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lunes, 28 de agosto de 2023

El enchufado

 Cuando me echaron de la IMEC, por la conjunción de varios factores, (caricaturas, insubordinación y suspensos), tuve que hacer la mili como soldado raso y mi tío Pepe, con buena voluntad, estimó oportuno buscarme un enchufe. Ni corto ni perezoso se puso en contacto con un Tcnl. de la Guardia Civil destinado a la Academia de Úbeda con el que había mantenido cierta relación de vecindad y este le dijo que no se preocupase, que tomaría nota.

Yo nunca he creído en eso de los favores, entonces tampoco, pero se ve que el hombre puso algo de su parte e hizo lo que le pareció prudente. Eso sí, se tomó su tiempo. Probablemente dedujo que yo tenía que hacer el campamento y jurar bandera, y por tanto hasta que pasaran tres meses no era conveniente actuar. Lo cierto es que yo ya me había chupado tres meses de mili en Alicante y otros tantos en el Muriano, Córdoba. Por fortuna, en ese período, por ser licenciado en Geografía e Historia, me destinaron al Gabinete Topográfico y así pude dedicar mi tiempo a hacer fotocopias, dar entrada y salida a documentos, hacer croquis del paisaje y diseñarle escudos a mi comandante. De este modo, sin apoyos, no me vi mal situado dentro de lo que cabe.

El Tcnl., fiel a su promesa, terminó enviando su correspondiente carta al mando cuando ya no era necesario. Pero se ve que para entonces no recordaba el apellido ni el nombre completo y aventuró un Juan “otra cosa”. (Todo esto lo sé por mediación de mi tío, que un día, pasado el tiempo, le preguntó por el caso y el otro reconoció su fallo y pidió disculpas).

La recomendación llegó al fin y rápidamente el coronel del batallón hizo sus pesquisas y preguntó a sus subordinados por un Juan que era de Úbeda. En el nuevo reemplazo del 90 había dos reclutas que bien podían ajustarse a tales datos, pero no eran de Úbeda sino de otros pueblos de la misma provincia. El caso es que alguien debió estimar que uno debía ser el recomendado y de este modo, para no marear más la perdiz, ambos pasaron casualmente a convertirse en compañeros míos de oficina sin saber ni preocuparse ni cómo ni por qué. De los dos juanes, uno conocía el manejo de la Underwood Five, que era una máquina de escribir blindada, y no tuvo ningún problema para enfrentarse al papeleo; pero el otro, que era de Vílchez, no tenía ni el graduado y se convirtió rápidamente en un problema porque en lugar de quitarlo daba trabajo a los suboficiales. No tardaron los sargentos y cabos en ir a protestarle al comandante y el capitán. En realidad, fueron a quejarse a un comandante, que era un aristócrata y como tal vivía en un limbo, y a un capitán que era un popular atleta que nunca estaba en el cuartel. Lo sé porque yo estaba allí. No tuvieron valor de hacerlo con sus inmediatos superiores, que sin pestañear ponían a los suboficiales en su sitio con un buen corte verbal acompañado de un comentario despectivo. El caso es que terminaron deduciendo, por su inexplicable presencia en tal destino, que Vílchez era el enchufado.

Con el tiempo, tirando del hilo, el coronel se olió algo. Me llamó un día a su despacho y me preguntó que si yo conocía aun Tcln. de la Benemérita. Le contesté que no pero que un tío mío sí. Entonces me dijo que le comunicase que yo estaba con él, que no se preocupase, cosa que no hice porque para lo poco que me quedaba en el cuartel no merecía la pena darle más vuelta al asunto. Afortunadamente, lo descrito no salió de aquel despacho y el enchufado siguió siendo Vílchez, a mi pesar.

De Vílchez podría contar miles de anécdotas, porque era un caso singular. Fue un compañero inolvidable. La mejor aquella en la que pidió al otro Juan que le escribiese una carta para su novia y otra para una amiga, porque aseguraba no tener buena letra. Como tampoco tenía muchas luces, a la hora de enviarlas, confundió los sobres y llegaron a quien no correspondía. Cuando se destapó el pastel corrió a buscar a su escribano para enderezar el tuerto.

