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lunes, 31 de julio de 2023

Follonosa

 Se llamaba Fonollosa, porque en el ejército el nombre que te ponen en la etiqueta de la chupita es, de los dos, el apellido menos frecuente. En mi caso estaba escrito Pérez Ruiz, porque ambos eran muy comunes, del mismo modo había otro compañero que era Ruiz Pérez, por la misma causa. Eso no pasaba con Fonollosa, Larrea o Patón, pues eran fáciles de identificar.

Ya digo que por Fonollosa era conocido en el cuartel, y así lo reclamaban cuando era necesario los mandos, (sargentos, tenientes, cabos y esa fauna), pero para nosotros era Follonosa porque era el que suministraba de porno la compañía. Al principio era un recluta más, con un traje de camuflaje como todo el mundo, alto, delgado, silencioso. Creo que si pasase por delante de la puerta de rejas de un chalete el perro no le ladraría, un tipo muy discreto, ya digo, una sombra.

Su modus operandi era el mismo siempre, semana tras semana. Llegaba el domingo y se vestía de bonito para darse un garbeo por Alicante – el cuartel estaba en Rabasa -. En el cuartel no quedaban más que los arrestados, (que era mi caso), los que tenían algún servicio y aquellos que, viviendo en la otra punta de la península, no podían permitirse el lujo de ir y volver en dos días a su casa. Recorría quioscos y tenderetes y hacía acopio de cultura.

La primera vez que dio a conocer su lado más característico, y que motivaría el cambio de apellido, se presentó en mitad del barracón y se puso a repartir revistas a diestro y siniestro. Nadie comprendía qué estaba sucediendo. Pero una vez que empezaron a circular de mano en mano todo el mundo se hizo la misma pregunta: ¿quién ha traído esto? Poco tardaron en cambiar el orden de las sílabas y darle mote al que se convirtió de la noche a la mañana en rey mago de la compañía.

Por supuesto que hubo alguno que otro escandalizado por tamaña osadía, pero con la boca pequeña, porque no perdió ocasión de darle algún que otro repaso a las publicaciones una vez que advirtió, al ver la cara de los aspirantes, que algo interesante tendrían.

Desde aquel día, y todos los domingos, Follonosa era el nombre más pronunciado en las camaretas. Las mañanas del festivo se hacían largas y todo el mundo imaginaba a Follonosa recorriendo los quioscos del puerto, y se relamía imaginado las portadas de los revistones, que así empezamos a denominarlos, que traería el mentado.

El defecto o la virtud del material que proporcionaba Follonosa es que no eran las revistas caras al uso entonces, los penthouses o playboys, de fotos vaporosas con modelos de infarto, sino publicaciones retapadas de seis por 20 duros que incluían entre tía y tía, relatos y comics, y sí, todo muy cutre. Creo que muchas de aquellas muchachas no eran sino promesas locales que protagonizaban un porno amateur no apto para sibaritas o pornófilos, sino para reclutas pornógrafos que éramos.

Lo interesante del caso es que de una de aquellas historietas, de algún desconocido dibujante, sospecho que italiano, sacamos a la mascota de la sección. Se llamaba el comic en cuestión El falo pompeyano, y causó tanto regocijo y expectación que pasó a convertirse en el grito de guerra cuando íbamos a paso ligero al campo de tiro, que estaba a unos diez kilómetros del cuartel.

- ¡Falo! – gritaba el cabo de turno.

- ¡Pompeyano! – respondía la compañía 31, sección dos, y se añadían coplillas que habíamos compuesto en los arrestos para hacer llevadera la marcha antes y después de los tiros. Otro día os las cantaré.

- ¡Vidilla, vidilla! – gritaba Mínguez, otro entre tantos, cuando la cosa andaba muy jodida y necesitábamos exprimir la cantimplora. Algún alférez de complemento se apiadaba y mandaba hacer un alto, si no andaban cerca el teniente.

El falo pompeyano terminó estampado en la camiseta de la compañía. Y sí, fui yo el que lo inmortalizó. Inspirado por el título diseñé el personaje, un falo con cara de buenote vestido de toga romana y corona de laurel. Motivo que me originaría algún que otro disgusto, porque junto al falo corrían el capitán y el teniente. Pero no por ello restaré valor a Follonosa, que fue el que facilitó el motivo y la anécdota.

