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lunes, 27 de marzo de 2023

Miguel Ángel, el David y sus partes

Lo del David de Miguel Ángel viene de antiguo, que nadie imagine que es cosa de ahora. En EEUU es un fenómeno intermitente, pero en el viejo continente tampoco ha sido infrecuente la reacción contra el atractivo del desnudo del personaje. Bien es cierto que aquí las iras de los puritanos se han satisfecho con la censura de otras obras del genial artista, lo cual no ha impedido que de cuando en cuando surja el debate sobre lo adecuado de su exposición, que parece zanjado, pero no. Me temo que el día en que a la imagen le añadan una hoja de parra de quita y pon, según la edad de los visitantes, no está muy lejos. Los tiempos apuntan maneras, con otros argumentos, pero en la misma dirección.


domingo, 26 de marzo de 2023

Tardes de lectura

Hay tardes que son literarias. Hay algo que invita a leer un libro, o varios. A la mente te vienen los buenos ratos que pasaste con algunos en esas horas. Y te entran ganas de repetir. Tomas uno al azar, no necesariamente de los favoritos, te buscas un rincón al sol y, sin necesidad de gafas de cerca, lo abres por donde sea y empiezas a leer por cualquier línea. Descubres entonces que no te suena de nada, pero sigues adelante, a ver si te conduce al lugar que guardabas en la memoria, al hilo que conduce a la madeja. Después de varios tanteos a oscuras, tropiezas con una frase, un párrafo, una anécdota, que no es exactamente la que recordabas, pero te pone en la pista. Después descubres que te lleva a otra parte, que hay otros detalles, pequeños matices, una curiosa errata y, al final, perdido en un laberinto, concluyes que le debes otra lectura, que aquel libro que leíste ya no existe, que el bueno es el que tienes en las manos, o que no lo era tanto como imaginabas. Hay libros que merecen una, dos, tres y hasta cuatro lecturas, digamos cinco, porque son muchos los caminos a los que conducen. Incluso aquellos que sólo merecen una nos permiten viajar a escenarios imposibles o a los infiernos del arte, y también es bueno perderse en ellos.


sábado, 25 de marzo de 2023

Zapatero y Borges

José Luis Rodríguez Zapatero, cuando sólo era José Luis Rodríguez Zapatero y pocos los que habían reparado en sus cejas malignas, tuvo la oportunidad, esa que da el diablo o los periodistas que se alían con él, de escribir un prólogo a un libro de Borges, que viene a ser, visto así con perspectiva, una cosa muy borgiana. El dato ha venido a cuento de una de esas exploraciones de los quioscos del centro y tiendas de barrio de 24 horas, de la muy borgiana ciudad de Jaén, villa en la que habito y tiene calles por encima del clínico que me recuerdan a las de Villaverde este, en Madrid.

A un nuevo montón de libros de segunda mano, que forman una lengua de reptil de papel, se ha unido otra remesa de aquellos que a principio de siglo se regalaban con el diario El Mundo. Colección variopinta y digna de completar para que dentro de 20 años más terminen en manos de otro lector empedernido. Es una cadena en la que participo. Y precisamente en eso he echado la mañana, en revisar y cotejar, tomar algunos que me faltaban y otros que ya tenía, pero en otra edición menos pinturera. Así, para disgusto de mi compañera, (que si digo mujer queda muy feo y nada de la nueva masculinidad), he acudido a la casa con cinco tochos, virginales, sospecho, como el día que salieron de la imprenta.

Y he aquí que uno de ellos era uno recopilatorio de cuentos de Borges, Ficciones, prologado por el expresidente mentado. De los otros hablaré otro día porque cada cual tiene su enjundia, al ser de autores distintos, y así me podréis llamar rojo o facha, cuando me ocupe de cada uno, pues uno es del Dragó, otro de la Grandes y el resto de Ferrero y Puig, por no dar más pistas, que cada cual, si le interesa, imagine los títulos.

