Mientras tanto, la benemérita hacía sus pesquisas en el pueblo, indagando sobre el origen y localización de la detonación.
El Pistolas exhibía la suya en alto y preguntaba o amenazaba a los fisgones que le entorpecían el paso. A empujones se hacía sitio y buceaba entre gente de todas las edades, sexo y condición.
Antonio participó de lleno en la investigación hasta que cayó en la cuenta de que todo aquello pudiera ser una maniobra de distracción que ocultase algo más gordo. Por eso dejó adelantarse al de La Política y le hizo señales a Bartolo para parlamentar con él.
- No me cuadra este jaleo tan oportuno. Esto le viene bien a los de “la tarea”. Y estamos aquí haciendo el gilipollas.
- Mucha razón lleva, jefe – corroboró la pareja tras mesarse la barbilla.
- Vamos a por la camioneta antes de que se haga más tarde y vuelen los pájaros – respondió El Catalán, valorando si era o no momento de arrestar a alguien.
- ¿Y Romerales?
- Que le den mucho por culo – respondió con regodeo.
- Mi sargento, está usted desconocido. Nunca le he visto hablar así.
- Algún día me tenía que saltar las ordenanzas. No te pares más.
Se apartaron de la multitud por donde habían venido, repartiendo codazos a diestro y siniestro, dejando a Romerales ahogarse entre tanto curioso, y fueron a la cochera del cuartelillo por el vehículo, un modelo de antes de la guerra en el que más de uno había sufrido el último paseillo.
Manu, escudado en la garita, los vio llegar e imaginó la causa.
- ¿Está bien tu mujer? – fue lo primero que le dijo el sargento.
- Ni una queja en lo que lleva de tarde.
- Pues todo el mundo al coche.
- Sus órdenes.
Al ruido de las carreras salió La Bernarda echa un basilisco.
- ¿A dónde vais a estas horas?
- Tenemos cosas que hacer. No quiero que salga nadie del cuartel hasta nuestra vuelta, ¿estamos?... Ni que entre – añadió, acordándose de Romerales.
- Vaya gracia. Y nos dejáis solas.
- No vendrán moros a raptaros.
- Ya te gustaría - protestó ella.
El aludido no quiso entrar a la provocación y se subió al asiento del acompañante, Bartolo quedó al volante.
- En tu conciencia dejo que esa criatura venga al mundo y no haya quien lo atienda – dijo Bernarda golpeando la ventanilla.
- Arranca – ordenó Antonio.
- Ahora sí que nos vendría bien un SEAT 1400 de los nuevos, mi sargento – murmuró el otro para quitar hierro al asunto.
- Un Land Rover, no te digo. Venga, no te distraigas y arranca de una vez.
Bartolo giró la llave del encendido y dio un acelerón. La camioneta, con la primera metida, salió a la calle de un brinco.
Bernarda quedó como un pasmarote.
- A ver si ponemos más cuidado – protestó Antonio.
- Ha sido un despiste. Como lo usamos tan poco no me he acordado de ponerla en punto muerto.
- No des las luces, bastante ruido hace el tubo de escape con el petardeo.
- Discreto no es.
Siguiendo el camino paralelo a la rambla, bajaron todo lo deprisa que pudieron en dirección a la costa. Allí enfilaron hacia poniente, hasta donde remataba la playa. Un largo brazo rocoso coronado por la vieja torre vigía cerraba en aquel lado la bahía.
Cuando se paró el motor, descendieron los tres y se pusieron a trepar por las rocas con el equipo reglamentario puesto, a riesgo de resbalar, no tener dónde agarrarse y partirse la crisma. Los cangrejos se apartaban de culo al paso de sus botas, esgrimiendo sus pinzas como alicates.
En un recodo, esculpido como escalera por el mar, que llevaba estrellándose allí siglos, hicieron un alto.
- Chis. Atentos por si oís algo.
Pero por más atención que pusieron no se oía más que el chocar de las olas contra las paredes de piedra.
- Vamos a acercarnos más al santuario.
Se apartaron aún más de la ribera. Casi a la altura de la torre y muy cerca de la gruta que daba amparo a la imagen de una pequeña virgen de escayola, pero engalanada como corresponde a la devoción popular. Se detuvieron, sobre el lugar donde las barcazas se concentraban los días que retiraban o guardaban a la patrona, y también para el mercadeo de productos de contrabando sin fecha ni hora determinada.
- ¿Hay algo?
- Nada, mi sargento. No se oye gente, ni se ven barcas.
- A la playa tampoco asoma nadie – añadió el otro guardia.
Permanecieron un buen rato pendientes de lo que pudiese acaecer, que fue más de lo mismo. A Manu, empapado, le castañeaban los dientes.
- ¿No puedes dejar de hacer ese ruido?
- Lo siento, mi sargento, estoy congelao.
Convencido de que poco más había que hacer, Antonio dio la orden de regreso.
- Se han reído de nosotros. Que no se entere Romerales.
A riesgo de resbalar y darse un chapuzón retornaron al punto en el que dejaron el vehículo.
- Manu, coge el auto, vete al cuartelillo y te acuestas, no es cuestión de que te resfríes a punto de ser padre. Bartolo. Tú y yo nos vamos a volver andando, por si asoma algún “gracioso”.
Así dispuestas las cosas, uno regresó y el resto avanzó cauteloso siguiendo la línea de costa por si surgía alguna novedad.
La camioneta se perdió en la lejanía de las primeras luces que señalaban el límite dónde nacía el pueblo y la pareja salvó el espacio que quedaba andando, y deteniéndose cada poco, por si se producía alguna novedad. Recorrían con la mirada el horizonte y todo parecía tranquilo, una calma apocalíptica. Pero la situación cambió inesperadamente cuando escucharon el ruido de un motor y el de unas ruedas que hacían crujir las chinas del sendero o las despedían a la cuneta. Se oía venir, pero no se dejaba ver por traer los faros apagados.
- Vamos a un lado – ordenó El Catalán.
Se ocultaron tras una vieja barca varada y aguardaron en silencio a que el vehículo los rebasase.
El coche iba sin luces, pero su forma de pez predador era inconfundible. A través de los cristales de las ventanillas pudieron intuir al menos tres bultos en su interior.
Cuando el auto se perdió en la negrura parlamentaron sobre el suceso.
- Eran los belgas, jefe.
- Sargento, coño. El coche sí. Pero iban montados tres. El de atrás no me ha parecido un niño.
- ¿Qué estarían haciendo por aquí a estas horas? – se preguntó Bartolo en voz alta.
Antonio, quedó pensativo y se rascó el cogote por debajo del tricornio.
- ¿Estás muy cansado, Bartolo?
- ¿Por qué lo dice, mi sargento?
- Porque le vamos a hacer una visita a la Rosario. A ver si en la casa sigue todo bien.
- Sus órdenes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario