso. Y así pude constatar que no éramos más de una veintena los pollos que allí anidábamos, el resto había volado sin propósito de retornar como hacen las golondrinas. Por desgracia no puedo contar lo que se habló y debatió pues al fin me quedé dormido como un san Pedro allí donde me senté. Lo cual no tuvo la mayor importancia porque, como me contaron después, la manifestación se había suspendido.

 

miércoles, 13 de septiembre de 2023

Ian Lorca

Esa biografía de Federico que hizo tan popular a Gibson es más bien una hagiografía y no por ello deja de ser interesante. También pintoresca y cómica en ocasiones. Uno no sabe a qué atenerse en cada párrafo que lee.

Podría estar sacándole punta a este lapicero durante horas, incluso años, pero lo dejaré en unas líneas por no aburrirte, paciente lector, y que pienses, si no lo has hecho a estas alturas, que tengo algo en contra del poeta, que no es cierto, sino contra los que durante años vienen medrando de sus exequias.

No voy a negar que el libro esté bien documentado, sino que lo es en exceso y abierto a lo apócrifo como buen evangelio o libro de santos mártires, que bien pudiera añadirse, por abundancia en apólogos, a uno de tantos cuentos de la Leyenda Dorada, salvando las distancias que marca el calendario. Son defectos comunes a los que profesaron la fe católica en su infancia y ahora andan buscando ídolos inmortales por paisajes sombríos.

Y es que en el libro al que me refiero siempre hay espacio y refugio para el murmullo, el cotilleo, el bulo, la anécdota, la fábula, lo prodigioso y lo indemostrable, es decir de aquello que carece de un fundado documento científico, prueba material que pueda verse y palparse. Raro es el personaje de cuantos en sus páginas aparecen, de aquellos que conocieron o dijeron conocer a Federico, que no perdió o quemó unos papeles, poemas, cartas, libretos, confesiones y otros que éste le legó. E Ian deja constancia de todos ellos, como si fuese un periodista que recoge el testimonio del avistamiento de un OVNI, sin cuestionarse si le están o no tomando el pelo los lugareños mientras le sacan unas cañas y la oportunidad de salir en la tele.

Es una pena que una parte considerable del trabajo del prolífico poeta haya sufrido el prurito de aquellos que querían proteger su imagen pública y terminado siendo pasto de las llamas. Y así, por ejemplo, podemos saber, de una orgia que tuvo Federico con hombres negros en New York, una especie de Blacked pero sin ninfa, (o la ninfa era él), por una carta inédita, aún no publicada, que pudo leer un conocido escritor contemporáneo, (no le daremos fama), de manos de un amigo íntimo del poeta que tenía orden de rasgarla una vez leída, pero que cincuenta años después no lo había hecho todavía, aunque a estas alturas del cuento es posible que sí… o no, y a saber dónde anda y en qué condiciones. Pero que ahí queda eso sea o no cierto.

He de reconocer que son estas cosas las que dan sabor al libro, que pueden ser un buen recurso literario para mantener al lector en vilo, no hay nada como la pornografía para avivar el interés, pero que provocan cierta hilaridad y la duda de la autenticidad del resto de los datos y fuentes.

Y es curioso que Ian de por buenas estas filfas y le ponga peros, por ejemplo, a la amistad de Fede con José António, pese al testimonio verbal de Celaya, cuando sabemos por los diarios de Morla Lynch que éste último era muy amigo de ambos, y que así en un párrafo habla del poeta y en el inmediato del político.

No quiero rascar más. Otro día le damos otro repaso.


 

sábado, 9 de septiembre de 2023

Un verano

Aquel verano del 72 fue especial. Mi padre se acababa de comprar un coche. Un Renault 5 azul de tres puertas, el modelo galo que pretendía sustituir al 600 en la carretera. Era un coche pequeño y de faros cuadrados, con parachoques de plástico. La matrícula era M-números-U, que nosotros, mi hermano y yo, interpretábamos como Madrid-Úbeda, por ser este el pueblo de origen de la familia. Él contaba con tres años y yo con seis, nos explicábamos el mundo con mucha imaginación y lo que hubiese más a mano.