Pues confesaba José Luis en ese de Ficciones, cuando todavía no se limpiaba como de costumbre el barro en los escalones de la Moncloa, que estaba enfermo de Borges desde jovencito y todavía no se había curado. Mentaba la Biblioteca de Babel, que es el relato que diez años antes se podía leer en los libros de Historia de Literatura de COU, y también el de las Ruinas Circulares, donde se sueña y a uno le atienden los indígenas y se le multiplican los discípulos.

Me gustaría creer que este hombre se perdió en la biblioteca, subiendo y bajando las escaleras de caracol que comunicaban las salas hexagonales empapeladas de repletos anaqueles, o que navegó con la mente a templos de civilizaciones perdidas y fabricó un simulacro de hombre u hijo que desconocía su condición. Todo eso estaría muy bien. Pero no lo consigo. Creo que Joseluis se equivocó de calle al perderse y confundió su camino con el de Borges, y cree que es el mismo. Estoy convencido de que todavía no ha encontrado la salida, dudo que quiera hallarla.

En cualquier caso, en todo esto hay algo borgiano, no me lo puedes negar. Sobre todo, al leer, así remata en la contraportada, (extraído del prólogo), <<cuando uno enferma de Borges, se pregunta por qué la gente sigue, seguimos, escribiendo>>. 

Suena a amenaza.


martes, 21 de marzo de 2023

Anarcoma en el Potro

En el zaguán de la Posada del Potro, hablo de Córdoba, pusieron una imagen de Anarcoma, por lo de las jornadas del cómic, del mismo autor de la muestra que coincidió con éstas, José Pérez Ocaña. Un sin fin de cuadros y monigotes de feria, angelotes y vírgenes, del artista sevillano afincado en Barcelona, fallecido hacía apenas un año, poblaron los rincones de la posada, a modo de estampa religiosa, y dieron color e hicieron compañía a las páginas de los tebeos que se colgaron en las paredes del patio, entre tiesto y tiesto.

La popular heroína de El Víbora, agente secreto, vestida de tacones altos y medias negras con ligueros, mostraba sus encantos y guiñaba un ojo a los visitantes. A la figura del personaje de Nazario no le faltaba un detalle y muchos, también señoras, fueron los que, con intención de entrar a la exposición, al tropezar con su pudendo, recularon y se marcharon por donde habían venido, muy escandalizados.

Pero para los incondicionales del comic el asunto del pene de Anarcoma carecía de importancia, esa era la realidad. Por aquel entonces el que despertaba admiración y, probablemente, desataba pasiones era el de Den, el personaje de Richard Corben, que se publicaba en el 1984 de Toutain, y no estuvo físicamente presente, pero sí en la mente de todos, porque en los saltos de aquel calvo musculoso había algo infantil de conquistar el mundo en pelotas o cosa por el estilo, (que lo expliquen los psicólogos).

El caso es que apareció Nazario, que se había subido sin billete al tren, despertando la preocupación de Miguel Cosano, que era el que estaba al cargo de todo y no se imaginaba el éxito de público que aquellas jornadas iban a reunir en aquel emblemático lugar. También acudió Gallardo, que entonces sólo era la mitad de Makoki, y Carlos Giménez como para darle más seriedad a la mesa redonda. En una de las aglomeraciones, que el Potro se quedó pequeño, le dieron un empujón a un angelote de Ocaña y se hizo pedazos.

Gracias a la televisión y a los videoaficionados de entonces, de aquellas jornadas comiqueras, las primeras, queda un bonito recuerdo. 

 

sábado, 18 de marzo de 2023

Las tardes de la judería

 

