El coche se detuvo donde acostumbraban a dejarlo. Las ventanas de la casa no delataban luces en su interior.
- Déjanos a nosotros - suplicó Camile.
- No hay tiempo para tonterías – protestó Klaus.
- Sin precipitarse. Seguro que han sido los niños. Actuemos con tacto – se excusó la mujer.
- Confía en ella. Tiene a la madre comiendo de su mano – indicó el marido.
- Es mejor que no te vean – propuso ella-. Quédate aquí o escóndete.
Klaus refunfuñó, pero obedeció. Se tumbó en el asiento de atrás, igual que si fuese a echar una siesta.
El matrimonio salió del vehículo y se dirigió al porche.
- ¿Por dónde empezamos? – preguntó Maurice.
- Por la niña. La dejé en el salón.
- Pero ella no tenía nada.
- Entonces quizás sea mejor preguntar al hermano.
- Es lo más lógico – murmuró el hombre -. En la anterior ocasión el maletín estaba en su poder. ¿Lo habrá vuelto a esconder en el mismo lugar?
- Lo dudo.
Penetraron en la casa.
Al cruzar el salón, Camile se aproximó al sofá para comprobar que la pequeña Lucía dormía allí.
- No está.
- ¿Qué?
- La niña. La dejé aquí acostada.
Maurice meditó.
- Se despertaría y volvería a su cuarto. Debe estar con su hermano. Mejor así. Hablaremos con los dos. ¿Cuál era su dormitorio?
- Rosa los acomodó en el último piso, pero no sé en cuál de ellos.
- Es igual, iremos mirando en todos.
Subieron muy despacio los escalones del primer piso. Comprobaron que allí reinaba la calma. Después continuaron ascendiendo muy sigilosos. Al llegar al segundo se detuvieron.
- Hay que evitar que se asusten – reiteró ella -. No es conveniente que la madre se despierte y acuda.
Ambos recorrieron el pasillo, atentos al menor sonido. La respiración pausada de Rosa les indicó que el primero no era el dormitorio que buscaban. Dedujeron que tenían que estar durmiendo en el cuarto siguiente. Continuaron avanzando. Sin hacer un ruido, entraron, y entornaron la puerta. Mientras Maurice se quedaba en la misma entrada, Camile se acercó a la cama donde supuestamente se encontraban los niños. Allí se apreciaban dos bultos.
- Hola, hola… -, susurró.
Como no recibía respuesta optó por zarandear sus cuerpos. No reaccionaban.
- No se les oye respirar – comentó Maurice.
Camile se armó de valor y tomó entre sus manos uno de ellos, el que creyó ser la niña, y descubrió que se trataba de un almohadón. El compañero también lo era.
- Muy graciosos – murmuró.
- ¿Qué les sucede? – preguntó Maurice.
- Nada. No están aquí – respondió ella, algo dolida por el engaño.
- ¿Cómo?
- Deben de estar acostados con su madre.
- ¿Entonces?
Klaus, mientras tanto, enclaustrado en el vehículo, se impacientaba. Pero, por otra parte, se sentía cansado. No pudo evitar un bostezo. El cuerpo le pedía un reposo. Buscó el modo de acomodarse mejor, pero por más que lo intentaba no lo conseguía. El asiento trasero era estrecho e incómodo, tenía que encoger las piernas para poder permanecer tumbado. Además, la jarapa a rallas que lo protegía se le clavaba en la espalda y le daba mucho calor, y él no hacía sino removerse sobre ella. En una de las revueltas, uno de sus pies golpeó algo. Al oír un ruido seco experimentó un estremecimiento. Tuvo una intuición.
Se sentó e inició con sus manos una exploración bajo el sillón del conductor, el lugar del que había venido el sonido. No había nada. Quedó muy extrañado.
Volvió a sumergir ambas extremidades en el espacio, y con los nudillos golpeó la base inferior del asiento. Sonó igual que la vez anterior.
Inmediatamente abrió la puerta del vehículo y salió. Se fue a la plaza delantera, abrió, se arrodilló, examinó el hueco entre el sillón y el suelo, y descubrió que el maletín se había quedado atrapado entre las gomas de la funda y el asiento.
Probablemente, presos del nerviosismo, sus camaradas no habían caído en aquel detalle y él acababa de descubrirlo. Estaba eufórico. Comenzó a gritar y saltar de alegría, pero no hacía sino recibir golpes en la cabeza. Cuando acertó a descubrir qué era lo que le estaba sucediendo se llevó una enorme impresión. Era Helmut, se carcajeaba y le estaba aporreando con el maletín.
