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jueves, 12 de diciembre de 2024

Oro nazi. Capítulo 22. Equívocos.



 

Klaus se dirigió a la calle donde tenía su residencia. Lo hizo con prudencia, buscando el disfraz de las sombras y evitando grupos, pero sin titubear en el paso para no resultar sospechoso.

Cuando llegó a las proximidades de la modesta pensión en la que se alojaba, pensó en el mejor modo de entrar y no ser visto.

Lo tenía difícil porque la costumbre en el pueblo consistía en que los vecinos se saliesen a la puerta de la casa a tomar el fresco y prolongar la velada hasta altas horas de la madrugada e incluso, si se estimaba oportuno, dormir al raso. De tal modo que cada noche era habitual localizar corrillos de sillas a lo largo y ancho de la vía, que daban pábulo a reuniones, juntas y espontáneas tertulias, no exentas de condumio y bebidas frescas, para hacerlas menos tediosas y que no se secasen las gargantas.

La iluminación de las calles pudiera definirse tenue, se limitaba a algunas bombillas huérfanas del alumbrado público, rodeadas de mosquitos y salamanquesas, y sobre todo a la luz tamizada que salía del interior de las casas por puertas y ventanas.

Klaus se detuvo justo donde no alcanzaba el cerco luminoso del foco de la esquina donde se alzaba la vivienda en la que pernoctaba. Oteó con disimulo y su único ojo el horizonte urbano y advirtió con satisfacción que, en esta ocasión, los noctámbulos se reunían dos casas más arriba. La puerta de la pensión estaba abierta, porque constantemente entraban y salían la mujer y los hijos. Una con platos de papas asadas, el otro traía el botijo lleno de agua, según se terciase, y los más pequeños, por sus juegos, aparecían o desaparecían para esconderse mientras se pillaban unos a otros.

El germano se mantuvo a una distancia razonable para el que pretende pasar desapercibido, hasta que determinó que iba a tener que buscar una oportuna distracción para conseguir vía libre. Después de mucho sopesarlo se inclinó por alejarse hasta alguna calle más despejada y pegar un tiro al aire, como mejor remedio para atraer a los curiosos y alejarlos de donde le convenía.

Así lo hizo, callejeó por las vías paralelas hasta que dio con una que remataba en una acusada pendiente sin salida, por estar remetidas las últimas casas en la misma base del escalón de piedra del monte que daba paso al valle de la bahía. Casas cueva habituales en el pasado. No había luz, reinaba la oscuridad. Allí no se reunían más que los gatos, dedujo, por el olor a orines de este animal.

Sacó la pistola, apuntó al cielo e hizo un disparo que resonó en toda la localidad. En un segundo se escabulló del callejón y, sin evitar los resquicios más lóbregos que le facilitaba la arquitectura, buscó el camino para apartarse cuanto antes del escenario.

El recurso surtió efecto. Todo el pueblo despertó de sus ensoñaciones. Los vecinos rompieron las asambleas, movidos por la novedad, y corrieron en la dirección que los más atentos señalaban.

El Pistolas, como el resto de las fuerzas del orden, también lo oyó.

- Eso ha sido un tiro.

Antonio corroboró la opinión del otro.

- Ya estamos tardando en ir a ver qué pasa.

Se olvidaron momentáneamente del asunto del camión.

Hasta el instante de la detonación habían estado recorriendo de punta a cabo la calle donde Romerales aseguraba haber encontrado el paquete de cigarrillos americanos. Era de las pocas cerradas a la vida nocturna. Detalle que conocía el sargento por experiencia. La mayoría de las puertas daban acceso a patios o almacenes y no era frecuente ver a sus propietarios rondar la calle.

Interrumpieron la indagación y corrieron hacia donde estimaron que sonó el disparo, cuestión difícil de dilucidad porque el eco que producía el barranco había desvirtuado su origen.

En su frenesí pasaron junto a Klaus, pero no lo identificaron sino como un transeúnte más, al que no prestaron la atención debida. Y fueron a concurrir donde ya lo hacia el grueso de la población, abriéndose paso al grito de la autoridad.