- Escribe a mi novia diciéndole que la carta era para la tuya, que ha sido una confusión.

No sé cómo lo arregló con la amiga.



miércoles, 23 de agosto de 2023

Chivero

Creo que se llamaba Manolo, pero lo recuerdo como Chivero, que era el mote del colegio. Nos llevábamos bien, es decir, nos descojonábamos el uno del otro por lo bajini cuando nos castigaban por algún desliz en el aula con un guantazo, un ponerse de rodillas o terminar expulsado al pasillo. Cualquier desgracia que concerniese a ambos nos la tomábamos a risa, pero tan amigos, era una curiosa competición para ver quién salía más perjudicado.
Adoptamos la costumbre, cuando nos encontrábamos en la calle por azar, de simular que no nos reconocíamos. Era detectar la presencia del otro, pero a muchísima distancia, e iniciábamos el mismo teatro, que consistía en mirar a otra parte, generalmente a lo alto, y no moderar el paso sino continuar al mismo ritmo como si no nos hubiésemos visto. La comedia se prolongaba hasta que estábamos casi cara a cara y entonces estallábamos a grandes voces como si nos encontrásemos después de llevar miles de años sin vernos.
- ¡Chivero!
- ¡Chorizo!
Y nos fundíamos en un abrazo para asombro de viandantes y vecinas que se asomaban a la ventana para conocer la efeméride. Así nos tiramos unos cinco años, desde 5º de EGB hasta acabar 1º de bachillerato. Creo que nos tomaban por gilipollas.
Lo de Chivero no recuerdo de donde venía, creo que de una prima suya que llamábamos La Cabra. Chorizo era por los bocadillos. Antaño, después de la matanza, se secaban unas tripas de chorizo junto a unas mondas de naranja en un tendedero que había en la cocina de las casas, como la de mi abuela. Siempre que acudíamos a Úbeda a pasar unos días nos obsequiaba con algunas de aquellas ristras. Eran exquisitos. Desgraciadamente es uno de esos sabores irrecuperables. Causaban expectación entre la chiquillería madrileña cuando cada cual sacaba a relucir su merienda.
Chivero era un tipo algo solitario, de pocas palabras, flacucho y tenía el pelo ensortijado.
Cuando dejé Madrid perdí definitivamente de vista a Chivero.
Muchas veces he recreado en mi imaginación un reencuentro, tan cómico como entonces. Pero lo más probable es que si volviésemos a cruzarnos sería para no vernos.


domingo, 13 de agosto de 2023

La niebla contestataria

Llegaba el invierno y la judería se volvía muy misteriosa, porque se quedaba vacía y casi que a oscuras. Una neblina pálida, húmeda y vaporosa te acariciaba la cara a la salida de la Facultad de Filosofía y Letras, y no te abandonaba hasta las inmediaciones de Simago poco más o menos, como si fuese un ama de cuna o un ángel de la guardia. Tenía la virtud de convertir la luz de los faroles en círculos luminosos que se desvanecían en las sombras poco a poco, para difuminarse y perderse definitivamente en la nada más oscura. En ocasiones surgía un coche que avisaba de su agresividad con sus faros y tenías que saltar a un portal para evitarlo, pues las aceras no eran sino un bordillo.

La niebla, mientras te acompañaba, se apoyaba en los fustes de las columnas de las esquinas y se tumbaba en los adoquines del firme que salpicaban la calle, pintándolos de una brillante capa acuosa que los hacía brillantes y resbaladizos.

Las aulas de la facultad De Filosofía tenían ventanas muy altas, el edificio había sido hospital y hospicio, de locos también, en tiempos del cardenal Salazar, y algunas daban a la calle Almanzor, que era estrecha y mercado de chocolate. Por allí circulaban durante el día vecinos, turistas, estudiantes y despistados, pero no de noche porque entonces nadie asomaba por aquellas revueltas si era prudente y podía evitarlas, y si lo hacía es porque iba por costo o estaba convencido de que no tenía nada de valor encima, lo que no era garantía de librarte de un mal encuentro.