Teníamos por costumbre quedar en la encrucijada que había entre la calle Deanes y la calle Manríquez, en las escaleras de la puerta que hacía remate con la del viejo convento de las huérfanas y hoy es algo de la Junta de Andalucía, a pocos pasos de la Puerta del Perdón de la Mezquita de Córdoba, de lo que luego sería el albergue juvenil y muy cerca de la facultad de Filosofía y Letras. Allí comíamos pipas y bebíamos litronas, también olía a porros. A veces se hablaba de cómics y otras de García Márquez o El Lobo Estepario. Como la tarde era larga, sobre todo en primavera, bajábamos hasta la plaza de las manos, la de los Santos Mártires, para mear en las ruinas de los baños árabes o morrear a las amigas, y después reculábamos hasta la del arqueológico, donde nos confundíamos con la atmósfera y seres nocturnos de la Judería, muy oscura y silenciosa entonces. Turistas había, pero menos. Y ninguna tienda de souvenirs sino de pan, vino, tabaco y golosinas que cerraban a una hora decente. Por los tejados y adarves caminaban unos gatos enormes, del tamaño de un puma, poderosos y orgullosos de sus dominios. En las revueltas de las calles podías tropezar con El Gallego, un mugriento jipi de origen incierto que daba discursos sin coherencia, como el de muchos políticos y predicadores, pero menos peligroso, y algunas veces se nos sumaba o, mejor dicho, se nos colgaba. A la altura de la calle Rey Heredia o en la del Horno del Cristo se asomaban las putas a la calle y se quejaban del calor o de la falta de parroquianos. Nos ignoraban. En la taberna de la calle Cabezas se juntaban los chorizos para menudear con los camellos. Las mariconas disfrazadas de folclóricas, con su cara de indias pintarrajeadas, nos sonreían empalmadas. Un día se nos sumó un francés despistado, que habría leído a muchos románticos, y quiso seducir a la Inma, que era la más guapa y la más progre de la banda, y algunos no se lo perdonamos. Era morena y de pelo ensortijado, ojos grandes y calzaba sandalias. Muy buena en latín, leída como ninguna. El gabacho acudió con una amiga muy gorda, también francesa. Nos la dejó aparcada y se fue con Inma. Esa tarde nos reímos mucho a su costa, impulsados por los celos. Creo que fue nuestra pequeña venganza. Aquel malnacido regresó muy tarde.


jueves, 16 de marzo de 2023

Ya está aquí el pájaro

Reunieron a soldados y aspirantes en la explanada, vestidos de bonito, las galas de los acontecimientos importantes. Se habían tirado toda la mañana haciendo instrucción, recorriendo el perímetro del cuartel unas veces al norte y otras al sur, al este y al oeste, sin pausa, sin conseguir satisfacer al sargento, que siempre ponía peros, para recibir a un alto mando que venía a hacer una visita al campamento, el motivo no era asunto suyo. Paso, y sonaba un estruendo. Paso otra vez, y de nuevo el patadón sobre la tierra o el asfalto, monótono y apagado como los uniformes caqui. Así pasaban los minutos que se hacían horas. Y el bocata de salchichón del desayuno pugnaba por salir a la luz, con éxito en ocasiones y acompañado del café con leche condensada en otras.

La banda de música afinaba sus instrumentos delante de la tarima, los de viento se tiraban pedos. La tropa permanecía en su sitio asignado en posición de descanso, pero sin romper las filas, al sol. Los jóvenes mantenían el tipo sin poder aflojarse el nudo de la corbata o menear la boina, apoyándose alternativamente en un pie u otro, enfundados en zapatos inmisericordes, negros como cucarachas.

Se levantó una ligera brisa y las banderas hondearon sin mucho entusiasmo. Los pájaros volaban indiferentes, describiendo curvas sin destino preciso, con intención de confundir a los augures que ya no existían. Un perro sin raza ni dueño cruzaba las pistas a paso ligero, ajeno a las reales ordenanzas.

La trompeta llamó al orden, como el despertador traicionero. Un espasmo eléctrico sacudió a los atentos. El coche oficial con el mando a bordo, escoltado por las motocicletas de la PM, había franqueado las garitas de la puerta principal. Su aparición era inminente.

Los suboficiales dieron las órdenes precisas, sin amenazar ni blasfemar como acostumbraban. Las compañías taconearon al unísono para adoptar la posición de firmes.  A otro gruñido presentaron armas.

Los oficiales salieron de las sombras y encabezaron a las compañías, sosteniendo el sable, que brillaba sin pedir permiso.