Con ganas de hacer kilómetros, el tío José propuso a mi padre pasar unos días en La Herradura, Granada, que era donde veraneaban los primos franceses, unos parientes que acudían antaño, durante los meses de estío, a Úbeda, a la ida o la vuelta, para descansar y asaltar la despensa.

El tío Juan, que así llamaban a mi abuelo, se pasaba el resto del año juntando perras para darles satisfacción, a costa de que faltasen viandas en la mesa cuando no estaban.

Un año lo invitaron a París en compensación.

- Me llevaron a ver todo lo malo – vino diciendo.

Una foto en blanco y negro inmortalizó el momento en que descendía del avión, nunca viajó más alto, ni más lejos. Pero dejaremos esa historia para otro día.

El viaje al que me refiero sucedió mucho después de aquellas intempestivas visitas, unos 20 años, cuando la nueva generación de franceses había cambiado de gustos culinarios, el pueblo les resultó anticuado o mejoraron las carreteras. Los lazos familiares se resintieron. Mi abuelo no tuvo ocasión de verlo, se lo llevó el tabaco al hospital de El Neveral, Jaén, un lugar del que no se volvía. 

No sé si por ganas de emularlos o por saber cómo andaban, a mi padre y su hermano debió parecerles un buen plan coincidir con los franceses en La Herradura.

Salimos de Madrid muy temprano por la carreta de Andalucía y, después de cruzar La Mancha y Despeñaperros, nos desviamos a Úbeda, para recoger a mi abuela, porque iba a ser un viaje de toda la familia. 

No era muy amiga de los desplazamientos. Entre todos los hijos la convencieron, ella nunca había visto el mar y era su gran oportunidad. Llenó el coche de comida, por precaución, siempre mentaba la guerra. 

En el R5 nos acomodamos mis padres, ella y mis tres hermanos. No recuerdo que existiesen cinturones de seguridad para los pasajeros, pero bien apretados no podíamos ni movernos. En otro coche, un SEAT 850, viajaban mis tíos, mis primos y otros tíos míos, seis también, en condiciones semejantes.

La carretera de entonces, la que unía Granada con la Herradura, no tenía nada que ver con la autovía de la actualidad. Hubo que salvar los puertos más abruptos de la Penibética. Aquellos desfiladeros eran pronunciados como grietas que precipitan al Infierno.

- Esto es peor que Despeñaperros - sentenció mi abuela, que no conocía más geografía. 

Cualquier encina de la cuneta invitaba al reposo y en alguna que otra hicimos parada para reponer fuerzas y liberar líquidos.

Nos paró la Guardia Civil para preguntarnos por qué íbamos tan despacio y mi padre se excusó diciendo que se acababa de sacar el carné, (los novatos no podían pasar de 80 y era obligatoria la señal).  Aquel tropiezo angustió a mi abuela y creo que esa noche no pegó ojo.

Después de interminables curvas, aliadas del vómito, nos vimos en La Herradura. El pueblo se ajustaba a una pronunciada rambla que lo dividía en dos y remataba en una playa sembrada de chinas gordas y negras; el mar lejos.

En una casa nos dieron alojamiento, dos cuartos. Cerca había un caserón que servía de cine, y allí veríamos entre otras la de Billy el Niño. Al final de la calle un hombre vendía higos chumbos y en un tenderete se podían comprar tebeos muy atrasados, pero a color, de El Guerrero del Antifaz. No muy lejos estaba el camping donde se concentraban las roulottes de los extranjeros, y también las de los primos, que no tardamos en localizar. Así tuvimos ocasión mis hermanos y yo, por primera y última vez, de conocer a la nueva generación de franceses, los que más o menos tenían nuestra misma edad y no entendían el castellano, pero con los que nos reímos bastante y cantamos el Frere Jacques a una, que se aprendía en el cole.

