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domingo, 13 de agosto de 2023

La niebla contestataria

Llegaba el invierno y la judería se volvía muy misteriosa, porque se quedaba vacía y casi que a oscuras. Una neblina pálida, húmeda y vaporosa te acariciaba la cara a la salida de la Facultad de Filosofía y Letras, y no te abandonaba hasta las inmediaciones de Simago poco más o menos, como si fuese un ama de cuna o un ángel de la guardia. Tenía la virtud de convertir la luz de los faroles en círculos luminosos que se desvanecían en las sombras poco a poco, para difuminarse y perderse definitivamente en la nada más oscura. En ocasiones surgía un coche que avisaba de su agresividad con sus faros y tenías que saltar a un portal para evitarlo, pues las aceras no eran sino un bordillo.

La niebla, mientras te acompañaba, se apoyaba en los fustes de las columnas de las esquinas y se tumbaba en los adoquines del firme que salpicaban la calle, pintándolos de una brillante capa acuosa que los hacía brillantes y resbaladizos.

Las aulas de la facultad De Filosofía tenían ventanas muy altas, el edificio había sido hospital y hospicio, de locos también, en tiempos del cardenal Salazar, y algunas daban a la calle Almanzor, que era estrecha y mercado de chocolate. Por allí circulaban durante el día vecinos, turistas, estudiantes y despistados, pero no de noche porque entonces nadie asomaba por aquellas revueltas si era prudente y podía evitarlas, y si lo hacía es porque iba por costo o estaba convencido de que no tenía nada de valor encima, lo que no era garantía de librarte de un mal encuentro.

Pues una tarde noche de esas en las que la niebla se asomaba a las aulas por alguna de las ventanas que se había quedado abierta o habían abierto para oxigenar el recinto, daba su lección de Filosofía Martínez Marzoa, que por ahí tiene algún que otro manual de la ciencia que explicaba antaño y no sé si ahora lo sigue haciendo o sufre de algún castigo por obra de la metempsicosis. Mencionaba el bate, si no recuerdo mal, el asunto del pienso luego existo, que él, en su precisión filológica, expresaba como pienso es decir existo, porque, argumentaba, que del modo oficial no se expresaba la justa inmediatez del pensamiento de Descartes. Estaba el sofista inserto en su diatriba, ajeno al cansancio del alumnado que ya miraba los relojes y contaba los minutos para salir por la puerta y sin entender nada, cuando, sin esperarlo, surgió de la oscuridad de la calleja anexa, la del caudillo musulmán, una voz, más bien grito, de ultratumba.

- ¡Eso es mentira!

Aseveración que cortó el discurso del catedrático y dejó en suspenso a los discípulos por el atrevimiento disruptivo que supuso tal alegato o antítesis.

Así como se hizo el silencio en el aula, recuperó la calle el suyo a horas tan poco concurridas y quedó Martínez confuso, no sabiendo si lo acaecido era realidad o sueño.

El suceso de aquella noche fue muy comentado por los pasillos de la facultad los días que vinieron después. Se discutió del origen del anatema, si fue grito de rabia de algún suspenso o expresión valiente de algún aspirante a la sabiduría por medio de las yerbas que menudeaban por tales esquinas. No quedó zanjado el asunto, por estéril, y además pasó pronto al olvido como otra anécdota más del mundo universitario.

Yo estoy convencido de que fue obra de la niebla de la judería, la que me arropaba todas las noches por sus callejas, esa gélida compañera que disiparon los restaurantes y hoteles, con ella aprendí que los gatos, a esas horas, se convertían en gitanos.



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