El teniente músico puso orden entre los suyos con la batuta, igual que si manejase un florete. A continuación, levantó los brazos, a modo de banderillero, mientras oteaba con el rabillo del ojo el horizonte, donde se alzaban las tiendas de campaña y al otro lado los barracones. Un reflejo le hizo despertar de su empeño y a un ademán enérgico hizo sonar la orquesta.

El vehículo oscuro se aproximaba lentamente, guiado por la marcha de infantes, que daba esplendor y ritmo al periplo.

El pájaro, el pájaro, ya está aquí el pájaro, delataba la armonía de sonidos.

Ya está aquí el pájaro, ya está aquí el pájaro, tarareaban todos los presentes sin abrir la boca, pero masticando la melodía y conteniendo la risa nerviosa de aquellos que se saben en peligro por burlones.

Los fusiles pesaban, más que un cañón, y algunos rezaban porque el conductor de la jaula pisase el acelerador y dejase al pájaro libre cuanto antes. 

El sudor resbalaba por los cogotes pelados y rodeaba las orejas, para humedecer el cuello de las camisas primero y la cintura de los pantalones después, tras recorrer la columna en cataratas.

Se detuvo el automóvil a la altura del entarimado y sus banderas de pega permanecieron tiesas, como las ruedas pegadas al firme. Un cabo corrió a abrirle la portezuela y, tras él, unos gerifaltes enguantados a recibir al colega.

Para admiración de todos, del coche salió un almirante, blanco como los polvos de talco o el caballo de Santiago.

Pérez Barba, uno de los aspirantes, no pudo contenerse y exclamó:

- No es un pájaro, no es un pájaro, es un palomo.

Estalló la carcajada, las filas se tambalearon, el capitán llamó al orden, quería la cabeza del responsable. Su seriedad y el color del rostro lo delataron.

- Luego hablamos – amenazó por lo bajo al espontáneo.

- De esta no sales – le dijo uno de la sección.

El palomo, lejos de la explosión, no había oído la guasa y seguía a lo suyo, estrechando manos y buscando el momento y el sitio para iniciar el paseíllo de rigor, y cabecear frente a la bandera.

Recorrió la esplanada, subió a la tarima, dio su discurso, vivas a España y al caudillo, y aguardó al desfile en su honor, que se ve que era lo que más le gustaba. Al amparo de un toldo de colores nacionales puso todos los sentidos en la danza guerrera que se avecinaba.

- Vamos a desfilar de puta madre, para que no te arresten – acordaron los compañeros, a sabiendas de lo mal que lo hacían, pero con fe en el propósito.

A una, y como sólo pasa en el cine, en perfecta formación, impertérritos y mecánicos, con la precisión de un reloj suizo, se cruzaron con el almirante como si en ello les fuese la vida.

No se esperaba el palomo tal marcialidad en el andar, ese orden de brazos y piernas al unísono, tal equilibrio de fuerza y distinción, algo inimaginable en aquella masa de torpes estudiantes que buscaban el escaqueo en una mili a plazos durante los veranos.

Admirado, por no decir entusiasmado, cuando la tropa terminó su parada, felicitó efusivamente a los mandos responsables de aquella compañía que señalaba con el dedo por la preparación y disciplina de la que habían hecho gala.

Acabado el evento, vuelto el pájaro a su nido, el capitán se reunió con el travieso y, en lugar de castigarle, agradeció a él y sus compañeros, con lágrimas en los ojos, la gloria que le habían regalado.

Cosas de la mili de antaño.



domingo, 12 de marzo de 2023

La octavilla

 En cierta ocasión un tío mío, al que mis amigos definían como un currante nato, que había venido a pasar unos días con nosotros, se dio una vuelta, una de esas mañanas que tenía poco que hacer salvo pasear, por los descampados y huertas que rodeaban Saconia y tuvo la ocurrencia de recoger del suelo una octavilla que invitaba a rebelarse contra el régimen, la guardó en un bolsillo de la chaqueta y la llevó a casa. Debió de ser en 1973 más o menos, no sabría decirlo con exactitud.

Al cabo de una semana corrió la noticia de que en un importante partido de futbol de primera división habían arrojado al canto de un gol octavillas idénticas a la que recogió mi tío.

