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sábado, 23 de septiembre de 2023

Las gafas de Al-Gafequi

Tenía asiento y lo tiene aún en la actualidad, en la plaza Cardenal Salazar, frente a la facultad de Filosofía y Letras, un busto de Al-Gafequi, el célebre óptico de la antigüedad islámica arabigoandaluza de cuyo nombre proviene la palabra gafas. Experto en la cirugía del ojo, limpiaba este de cataratas y tuvo el acierto de dejar un libro con su ciencia para beneficio de muchos. La ciudad de Córdoba le dio rostro de manos de Miguel Arjona Palacios en 1965 y desde entonces tiene la vista puesta en el Churrasco, famoso restaurante de la judería de la mentada ciudad. Hoy es prácticamente imposible ver la imagen del sabio por el número de turistas y curiosos que lo agobia. Raro es verlo sin uno o dos cicerones dirigiéndose a un auditorio en lenguas diversas. Pero hubo un tiempo, he de recalcar, que el busto de Al-Gafequi era discreto y nadie reparaba en su presencia, las palomas se cagaban en su turbante y los perros se meaban a los pies de su base. En la época a la que me refiero estaba más solo que la una y no podía sino esperar a que los estudiantes acudiesen o saliesen de las aulas para tener alguna compañía y participar como oyente en las tertulias de estos. Así se ponía al tanto de las divagaciones de Marzoa, el de Filosofía, o de lo que costaban los apuntes de la Asquerino, la de Prehistoria, y un sinfín de nimiedades que sólo interesaban a los que allí acudían. Pero no era sino algunas noches del fin de semana cuando más abrigado estaba, pues al amparo de su cipo se asentaban jóvenes contestatarios, trashumantes y vagabundos, locos y sodomitas a tomarse unas litronas o fumarse unos porretes. Estoy convencido de que eran aquellos los momentos más felices de su nueva vida, pese a ser una piedra, porque el sahumerio que crecía como espiral a su alrededor lo elevaba a regiones donde se pierde el alma, la suya, y sin duda alcanzaba a revivir los días que se paseó por aquella ciudad mágica entonces, abriendo ojos a los ciegos y sembrando esperanza en el resto de los mortales. Cuando el aquelarre cesaba y los compañeros ocasionales desertaban a sus cubiles a trompicones, Al-Gafequi retornaba a su ser y ya sólo los gatos le daban compañía, mientras la humedad del río lo sujetaba a la tierra y lo difuminaba para hacerlo fantasma.


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