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jueves, 5 de diciembre de 2024

Oro nazi. Capítulo 21. El hombre de negro


No hizo falta buscar a El Pistolas porque él solito hizo acto de presencia en el cuartelillo. Vestía un pantalón negro que a todas luces le venía grande, no casaba en absoluto con la chaqueta tostada y, además, el tejido delataba que era una prenda más apropiada para el invierno. Para cualquiera, ponérselo en aquellas fechas, cuando todavía el sol castigaba, significaría una dura penitencia. Es posible que fuese aquella la intención que abrigaba el donante cuando se los proporcionó.

Antonio no comentó su hechura, pero no pudo evitar hacerse preguntas al verlo con tal indumentaria. Era un detalle que redundaba en la ridícula estampa del de La Social, pero que no le afectaba en modo alguno, pues permanecía ajeno a las opiniones de quienes pudiesen rodearle, fuesen guardias o civiles.

- Nos vas a acompañar a un asunto – le avanzó el sargento una vez que se repuso de la impresión.

- Vaya. Yo creía que íbamos a terminar con lo nuestro – respondió El Pistolas con frustración.

- Te necesitamos para otra cosa primero. Tu presencia aquí nos viene que ni pintada. Somos pocos y cualquier ayuda es bien recibida.

Romerales se creció al notarse necesario.

- El problema es que en este pueblo estamos muy vistos y en seguida se corre la voz de a dónde vamos, lo que nos entorpece más de una operación – aclaró el sargento.

- Entiendo, entiendo – respondió el otro poniendo ojos ladinos.

- Vamos a darle un aviso a los contrabandistas, que últimamente están desatados.

- Ya lo he notado – respondió Romerales con sarcasmo y se sacó el paquete de tabaco americano que encontró el día de la furgoneta, para ofrecerle al sargento un cigarrillo.

Antonio captó la indirecta, pero no alteró su gesto.

- Gracias, ya tengo del mío – y se llevó un celta a los labios mientras Romerales hacía lo propio con el que sacó. Sin embargo, antes de que El Pistolas lo encendiese se lo arrebató de los labios de un tirón.

- ¿De dónde has sacado esto? – le preguntó muy serio.

Romerales se quedó con la boca abierta, huérfana del cigarro que no le llegó.

- Esto es tabaco de contrabando – sentencio el sargento antes de que el otro dijese este pito es mío. Y lo levantaba a la altura de los ojos como si lo estudiase al detalle.

- Lo encontré aquí. En el pueblo – respondió encogiéndose de hombros.

- ¿Y no has dado parte?

- Pues… Pensaba hacerlo – se excusó el de La Política.

- Vaya, vaya – dijo Antonio, imitando el deje de El Pistolas.

Ahora, con la sartén por el mango, El Catalán aprovechó para retorcerle un poco los huevos.

- Ya me estás diciendo de dónde lo has sacado. Es un delito ocultar pruebas, deberías saberlo.

- Ya, ya. Lo encontré tirado en la calle.

- ¿En cuál?

- No conozco el nombre de ninguna. Pero sé llegar hasta ella.

- Pues nos vas a llevar ahora mismo. Espera aquí – dijo y se entró por el tricornio y el arma reglamentaria.

Bartolo le siguió.

- Creí que le iba a dar una ostia, mi sargento.

- Ganas no me han faltado. Que Manu se quede en la puerta y te vienes conmigo y ese fantoche.

- Sus órdenes.

- A ver qué ha descubierto, igual nos hace un favor y todo - murmuró.

Mientras se sucedían estos diálogos en la puerta del cuartelillo y los de la benemérita preparaban el operativo, el señor Dumont aparcaba en la puerta de la casa de Rosario. Para no levantar sospechas dejó el maletín en el coche, bien escondido bajo el asiento del conductor.

Cuando entró en la casa fue recibido con alborozo por sus hijos y rápidamente intercambió una fugaz mirada con su esposa.

- Todo arreglado – contestó, arrastrando las erres y anticipándose a la curiosidad de los presentes.

Inmediatamente Camile le preguntó en francés por los pormenores de la entrevista con el camarada. El otro le dio cuenta de lo acaecido entre ambos.

Rosario, atenta al diálogo que no entendía, esperaba alguna noticia favorable al caso de su marido.

Consciente de la necesidad de la casera, Camile le dio el oportuno parte de las novedades cuando terminó de conversar con su marido.

- ¿Qué sucede?

- Ah, un alivio. Dice Maurice que el maletín ya lo tiene la policía.

- ¿Y mi marido? ¿Lo van a soltar?

- Claro, sí, por supuesto. Esa es la buena noticia que quería darte. En un par de días, tres a lo sumo estará en la calle. Eso es lo que le han dicho.

- Gracias a Dios.

Los niños, que estaban a su alrededor, celebraron la noticia.

Establecidas como quedan dichas las cosas, cenaron frugalmente. Después de una agradable velada haciendo planes para el futuro, mientras los pequeños jugaban, se desearon las buenas noches y se retiraron cada cual a su respectivo dormitorio.

- Esta noche nosotros también dormiremos en la casa – anunció Rosa a sus hijos -. No me siento tranquila en el corral.

Aderezó los cuartos del piso superior y aposentó a Lucía y Pablo en uno anexo al suyo. Decisión que agradó a los pequeños.

El matrimonio Dumont se retiró a dormir.

- Estamos agotados – comentó Camile.