Mi padre, tentado por la notoriedad que podía darle aquel suceso, cometió el atrevimiento de comentar en el trabajo que él tenía una. Tardó menos de una hora en llegar la policía secreta para solicitarle la entrega de aquella y que los acompañase al lugar del hallazgo. Un compañero le había denunciado.

Íbamos a comer cuando se presentó en casa acompañado de dos señores muy serios, para sorpresa nuestra. Él le quitó importancia al suceso, dijo que venía por un papel. Mi madre quedó preocupada. Yo percibí que algo grave sucedía.

Mi padre no mentó para nada a mi tío, se apropió del protagonismo para evitarle complicaciones, y acompañó a los de la secreta hasta donde supuso que él la había recogido.

Los polizontes recorrieron las eras con la vista pegada al suelo mientras unos grises guardaban a mi padre. Era una tarde soleada. Después de un registro infructuoso, dieron por zanjado el asunto y lo dejaron marchar.

Por aquel entonces, durante meses, estuvo llegando al buzón de casa una multa a mi nombre, por exceso de velocidad. Yo sólo tenía 7 años.


sábado, 11 de marzo de 2023

Esclavo del deber

 Contaba Gentille Bellini, el pintor veneciano, pero también Angiolello, el cronista de Vicenza, que fue preso de los turcos, y el mismísimo Proust en una de sus novelas de Swann, que el sultán Mehmed II, soberbio de su libertad, degolló con su propio puñal a una esclava griega de nombre Irene, de la que se había enamorado, para no sentirse sometido y esclavo de la pasión, y poder así atender con prurito y sin distracción los asuntos de su imperio.


domingo, 5 de marzo de 2023

El amigo Jose.

Yo tenía un vecino que era de Jaén. Él y toda su familia. Se llamaba José, Jose para los amigos, y vivía en el tercero. Casi todas las tardes, mi hermano y yo, después de hacer las cuentas y un par de planas de caligrafía, subíamos a su casa a buscarlo para salir a jugar a la calle. Algunas veces era al contrario, él bajaba, si tardábamos mucho con las sumas.

La casa de Jose tenía un sabor a antiguo, provinciano. Imagino que era sin intención, sino espontáneo. Pero eso lo digo ahora, entonces me parecía simplemente rara.

Nosotros, y me refiero a mis padres, éramos de la misma provincia, pero no de la capital; lo mismo sucedía con los del cuarto. En aquel barrio había más andaluces que madrileños. Y los que lo éramos, por accidente.

El caso es que siendo de pueblo, nuestra casa tenía otro aire. La de Jose era como esa planta que cambias de tiesto, un pedazo de Jaén trasplantado en Madrid. Su decoración era anticuada, sobria, oscura. Cuando estaba en ella me recordaba a la de mis abuelas, pero incluso en las de estas había más luz. Bien es cierto que mis padres eran más jóvenes que los suyos y a lo mejor sus gustos eran ya otros o los lazos que les ataban al pasado menos.

Hasta que Jose no se acababa la merienda su madre no lo dejaba salir. Allí estábamos acompañándolo en la cocina mientras se terminaba el bocadillo, que lo hacía muy serio sentado en una silla y balanceando enérgicamente las piernas. Nosotros éramos de pan y chocolate y Jose se ventilaba unos bocatas enormes de chorizo o salchichón.

Jose era muy callado en su casa. En la calle resultaba más resuelto y dicharachero. Era un poco mayor que yo, pero tenía más volumen y parecía que las camisas le venían pequeñas cuando se sofocaba.

No recuerdo por qué ni cómo nos hicimos amigos. Sólo que nos unía la lectura de los comics de El Guerrero del Antifaz, que él tenía encuadernados en tomos. Y esa era la razón por la que jugábamos a moros y cristianos en la calle, porque al futbol era muy malo. Él era más aficionado a hacerle la guerra a los de Valdomero, que eran los niños de otra de las plazoletas de Saconia con los que nos tirábamos piedras.

