Siendo niño no había juguetes hasta el día de reyes. Tenía un vecino muy moderno al que se los traía un tal Papá Noel en noche buena, y tenía el poco tacto de restregárnoslo por la cara. Siempre deseé escalabrarlo con una piedra muy gorda, a él y su gordo amigo. Quizás por aquella razón, todas las mañanas de las que conformaban los días de vacaciones navideñas, mi hermano y yo nos levantábamos temprano y nos asomábamos al salón para ver si los reyes, en quienes creíamos incondicionalmente, se habían dejado caer la noche anterior, para depositar algún regalo a nuestro nombre, como aperitivo a los que entregarían en su día atendiendo a nuestra misiva, pero nada de nada. Eran duros aquellos reyes. Por eso al de Papá Noel le dábamos de lado, hacíamos que jugaba pero que en realidad no jugaba con nosotros. Sentíamos cierta satisfacción si su juguete nuevo se rompía pronto o se lo robaba algún grande. El caso es que a aquel sujeto también le traían los reyes más cosas. Pero para entonces ya se nos había pasado el cabreo y aprovechábamos los últimos días antes de volver al cole para sacar a la calle los flamantes juguetes nuevos, que sólo lo eran aquel mágico día.
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