Pues una tarde noche de esas en las que la niebla se asomaba a las aulas por alguna de las ventanas que se había quedado abierta o habían abierto para oxigenar el recinto, daba su lección de Filosofía Martínez Marzoa, que por ahí tiene algún que otro manual de la ciencia que explicaba antaño y no sé si ahora lo sigue haciendo o sufre de algún castigo por obra de la metempsicosis. Mencionaba el bate, si no recuerdo mal, el asunto del pienso luego existo, que él, en su precisión filológica, expresaba como pienso es decir existo, porque, argumentaba, que del modo oficial no se expresaba la justa inmediatez del pensamiento de Descartes. Estaba el sofista inserto en su diatriba, ajeno al cansancio del alumnado que ya miraba los relojes y contaba los minutos para salir por la puerta y sin entender nada, cuando, sin esperarlo, surgió de la oscuridad de la calleja anexa, la del caudillo musulmán, una voz, más bien grito, de ultratumba.

- ¡Eso es mentira!

Aseveración que cortó el discurso del catedrático y dejó en suspenso a los discípulos por el atrevimiento disruptivo que supuso tal alegato o antítesis.

Así como se hizo el silencio en el aula, recuperó la calle el suyo a horas tan poco concurridas y quedó Martínez confuso, no sabiendo si lo acaecido era realidad o sueño.

El suceso de aquella noche fue muy comentado por los pasillos de la facultad los días que vinieron después. Se discutió del origen del anatema, si fue grito de rabia de algún suspenso o expresión valiente de algún aspirante a la sabiduría por medio de las yerbas que menudeaban por tales esquinas. No quedó zanjado el asunto, por estéril, y además pasó pronto al olvido como otra anécdota más del mundo universitario.

Yo estoy convencido de que fue obra de la niebla de la judería, la que me arropaba todas las noches por sus callejas, esa gélida compañera que disiparon los restaurantes y hoteles, con ella aprendí que los gatos, a esas horas, se convertían en gitanos.



jueves, 10 de agosto de 2023

Con España por escudo

Mi amigo Manuel Alonso gustaba de ponerse casi a diario unos pantalones vaqueros muy viejos, de esos que han perdido el color, andan deshilachados y, en definitiva, están muy gastados. Le había tomado mucho cariño a la prenda, eran como su segunda piel, tanto que se sentía incapaz de tolerar otros, aunque fuesen también tejanos; no se sentía el mismo si lo hacía. Pero llegó el día, inevitable, que fue necesario hacerle un apaño en la zona de la entrepierna, por ser esta la que con el andar sufre mucho el roce y se gasta antes, pues al sentarse dejaba expuesto el paquete, en ocasiones vestido de singulares adornos de los que se estilaban antes, muñequitos y esas mariconadas, y que invitaban a burla. Tuvo la feliz ocurrencia, mi amigo Alonso, por no tener otra cosa más a mano, o quizás gana de venganza contra los chistosos, de usar como parche un escudo de España, no sé si sacado de una camiseta de la selección española o de algún uniforme del ejército, porque entonces la mili era obligatoria. Y así lo hizo, generando contrapuestas opiniones y elucubraciones diversas al respecto, cuando, abierto de piernas, lo dejaba expuesto. De este modo algunos lo tomaban por patriota - “lleva España hasta en los huevos”-, y otros por revolucionario - “Está de España hasta los cojones”-. Y con esta curiosa actitud contestataria exponía sus adornados argumentos todas las tardes en la esquina de Deanes y Manríquez, que era donde nos sentábamos por las tardes a tomar unas litronas y respirar el humo de los porrillos que nos llegaba de la mezquita.