A mi amigo Jose le pilló un día un coche saliendo del colegio. Por suerte, todo quedó en un susto y un hematoma en el trasero que no quiso enseñar, pero que su madre terminó descubriendo.

Jose nos decía que en Jaén cuando a un niño se le rompía un brazo se lo curaban con mierda de vaca. Que se lo había contado su padre.

Mi hermano, que era muy oportuno, soltó un día en el salón de su casa que mi padre decía que Jose era tonto. Yo quise que me tragase la tierra, porque lo anunció delante de los suyos, que se miraron con incredulidad.

- Pues, anda que tú –protestó el aludido.

Lo que le pasaba a Jose es que era muy inquieto y en ocasiones tiraba de nosotros que estábamos ávidos de aventuras, por eso nos íbamos a cazar gatos por sugerencia suya y, aunque no dábamos con ninguno, pasábamos la tarde.

Un año Jose se quedó sin reyes, pero luego acudieron unos días más tarde. Le trajeron un Big Jim, un muñeco que partía tablas de un golpe karateca. Ese año triunfaron los geipermanes y él se quedó marginado en los juegos, por lo que decidimos volver a hacerle la guerra a los de Valdomero y así, con palos y piedras, lo sentíamos más integrado.

Muchos años después terminé viviendo en Jaén, no he vuelto a saber de mi amigo Jose desde que salí de Madrid. El caso es que cuando recorro las callejas, sobre todo de la parte antigua, y acierto a ver el interior de una casa, porque el azar deja abierta una puerta, creo estar viendo la suya.

miércoles, 1 de marzo de 2023

El Pastelero Loco

Saconia era una isla de cemento y ladrillos colorados que emergía lentamente como la lava de un volcán en detrimento de un mar de huertas. Se enroscaba como un dragón dormido sobre colinas y barrancos de tierra salvando desniveles con plazas, terrazas de escaleras en zigzag, pasajes oscuros de pilares gruesos, jardines de altos pinos y sinuosas carreteras con ramales muertos. Los pisos se encabalgaban unos en otros y a ratos competían en altura compartiendo fachadas, pero no azoteas, a modo de dientes de corona. Crecía lentamente al norte de Madrid, entre el Barrio del Pilar y Puerta de Hierro, al norte de la Dehesa de la Villa, en las inmediaciones de Peña. Era una ciudad tomada por los niños, propicia a asalto de un flautista, que se asemejaba a todas horas a un patio de recreo sin muros y así nada impedía explorar a aquellos los eriales y senderos de ovejas que la circundaban y servían de aparcamiento.

Visitando sus rincones, recorriendo los laberintos que conducían a ellos, podía uno encontrar, cerca del colegio Lepanto, la tienda de El Pastelero Loco, que así era conocido el propietario por la gente menuda. Y le dieron este nombre porque en la pastelería que regentaba se despachaban productos que nada tenían que ver con el horno, si es que lo había, y realmente sostenían el negocio. Era un tipo delgado y moreno, de aspecto febril y gesto desconfiado. Despachaba rápido a los menudos y vigilaba atento la posible desaparición de golosinas y pasteles. Atendía a una notable parroquia. Aquel hombre siempre traía novedades atractivas, tal vez de Hamelin, para sus incondicionales clientes. 

Yo no lo frecuentaba, porque caía lejos de mi plazoleta, salvo en ocasiones inevitables, como el día en que vendió miles de pistolas de agua y nos puso a todos empapados de ilusión. Eran pequeñas armas de plástico, de color azul, que cabían en un puño y lanzaban su carga más lejos que las jeringuillas. Las cargábamos en los charcos de las bocas de riego o en casa de cada cual, tras subir para volver a bajar a trompicones las escaleras, a riesgo de rompernos la crisma, y poder así seguir la guerra mojada. Algún que otro las cargó de líquidos inconfesables, por no perder la oportunidad de vencer al enemigo.

Al Pastelero Loco debieron arruinarlo los negocios de todo a veinte duros y el descenso de la natalidad en el barrio, que con los años perdió su verdadera riqueza, lo que le daba tanta vida.