Mientras se aclaraba el embrollo, Klaus ganaba la puerta de la pensión, subía a su cuarto y recogía los pocos pertrechos que le pertenecían. Tuvo el detalle de dejar un dinero en la mesita de noche de su cuarto para cubrir los últimos gastos y ganarse la consideración de la patrona. A continuación, salió a la calle con su equipaje y se fue alejando todo lo deprisa que pudo de la casa. Pero cuando más seguro se sentía presintió una amenaza indefinida, que se materializó en el duro cañón de una pistola clavándose en su espalda a la altura del hígado.

- Pero… Maurice, ¿qué sucede? – dijo al reconocer a su camarada.

- Chis. Calla y sube al coche.

Al otro lado de la esquina esperaba el vehículo. Klaus fue obligado a sentarse en el asiento delantero del acompañante. Su anfitrión, detrás, no dejaba de apuntarle. Al volante se encontraba Camile.

- ¿Dónde ibas? – le preguntó.

- ¿Qué significa todo esto?

- ¿Y el maletín?

Klaus recapacitó.

- ¿Lo habéis perdido?... No puedo creerlo.

Camile puso en marcha el coche y despacio lo fue dirigiendo hacia la salida del pueblo. Maurice no dejaba de apuntar con la Luger al sospechoso.

- Déjate de historias.

- ¿Estáis locos?

El tiburón entró en la carretera. Tras recorrer apenas un kilómetro, la conductora apagó los faros y se desvió por un sendero de cabras.

- ¿Dónde me lleváis?

Los captores no le respondieron, no tenían una respuesta. Estaban improvisando. El viaje se prolongó una indefinida extensión. Las ruedas machacaban terrones de barro seco en su pausado recorrido y apagaban el frenesí de los grillos.

Por fin, Camile determinó que estaban en un lugar apropiado para aclarar las circunstancias que les habían obligado a actuar de aquel modo y estacionó el vehículo al borde de un acantilado.

Mientras Maurice apuntaba con el arma a Klaus ella se hizo con el equipaje del alemán y empezó a registrarlo. Klaus la observaba con atención sin acabar de comprender aquel asalto, pero pronto barruntó que algo había entorpecido el negocio que les unía.

Tras unos segundos eternos, la mujer tuvo que desistir de su empeño.

- No hay nada.

- Idiotas… Lo habéis perdido. Es eso, ¿verdad? – se quejó Klaus, convencido de que se confirmaba su sospecha.

- ¿A dónde ibas? – preguntó el que le apuntaba, temiendo una jugarreta del tuerto.

- Me marchaba del hostal, así de simple. Había llegado a la conclusión de que era el momento de salir del pueblo.

- ¿Y dónde pretendías esconderte?

- Eso es lo de menos. ¿Qué ha pasado con el maletín?

Maurice claudicó ante lo evidente, se llevó un puño a la boca para sofocar la rabia por su ineptitud.

- ¿Cómo ha sido? – exigió el sospechoso.

Camile refunfuñó.

- No lo sabemos.

- Cometí la torpeza de dejar los documentos en el coche. No fue más de una hora. Cuando fuimos a recuperarlos habían desaparecido.

- Idiota – se quejó Klaus, golpeado con la palma de la mano el salpicadero del vehículo.

Quedaron sumidos en el silencio, impotentes por el fracaso, desengañándose de los planes imaginados tras el triunfo de la empresa, ya imposibles de llevar a cabo.

Sin embargo, Klaus, incapaz de aceptar la derrota, asumió el mando.

- Tiene que estar en la casa.

- ¿Cómo dices? – protestó Maurice -. Eso es absurdo.

- No hay otra posibilidad. ¿Quién más estaba al corriente de la existencia de ese maletín?

- No puede ser… - murmuró Camile.

- Regresemos inmediatamente a esa maldita casa. Es posible que todavía estemos a tiempo de recuperarlo.

- Ellos no saben nada – protestó la mujer.

- Ellos convivieron con Helmut, no seas simple.

Reaccionaron al fin. Maurice volvió a ponerse al volante y retrocedieron, pero en lugar de hacerlo hacia la carretera, por desconocimiento, enfiló por un sendero que conducía a la playa.

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