miércoles, 9 de agosto de 2023

Casa de fieras

Siendo niño tuve ocasión de visitar la casa de las fieras que existía en El Retiro de Madrid. Era el primitivo zoo de la ciudad, todavía no se había construido el de la Casa de Campo, o estaba en ello Arias Navarro. De este popular espacio se cuentan muchas anécdotas. Por ejemplo, aquella del tigre de bengala que se escapó de una jaula y fue capturado por Jagatjit Singh, maharajá de Kapurthala, que entonces estaba de visita por la capital. Aunque hay quien afirma que en realidad el felino era un regalo del personaje a su majestad Alfonso XIII por su enlace con la princesa Victoria Eugenia, que fue entonces. Este maharajá sí se hizo con Anita Delgado, que era una joven malagueña de 16 años muy bien plantada y apreciada por artistas e intelectuales como Romero de Torres y Valle Inclán. El indio se enamoró perdidamente de Anita y la convirtió en su esposa, y se fueron a vivir a Kapurthala. Un cuento de Las Mil y Una Noches, aunque con un final trágico que no contaré aquí porque no viene al caso.

Otra anécdota curiosa es la de que, durante la Guerra Civil, mientras los nacionales bombardeaba la capital y los rojos daban el paseíllo a los sospechosos de serlo, los responsables del cuidado de los animales dieron la voz de alarma porque no tenían con qué alimentarlos. Según la prensa de entonces el pueblo de Madrid acudió a la llamada y se pudo paliar en parte el drama. Aunque también se cuenta que la mayoría de las fieras murieron por inanición o fueron convertidas en filetes por el hambre que después vino y castigó a la población.

Pero no era esto lo que iba a contar sino la impresión que me causó aquel recinto el día que me llevó mi padre a verlo. Y esa impresión se resume en una imagen, que no he olvidado, la de un oso polar enjaulado bajo una ducha. El animal, por el poco espacio del que disponía, sólo podía sentarse o ponerse de pie. El agua caía ininterrumpidamente sobre su cabeza y su pelaje estaba absolutamente empapado, pegado a la piel, lo que lo convertía en un suspiro de oso, un galgo con los pies muy grandes.

- ¿Papá, por qué se está mojando todo el rato?

- Para soportar el calor, porque estos animales viven en el polo.

Ni que decir tiene que cuando años después visité el nuevo zoo, en comparación, me pareció de anuncio. Hoy, sin embargo, no puedo sino recordar al viejo plantígrado y no dejo de pensar que tampoco sus descendientes – que no sé si lo serán – están precisamente en el paraíso. Ahí hay uno sobre una losa, rodeada por un torrente en miniatura, comiéndose con desesperación un trozo de melón congelado; o a lo mejor el inocente sueña con meterse dentro.

Y también pienso, cada vez que me doy una ducha, cuanto de oso enjaulado tenemos, que, en el fondo, es lo que más me jode.


domingo, 6 de agosto de 2023

Villaespesa

Francisco Villaespesa fue un celebrado poeta modernista, de la generación de Juan Ramón Jiménez y Rubén Darío. Se juntaba, además de con los anteriores, con los novelistas del 98.  Pero, por su afición a la bohemia – alcohol, suciedad y miseria – era más fácil encontrarlo en compañía de Alejandro Sawa y otros de su calaña por los alrededores del café madrileño de Fornos. De Villaespesa hizo Pérez de Ayala un feroz retrato en su libro Troteras y Danzaderas. Para Cansinos Assens fue un personaje entrañable de la vida literaria, al que los envidiosos apartaron del merecido éxito. Su obra fue muy celebrada en la América hispana y la fama le permitió en su madurez una disipada existencia. Nadie se acuerda en la actualidad de este artista que murió a los 58 años, en abril del 36. El traerlo a la memoria viene de un anuncio por palabras que recogió, en el marco de la posguerra, el escritor Samuel Ros, en uno de sus artículos de prensa, que acabo de leer.  Da fe de lo trivial que es la existencia humana.

“Villaespesa. Obras inéditas, originales, traducciones, autógrafos. Subasta voluntaria...”