Tomamos la costumbre de acudir a desayunar y comer al bar del camping, siempre lleno. Las moscas competían con los comensales por los platos. Muchas terminaban nadando en las lentejas. Un día parió la perra de los dueños y le dejaron un sitio entre las sillas para que amamantase a los cachorros.

La bahía de La Herradura resultaba yerma, por las atezadas chinas y los montes de piedra desnuda que la amparaban, y peligrosa porque a poco que te alejases de la costa la resaca te arrastraba. Mi hermano no se ahogó de milagro.

Además, los coches circulaban con toda impunidad por la playa. Un día una inglesa al volante del suyo dio un topetazo a mi primo Juandi, que se cruzó de improviso. Por suerte los niños de entonces éramos duros y todo quedó en un susto, para la conductora.

Indagando por los alrededores mi tío José dio con una playa escondida y nos llevó una tarde. Hoy la frecuentan nudistas.

Los primos franceses practicaban submarinismo y se vestían de hombre rana. Pescaban pulpos y algún erizo a ellos. De aquel encuentro conseguimos un chaleco salvavidas color amarillo en el que embutieron a mi hermano.

Sentados en la orilla, entre ola y ola, nos mojaba el culete el agua fresquita y mi abuela nos daba a beber Mirinda en un vasito de cristal.

- Una rueda para cada uno – decía, porque aquellas botellas de litro tenían un diseño semejante al cuerpo de Michelín.

Una mañana acabó todo. Tomamos los bártulos, subimos a los coches y allí dejamos un puñado inolvidable de irrepetibles recuerdos.



viernes, 8 de septiembre de 2023

Spiderman pasó por Córdoba

De la exposición de Spiderman que se hizo en La Casa de Juventud de Córdoba, allá por el 94, guardo muy buen recuerdo, porque fue un trabajo en el que estuvo implicada mucha gente con lo que eso significa a la hora de entenderse y, pese a todo, el resultado fue extraordinario. No sabría decir de quién partió la iniciativa, probablemente de Javier Fernández, Francisco Ramón Aranda, Rafael de la Haba y alguno más de los que conformaban el colectivo Voz en Off, incondicionales aficionados al universo Marvel. Pero pronto se unieron otros con más propuestas.

Una vez que se acordaron espacio y fechas, y se reunió todo el material que compondría la muestra, nos implicamos en el montaje el mismo día de la inauguración. Fue una jornada maratoniana. Después de darnos una verdadera paliza, soportando la incertidumbre de que no terminábamos a tiempo, lo conseguimos como por arte de magia.

La muestra recogía, además de un homenaje de numerosos dibujantes en ciernes, una completa muestra de objetos relacionados con el personaje, merchandising. Una baza importante fue la decoración de la sala, que se salpicó de numerosos detalles como las inevitables arañas y telarañas, para darle un curioso ambiente de casa encantada, aunque su principal atractivo residió en unos muñecos articulados de cartulina que reproducían a los principales personajes y fueron realizados por Paco Muñoz. Así, en cada uno de los pilares que sostenían el piso superior podíamos encontrarnos al mismísimo Octopus, Magneto, el duendecillo verde o el Buitre, (que me acompañaría durante muchos años y lugares hasta que un día decidió volar y no sé a dónde).

Es cierto que, mirando ahora las fotos con atención, realmente la exposición no era para tanto sino el producto de un puñado de jóvenes y adolescentes. Pero entonces, fue tan grande el entusiasmo puesto y su repercusión mediática a nivel local que nos lo pareció. De hecho, nos encargamos de enviar a todas las editoriales que conocíamos fotos y publicaciones del evento, pero pocas tuvieron el detalle de hacerse eco. Nos soplaron que por miedo al resbaladizo asunto de los derechos de autor, pues su publicidad nos hubiese provocados serios problemas legales.