Tras dejar acostados a sus hijos en el dormitorio de al lado, el matrimonio cerró la puerta del suyo. Pero no fueron a descansar, sino que se sentaron sobre el borde de la cama a charlar. Tenían asuntos que tratar.

- Dices que no ha sido capaz de interpretar nada.

- Eso me ha manifestado. Ha reclamado tu ayuda. Está seguro de que tú puedes entender mejor la documentación adjunta.

- ¿Por qué ha llegado a esa conclusión? ¿Qué más puedo saber yo?

- No sé. Tal vez los recortes, los dibujos…

- ¿Qué has hecho con el maletín?

- Lo he dejado escondido en el coche, bajo mi asiento. No quise que Rosa me viese entrar con él en la casa.

Camile tuvo un mal presentimiento.

- Idiota. Bajemos inmediatamente a recuperarlo.

Maurice fue a protestar, pero se dejó seducir por la inquietud de su esposa. De puntillas salieron de la habitación y a oscuras bajaron al piso inferior para salir a la calle. Todo parecía estar tranquilo. El resto de los habitantes de la casa dormían plácidamente o al menos ese fue la impresión que tuvieron.

Ya en exterior, se dirigieron al coche. Maurice abrió la puerta del asiento del conductor y, sin pensarlo dos veces, metió la mano por debajo de aquel para localizar el maletín y extraerlo. Sin embargo, sus dedos tocaron el suelo. Extrañado, se puso a tantear el espacio de un lado a otro. Despacio primero, frenético después. Empezó a sofocarse.

- No está. No puede ser – murmuró Maurice con incredulidad, sin cesar en su meticulosa inspección.

- ¿Qué dices?

- Lo dejé aquí. Ha desaparecido.

Desplazó el asiento hacia atrás y comprobó que entre los rieles no estaba el objeto deseado.

Ella se precipitó al interior del vehículo y fue escudriñando en derredor del sillón del conductor cada escondrijo del habitáculo. Palpaba con fruición, como si quisiera apagar un incendio, incluso en los lugares que por su capacidad no podrían albergar un bolso por pequeño que fuese.

- ¿No lo habrás dejado en otro sitio? – preguntó, después de convencerse de la inutilidad de su esfuerzo.

- No – respondió con impotencia el otro-. Estoy seguro de haberlo dejado ahí.

Permanecieron en silencio unos instantes, incapaces de tomar una determinación. Todas sus expectativas se habían venido abajo.

- Entra – ordenó ella.

Ambos ocuparon los asientos delanteros.

- Rememora ¿Dónde dejaste a Klaus?

- Junto a la vieja torre. Donde siempre nos vemos. ¿Crees que ha sido él?

- ¿Quién si no?

- No tiene sentido. Puede haber sido cualquiera. Un ladrón, tal vez.

Camile meditó.

- Quizás hayan sido los niños.

- No seas estúpida.

- Hay que barajar todas las posibilidades.

- Si ha sido Klaus, nos lleva delantera.

Callaron de nuevo, la oscuridad los envolvía, las estrellan brillaban sobre los montes e invitaban a conciliar el sueño. Se sentían cansados.

- Tenemos que adoptar una decisión de inmediato. Vayamos a su pensión. No creo que haya tenido tiempo de llegar a ella – razonó Maurice.

- Vamos. Quita el freno y deja caer el coche hasta la cuneta. No conviene que se despierten en la …

Y terminó la frase con un gran alarido de terror, llevándose ambas manos a la boca. Maurice dio un brinco por la impresión.

- ¿Qué pasa? ¿Qué sucede?

Ella tardó en explicarse, señalaba la ventanilla.

- Pero habla de una vez, mujer.

- Ahí, ahí, una cabeza …

El hombre escrutó el espacio situado más allá del cristal, pero no vio nada, la tiniebla lo invadía todo. Reaccionó ante el enigma, abrió la puerta y salió en busca del espía.

- ¿Dónde vas? No me dejes sola – suplicó ella.

Maurice no le prestó atención y corrió hacia el otro lado del vehículo. Apenas dio unos pasos cuando tropezó con la pequeña Lucía que andaba con torpeza. La detuvo y se arrodilló junto a ella.

- Que fais tu? ¿Por qué no estás en la cama? - increpó a la niña que lo miró muy sorprendida.

- El hombre de negro no me dejaba dormir. He bajado a ver qué hacía – respondió con voz densa.

A ellos se sumó Camile, muy nerviosa.

- Vuelve a tu cuarto inmediatamente. Tu madre se va a llevar un gran disgusto si se entera.

La niña no reaccionaba.

- Parece que está sonámbula – dijo él.

Dudaron respectó a qué hacer con ella.

- Llévala a su cuarto, yo te esperaré en el coche – exclamó el hombre.

Ella la tomó en brazos y la trasladó al interior de la casa.

Maurice se subió al tiburón, quitó el freno y lo dejó deslizarse lentamente sin hacer un ruido hasta la carretera, incluso unos metros más abajo, deteniéndose a un lado de la cuneta. Camile no tardó en unirse a él.

- Vaya susto.

- ¿Ya estás de vuelta? ¿Dónde la has dejado?

- En el sofá del salón, no he querido arriesgarme a otra sorpresa.

- Bien, vamos por Klaus.

Maurice giró la llave del contacto y el coche gimió como una bestia herida. Pisó el acelerador y sacó el vehículo de un salto. Las ruedas se aferraron al asfalto, ansiosas por recorrerlo. 

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