Una tarde con Moebius

Hace tanto tiempo que ya no sé si fue con motivo de alguna de las jornadas del cómic de Córdoba o pura casualidad. Lo cierto es que un grupo de tebeonautas tropezamos una tarde con Moebius, a la altura más o menos del entonces nuevo ayuntamiento, y no sé cómo ni por qué razón terminamos sentados en el suelo de la plaza Séneca, junto al pilón, en animada charla o tertulia, algo que, por otra parte, era frecuente entre la juventud. Sí recuerdo que estaba reciente el éxito de Akira, porque en la conversación que tuvimos con el maestro nos comentó que preparaba un comic con un dibujante japonés y nosotros le preguntamos por Otomo, nos indicó que ojalá, pero que era con otro.

De que el encuentro se produjo más o menos donde digo podría respaldarlo Rafa Rueda, porque nos cruzamos con él a la altura de San Pablo, cuyas gradas tal vez fueron las del teatro romano, y yo le dije muy bajito “es Moebius”, aunque él ya lo había reconocido, pero no se vino porque tendría que maquetar algún anuncio, aunque nos siguió con los ojos.

Me parece que a Moebius le acompañaba su mujer y un niño pequeño, pero igual es un angelito de mi imaginación. Se despidieron, alegando ella cansancio y ganas de refugiarse en el hotel, (¿Alfaros?), y él se acomodó a nuestro grupo. Nosotros no éramos más de cuatro o cinco, creo que uno era José Ramón, e intuyo que también estaban Javi Fernández o Rafa de la Haba, tal vez Galadí, o no. Quizás pueda corregirme alguno de ellos, es necesario llenar los toneles vacíos del pasado con algunas cervezas, de cuando en cuando, o los rellenaré yo de fantasía que es mi mayor pecado.

Como queda dicho, terminamos en la plaza mentada y nos sentamos en cuclillas formando un corro sobre el mosaico de chinos que adorna el firme, al abrigo de la estatua del togado sin cabeza que preside la fuente, que igual no era Séneca sino un Pompeyano cualquiera.

Moebius resultaba algo inexpresivo en cuanto a gestos, pero hablaba muy bien en castellano. Se había criado en México, nos confesó, y se sentía algo confundido porque Córdoba le recordaba mucho a aquello.

La conversación derivó a Estela Plateada y las colaboraciones con Marvel. Yo hubiese preferido hacerlo de Blueberry, pero el que tenía delante ya no era Giraud sino Moebius y preferí respetar su pasado. El caso es que terminamos hablando de chamanes, creo que por sus colaboraciones con Jodorowsky. Cuando estimó oportuno decidió que debíamos separarnos. Como no éramos cansinos aceptamos su deseo y nos despedimos. Nos sentimos muy agradecidos por el rato y un dibujo que nos hizo, que se terminaría convirtiendo en el logo de la asociación. Desapareció por Ambrosio de Morales y supongo que nosotros lo hicimos por San Eulogio, bien para bajar al Potro o desviarnos a la Plaza de la Almagra, asilo de comiqueros y botones.  

viernes, 4 de agosto de 2023

Paleolíticas

La mujer del paleolítico, según la pieza de Willendorf u otras semejantes, es de formas voluminosas, un rombo achatado de aristas curvas. Sus hombros son estrechos, las caderas anchas, los muslos robustos, los pies pequeños. Tiene pechos enormes, sobre los que descansan las manos, que cuelgan sobre su protuberante barriga. Bajo esta se aprecia perfectamente su vagina. La mujer del paleolítico está desnuda. Esta mujer carece de rostro o lleva puesto en ocasiones un curioso gorro, que bien puede ser su pelo. Hay quien sostiene que es una idealización o una representación de la diosa madre.
La mujer del paleolítico, según algunos manuales de secundaria, es blanca, alta y delgada, carece de pecho y caderas, su cuerpo es adolescente. Presenta el pelo a media melena y de un suave color violeta. Viste un cómodo pijama que la cubre de cuello a tobillos y luce un bonito collar de colmillos. En sus ratos de ocio, que deben ser abundantes, pinta bisontes en los techos de las cuevas.