Antonio Martín acudió al encuentro y manifestó quedar muy sorprendido del resultado, incluso destacó las ilustraciones de Juan Carlos Quesada, uno de los representantes de Viñeta 6 que participo y acudió a la presentación, y de M.A. Cáceres. Dejó caer alguna vaga promesa, pero quizás fue todo un quedar bien por la invitación.

Por allí estuvo Paco Nájera, ya como profesional, Arturo Molero, Aguilar Sutil, y el mentado Quesada, una embajada del reino de Jaén. Gente que conocí en aquel momento e ignoraba lo mucho que nos quedaba por andar juntos.

De la gente de Córdoba no faltó nadie, y si alguno no acudió fue sin lugar a duda por causa mayor.

El único asunto que ensombreció la muestra, desde el punto de vista artístico, es que la humedad de la Casa de la Juventud, construida sobre el cauce de un antiguo venero, provocó que algunos de los originales fuesen atacados por el moho, quizás un nuevo enemigo de Spiderman. Por fortuna, el calor cordobés dejó limpias las ilustraciones de tan incómodo invitado cuando se retiraron del lugar que ocuparon.

 

martes, 5 de septiembre de 2023

Zeuxis, pintor

Zeuxis fue un reputado y celebrado pintor de la antigüedad clásica, y allí en la Atenas del V antes de la era común hizo carrera y fortuna gracias su estilo meticuloso y realista. La anécdota más popular que hace referencia a su arte es la de las uvas que pintó tan primorosamente sobre un muro y que las aves confundidas acudían a picotearlas a riesgo de quedar tullidas. Lo que lleva a la conclusión de que era algo gamberrete.

Un día le encargaron el retrato de una señora de avanzada edad y condición elevada, y de ella hizo una caricatura. Le puso tanto entusiasmo que ante el resultado final terminó carcajeándose sin control de su propio trabajo, con tanta fuerza que perdió el sentido y la vida.

No se sabe dónde terminó la obra, quizás la quemaron, por si se trataba de una nueva Medusa.

Zeuxis está muy mal visto en los tiempos que corren.



El taller de cómic

Por azares del destino tuve la suerte o la desgracia, según se mire, de estar al frente de varios de los talleres de comics que durante varios años, (inicios de los 90), se fueron sucediendo en La casa de la Juventud del Ayuntamiento de Córdoba, cuando esta tuvo sede en la calle Adarve de Córdoba, que es una muy estrecha donde acostumbraban a atascarse las camionetas de reparto poniendo en peligro el patrimonio artístico de la ciudad en forma de oratorio de La Virgen del Cerrillo, que se apoya en parte de la muralla romana que hace de base.

No acabo de comprender cómo es posible, así con perspectiva, sin ser profesional del comic y no tener más experiencia que algunos fanzines de tirada anecdótica, que pudiese ponerme al mando de tal nave, pero así fue y en varias ocasiones.

A raíz de su traslado, en La Casa decidieron tirar la ídem por la ventana e hicieron una importante oferta de talleres y múltiples actividades. Iniciativas a las que acudieron muchos monitores al espejismo de una colocación fija que no se materializó. Ello motivo que el que de ellos estaba a cargo del novedoso taller dimitiese y la plaza quedase libre. Carlos Pérez Mejías, un profesional de la línea pulcra y meticulosa, algo frío por su perfeccionismo, fue el primero de la lista de los que nos hicimos después con la tarea. Fuese Carlos y quedar vacante el puesto. Nos dieron el toque a varios, por si queríamos ser su sustituto, todos dudaron; y con el desparpajo y la imprudencia que me caracterizaba me presente voluntario para impartirlo, y me aceptaron.

El caso es que me encontré frente a un grupo de gente que no era sino de aficionados como yo, a los que poco o nada podía enseñar y de los que aprendí bastante. He de reconocer que mi presencia decepcionó a más de uno, pues contaban con alguien más preparado. Yo me esforcé por engañarlos a todos.