Imagino que a estas alturas no menudeará por los quioscos, igual se ha vuelto un tipo decente, y ya solo sorteará historiales comprometedores buceando en los links de la red.


sábado, 29 de julio de 2023

El bueno de Pepe

 Se llamaba Pepe y era muy facha, pero no necesariamente el que cada cual conoce porque son muchos los de este nombre y de la misma condición, y tienen el mismo mote. Este era compañero del instituto, coincidimos en COU. Se llevaba muy mal con el de Historia que era comunista y le decíamos “el belloto”, el hombre era tarugo como la madera de encina y sus clases soporíferas como la siesta a la sombra de aquella. Sin embargo, congeniaba con el jefe de departamento, que era gay pero no confeso. Exigía a “el belloto” que su examen lo corrigiese el catedrático, cuando suspendía, que era casi siempre, pero sin éxito o sin que nos enterásemos del resultado final. También se llevaba muy bien con “el butanito” que era el de Literatura, un tipo pelirrojo muy bajito, pero yo creo que por precaución de éste hacia él y sus gentes. Al de Lengua, Don Rafael Lucena, el que suspendía a todo el mundo, le guardaba el aire, pero le hablaba con ironía.

A mí Pepe me caía bien, era un tipo educado y cercano, tenía gracia y era simpático el jodido, nunca discutimos de política, pero era muy facha. Le delataba su forma de vestir, la banderita en la correa del reloj, y sus visitas a la sede de Fuerza Nueva, donde llovían bolillas de acero. A Pepe lo podías encontrar en una taberna muy fachurra que había por debajo del colegio Santa Victoria, entre el Bocadi y Plateros de la plaza Séneca – estoy hablando de Córdoba para los que no sean de allí y no se ubiquen. La taberna tenía los consabidos adornos que en nada envidiarían al atrezo del restaurante que hay en Despeñaperros, el popular Casa Pepe. Si pasabas por la calleja a la que daban las ventanas podías verlo sentado a una mesa con los amigos, pimpando unas copichuelas de fino y contando chistes, con pasodobles de fondo y al amparo de una bandera con el aguilucho que tapizaba una pared. No voy a negar que el sitio tenía un sabor muy cordobés, pese a la parafernalia de la que hacía gala. Ya no existe, y confieso que lo digo con nostalgia.

Pepe vivía cerca del arqueológico, un barrio popular entonces que estaba plagado de tabernuchos y prostíbulos, y ahora repleto de restaurantes y hoteles caros. Los vecinos son otros, con pasta y progres. Entre todos le han robado la magia. 

Para moverse de un lado a otro, Pepe, tiraba de un vespino, (que entonces era otro signo de ser facha o pijo); tenía por costumbre bajar a toda leche por la calle Rey Heredia. Una noche tuvo un percance en ésta. La iluminación de las calles del barrio no era muy buena ni muy conveniente entonces, y él venía despistado o más alegre de lo que conviene al que maneja un vehículo, y al girar en la mentada calleja, le bastó recorrer unos metros para tropezar con un inesperado cipo, algo así como una piedra miliaria o una columna de las que sujetan las esquinas de las casas de la judería, muy bien giñado entre ambas aceras.

Tuvo la mala fortuna Pepe de golpear la rodilla con aquél y perder el equilibrio. Terminó en el suelo y bien jodido. La vespino, que siguió impertérrita su camino, fue a estrellarse contra una pared y quedó hecha mixtos, para el desguace. Pasaron unos meses antes de que volviésemos a verlo por clase, pero bien, contando el suceso como una anécdota más, una medalla en su historial de lucha. Nunca se lo perdonaría al concejal de urbanismo, decía con ese salero suyo del que masca la ironía, echándole la culpa a los comunistas porque querían hacer peatonal el casco antiguo; pues habían regresado de un viaje a Florencia con esos planes para Córdoba.

