Recuerdo que mi padre, cuando leía el poema de Mío Cid, barruntaba lo oportuno de poner el nombre de Minaya al hermanito que venía, que después resultó ser niña y se salvó del agravio. Era un libro de tapa dura forrado en tejido rojo y estampado con letras de oro, una edición de lujo, que eran las que gustaban a mi padre, que rechazaba las de bolsillo, aunque luego se le pasó. Esta comparaba el texto original con su adaptación al castellano moderno, de tal manera que leías una y otra a la vez, y podías enterarte de todo. A mí me gustaba la primera versión, que tenía un ortografía como la mía, y nadie la señalaba con bolígrafo rojo. He de reconocer que aquella afición me ha acarreado la puntualización de más de un listo, pero no he perdido el tiempo en explicárselo, la ignorancia hace feliz al ser humano. A lo que iba. Minaya Álvar Fáñez, el esforzado lugarteniente del Cid en el poema, estuvo a punto de ser hermano mío, pero no. No por ello he dejado de fantasear al respecto, e incluso imaginarme que, vestidos con cota de malla nos abríamos paso a mandobles entre la morisma, como si fuésemos los tres hermanos Kir, pero cristianos, porque yo completaba la lectura del Cid con la del Guerreo del Antifaz; y los Kir, por rebeldes, me gustaban más que don Luis, que merecía un buen pelado.
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