Por Córdoba pasaron artistas como Carlos Vila o Jesús Blasco, dando cursos intensivos que no tenían parangón. No fue mi caso. Hice lo que pude, sobre todo amigos. Muchos de ellos pasarían a formar parte de la leyenda de Tebeonautas. Aún contemplo con satisfacción el cariño que me manifestaron con los dibujos en los que me retrataban. Salgo favorecido.

Por aquellos talleres desfilaron no solo dibujantes, también gente muy pintoresca. El taller se convirtió en una especie de taberna de Star Wars. Los hubo permanentes y otros que pasaron de puntillas. Pocas chicas, pero muy preparadas. 

En la misma Casa tenía sede Radio Lupa, y allí rematábamos más de una clase dando rienda suelta a las opiniones y dichos más disparatados.

El aula daba a la calle Adarve, por allí se asomaba con frecuencia el bedel, un tipo muy fantasioso que tenía predilección por una ventana. Un día me confesó que desde allí veía en bragas a la vecina de enfrente, pero también me dijo en otra ocasión que en la cafetería de la Casa le comían el conejo a la camarera detrás de la barra mientras servía las cocacolas. Fui comprendiendo que en su cabeza había una buena película, pero no era el único. Ya digo que por allí pasamos gente con mucha imaginación. Hay mucho que contar.


 

sábado, 2 de septiembre de 2023

La entrevista a Hugo Pratt

 El amigo Galadí era un personaje muy activo en aquellos años de las Jornadas del Cómic, me refiero a las de Córdoba, naturalmente. No era extraño verlo moverse con aquella inquietud que le caracterizaba, ese cuerpo de Anacleto o Lupin japonés, y tratar con las grandes figuras que visitaron la ciudad por el motivo descrito sin reparo ni respeto. De las muchas andanzas que contarse puedan de tan singular sujeto de la geografía cordobesa, etapa Anguita y Trigo, me quedo sin duda con la de la entrevista a Hugo Pratt, que supuestamente hizo al maestro aprovechado una de sus visitas al taurino. De tal interviú me habló mucho, pero nunca tuvo la delicadeza de pasarme una copia, cosa que lejos de molestarme, avivó mi curiosidad y la sospecha de que era tan apócrifa como sus clases de violín, pese a la funda del instrumento que descansaba en su cama. Con el tiempo, aquella misteriosa audiencia se materializó en la revista Boronía, que era una muy moderna que se editaba en la ciudad y recogía las noticias culturetas más singulares de la movida del califato. Acompañado de algún que otro boceto del veneciano, de esos que Hugo hacía refunfuñando sobre la marcha y no firmaba para espantar seguidores, se presentaba el diálogo entre ambos que, lejos de ser novedoso, dejaba constancia de todo lo que ya sabíamos por otras fuentes. Lo singular de tal estampa es el hecho de que me confesó que en aquellas columnas impresas no estaba todo lo que hablaron, sino sólo parte y el resto se lo guardaba, sin especificar la razón y el propósito, para otros menesteres. Y eso me hizo barruntar, llevo haciéndolo desde entonces - que muchas veces he perdido el sueño, he de reconocer – si le confesó algún secreto sobre puertas mágicas o pasadizos a otras Venecias, secretos masónicos, tesoros escondidos, un pasado fascista o una nueva aventura de Corto. Quizás, sencillamente, a costa de robarle romanticismo al suceso, acariciaba en realidad la idea en de convertirse en un Petitfaux andando el tiempo, para sorprendernos con el esclarecimiento de algún punto oscuro en la biografía del maestro.

Desconozco si existe o no el original, escrito o en cinta magnetofónica. Es probable que ante el quite responda que lo perdió en el almacén donde se acumulan torres de el Dos Veces Breve, o sugiera que se lo robó un desaprensivo como Alcaide, hasta es posible que recurra al socorrido incendio o a la no menos fantástica aparición de extraterrestres para justificar su ausencia. Pero me inclino por la primera intuición que tuve y si no es así que aporte la prueba del delito.