Hoy no existe el cipo de piedra sino un feo tubo de metal, más próximo a la boca de la calle, para evitar accidentes semejantes o que aparque un listo. Un signo de los tiempos que corren, la Disneylandia que viene.


miércoles, 19 de julio de 2023

La boda de Concha Méndez y Manolo Altolaguirre

A la boda de Concha Méndez y Manolo Altolaguirre, que se celebró en la madrileña basílica de Chamberí, (1932), acudieron entre otros Federico García Lorca, Luis Cernuda, Jorge Guillén, Rosa Chacel, Juan Ramón Jiménez, Edgar Neville, Rafael Martínez Nadal, Santiago Ontañón, Francisco Iglesias Brage, Pancho Cossio, Carlos Morla Lynch y numerosos estudiantes universitarios, chicos y chicas, todos incondicionales amantes del arte.

Al abrigo del nutrido grupo de invitados que esperaba en el atrio se amparó otro, inferior en número, de pillastres descalzos, greñudos y sucios, que aspiraba a obtener alguna “perrilla” del primero, dando vivas a los novios y el padrino. De cuando en cuando los concurrentes lanzaban lejos monedas de cobre para que los golfillos se alejasen, que de este modo se enfrascaban en carreras y riñas por el preciado vil metal. Pero, una vez conseguida la recompensa, en lugar de apaciguarse, retornaban con el mismo propósito y más desvergüenza si cabe por otra.

Aparecieron los novios, por cuyo enlace nadie daba un duro, y el templo se llenó de gente, sin orden ni concierto, confundiendo un altar con otro. Acudieron tantos curiosos que la nave quedó pequeña. La novia se abrió paso a manotazos. Los pedigüeños ocuparon un confesionario, luchando por hacerse con un rincón y amenazando con hacerlo volcar.  Algunos de los literatos, armados de cirios, intentaron poner orden entre los espontáneos. Se gritaba, se reía. Al cura no se le escuchaba. Terminó la ceremonia y ninguno de los testigos se acordó de firmar en el registro.

A la salida, los golfillos formaron e hicieron coro:

- ¡Viva la literatura!

Y adelantaban la mano con una abierta sonrisa de mellas y luz en los ojos.


martes, 18 de julio de 2023

La cucaracha náufraga

Mi abuela Visi, cuando localizaba una cucaracha en la cocina, tenía por costumbre o por diversión darle pasaporte por el desagüe del fregadero. Unas veces nos avisaba y corríamos a ver al bichejo intentar escapar de los remolinos que formaba el agua del grifo buscando su salida. Mi abuela ayudaba con la mano en la distribución del líquido por si la víctima de la inundación conseguía trepar por las resbaladizas paredes. Era muy entretenido verlo sucumbir pese al esfuerzo. Otras veces éramos nosotros los que la avisábamos con regocijo si descubríamos una en la alacena, paseándose tranquilamente entre las viandas, pues sabíamos lo que venía después. Acudía mi abuela muy serena y agarraba al bichejo con sus gruesos dedos y, aunque este protestaba en un remolino de patas, su suerte estaba echada; y terminaba patinando como loco en pugna con la corriente hasta que lo engullían las cañerías. Cuando se producía el desenlace permanecíamos un buen rato a la expectativa con la esperanza de verlo asomar como un náufrago, hasta que nos cansábamos. Después, por la tarde-noche, cuando salíamos de paseo, armados de un polo, nos sentábamos en un banco junto a una fuente que tenía chorros de colores, para ver salir a la cucaracha despedida hasta lo más alto del cielo, cosa que jamás sucedió, pero no por ello perdimos la ilusión de verla alguna vez, porque mi abuela sabía darle, incluso a las cosas más insignificantes, un interés muy grande.

martes, 11 de julio de 2023

La Virgen con Alberti

En plena efervescencia republicana, allá por junio del 31, Alberti tuvo la feliz ocurrencia de estrenar un drama teatral sobre Fermín Galán, el héroe de Jaca, legionario que, junto a García Hernández, proclamó la república en las postrimerías del reinado de Alfonso XIII, (Dictablanda), y perdió la vida a consecuencia de ello. La obra contaba los últimos años del insigne militar, guiada por un ciego de los que cantan romances por los caminos, y mientras los episodios más conocidos se sucedían no hubo problema; pero en el segundo acto, armada de bayoneta, hizo acto de presencia la Virgen María, a modo de deus ex machina, se declaró republicana y exigió las cabezas del rey y el General Berenguer. 

Las reacciones a la inesperada proposición fueron diversas. A un sector del público le dio por reír, a otros les pareció inoportuno aunar o confundir al héroe con la religión y los hubo que tomaron aquello como una blasfemia contra la fe católica. 

Para rematar el cuadro, salió un actor representando a un cura borracho, en alusión al cardenal Segura. El caso es que, al concurrir tantos y variopintos criterios ante la misma estampa, estalló un alboroto que terminó en gritos, amenazas, golpes y carreras. Tuvieron que bajar el telón metálico a toda prisa por miedo a que el tumulto degenerase en un incendio.

Sin embargo, interesados por conocer el final, una vez que se apaciguaron los ánimos, cada cual volvió a ocupar su butaca y la obra terminó de representarse, y estuvo un mes en cartel.

lunes, 10 de julio de 2023

La Maeztu, Lorca y Camarón

María de Maeztu, a la que las chicas de la Residencia de Señoritas llamaban María la Brava, intelectual, pedagoga, conferenciante y pionera del feminismo hispano, se durmió durante la lectura del libreto de Así que pasen cinco años, obra surrealista del insigne poeta Federico García Lorca, cuando éste la hizo en casa del diplomático chileno Carlos Morla Lynch a un reducido y selecto círculo de gente de la cultura, diplomacia, política y nobleza.

Pese a la mirada furibunda de Federico, que no interrumpió la lectura ante la provocación, la vitoriana no se privó de bostezar y acomodarse en la butaca para terminar entregada al abrazo de Morfeo y roncar, aunque muy bella en su actitud.

No es la de los cinco años la más popular del poeta granadino, muy alejada de otras de gitanos, oscurantismo y costumbres populares españolas que se representan con asiduidad para regocijo de mayorías ilustradas. Es más bien experimento extraño, difícil de representar, chocante, a ratos de Alberti, pero que anticipa el gusto por Mihura y Poncela de la posguerra. Me atrevería a jurar, aunque no venga al caso, o sí, que Lorca tiene algo de Chaplin.

Por fortuna, con los años, apareció Camarón y del subtítulo de la tragedia hizo un disco, donde adaptó a su gusto alguno de los poemas y le daba otro aire con falsete, palmas y guitarra.

Por desgracia María de Maeztu no tuvo ocasión de escucharlo, Federico tampoco, y nos quedamos con la duda de saber si se despertaría una o se encabronaría el otro.



viernes, 7 de julio de 2023

Lynch y Lorca

 Un día sí y otro también, sobre las nueve de la tarde, acudía García Lorca al domicilio del diplomático chileno Morla Lynch, un inmueble situado en el madrileño barrio de Salamanca. Una estrecha amistad unía a ambos personajes. El anfitrión y su esposa organizaban tertulias en las que participaba la intelectualidad de la época y Federico, uno de los habituales, amenizaba con el piano. En ocasiones el chileno se sumaba al concierto y compartían las teclas del instrumento, (es difícil no compararlos con los hermanos Marx llegado a este punto). Muchas fueron las veladas que pasaron de esta guisa, improvisando composiciones y recibiendo la admiración de los invitados.

Cuando empezó la guerra, el embajador chileno, Núñez Morgado, abrió las puertas de la embajada a los falangistas, que se refugiaron en ella para evitar a las checas. La misma política llevó a cabo Lynch cuando aquél faltó y él se convirtió en representante del país. Muchos seguidores de José Antonio pudieron, gracias a su labor desinteresada, abandonar la España roja bajo el paraguas de la inmunidad diplomática, como refugiados, (para que luego digan que la República no respetó la legalidad).

El poeta y cónsul Pablo Neruda acusó a ambos diplomáticos de simpatizar con la causa rebelde y de ser partidarios de la Alemania nazi, y acusó a Lynch de no mojarse en el caso de Miguel Hernández - otro asiduo a las tertulias - cuando las tornas cambiaron y tuvo ocasión de hacerlo.

De Madrid marchó Lynch a Berlín, en el 39, a continuar con su carrera diplomática. Definió el régimen nazi como “monumento de justicia social”. De su paso por Madrid se menciona en los mentideros el gusto por los jóvenes broncíneos, trabajadores y proletarios. Era una época muy confusa, o eso nos han contado.