Klaus se despertó de un respingo, bañado en sudor. Buscó asustado en derredor algo indefinido, balbuceando incoherencias, desconcertado hasta recuperar el juicio.
Había sido nada más que un sueño. Tardó en admitirlo. Respiró aliviado. Le dolía la cabeza y comprobó que había perdido el ojo de cristal. Se había estado golpeando con el techo del vehículo.
No contento con la experiencia, repitió el examen soñado para convencerse definitivamente de que no había rastro del ansiado maletín de Helmut. Sin embargo, acertó a localizar la vieja Luger del camarada, pues Maurice se la había dejado en la guantera.
Comprobó la hora en su reloj de pulsera y aunque advirtió que apenas habían trascurrido unos veinte minutos desde que sus socios entraron en la casa, determinó que era demasiado tiempo. Había que agilizar todo aquello y no andarse con tantos protocolos. Sin más preámbulos, salió del coche y se dirigió al inmueble.
Mientras Klaus visitaba a su viejo camarada en sueños como queda dicho, Camile y Maurice, después de su infructuoso peregrinaje nocturno por la casa, pisaban el umbral del dormitorio donde reposaba Rosa que, para disgusto de los intrusos, estaba sola en la cama. La mujer se acercó y suavemente le sacudió el hombro llamándola por su nombre.
Rosa se incorporó asustada.
- Calma, calma – le dijo la belga.
- ¿Qué sucede? ¿Qué pasa? – preguntó somnolienta. Y de inmediato encendió una lamparilla que tenía en la mesita de noche y que apenas sí iluminó un pequeño cerco a su alrededor.
Al hacerse la luz pudo ver a los dos huéspedes delante de ella y se sobresaltó.
- Ah, sois vosotros. ¿No podéis dormir? ¿Es por el perro? – preguntó incorporándose del lecho e intentando comprender la situación que se manifestaba en su dormitorio
- No mujer, nada de eso. No te preocupes – respondió Camile, restando importancia al inesperado encuentro.
-. ¿Por qué estáis vestidos? – preguntó Rosa, confundida por la incongruencia.
Camile empezó a improvisar al advertir la extrañeza de la mujer por su indumentaria.
- Nos vamos. Queríamos avisarte.
- ¿Cómo? – exclamó Rosa aún más desorientada.
- Sí, verás, lo acabamos de decidir – respondió Camile, buscando con la mirada la aprobación de su marido -. Perdona por lo imprevisto.
- Pero …
- Hemos recordado que Maurice tenía un asunto importante que solucionar en Barcelona. Estábamos tan a gusto con vosotros que se nos había olvidado por completo la cita. No podemos demorar más nuestra marcha. Sabemos que lo entenderás.
El hombre sonreía y movía afirmativamente la cabeza.
Rosa estaba perpleja, dudando si estaba o no despierta.
- ¿Dónde están los niños? Nos gustaría despedirnos de ellos.
La mención a los hijos despertó definitivamente a Rosa.
- ¿Es que no están en su cuarto? - preguntó angustiada.
No tardó un instante en levantarse e ir con ellos al cuarto contiguo y comprobar lo que ellos ya le habían insinuado.
- No lo entiendo. ¿Dónde pueden haber ido? Tal vez estén escondidos jugando en el comedor.
Y sin esperar una respuesta se dirigió al piso inferior seguida por sus huéspedes.
Al bajar por la escalera, en la que apenas había luz sino la que proporcionaba la luna y se filtraba por las rendijas de una ventana superior, fueron sorprendidos por Klaus, que en ese instante las ascendía con sumo cuidado, pisando cada escalón apenas con la punta del zapato.
Su alargada figura no fue precisamente lo que más deseaban ver en aquel momento. Rosa palideció ante la inesperada aparición, temiendo que se hiciese realidad su peor pesadilla, la llegada del hombre que la mantuvo en vilo las últimas semanas del verano.
- Oh, buenas noches. La puerta estaba abierta… Busco al dueño o la dueña de la casa. Necesito una habitación – se excusó el germano con voz persuasiva, al darse de bruces con los tres.
La pareja que formaba el matrimonio Dumont intercambió unas miradas de estupor. Sospecharon con razón que el camarada, presa del nerviosismo, acudía a agilizar la gestión a su manera y temieron que lo estropease todo.
Se estaban sucediendo muchas sorpresas de modo vertiginoso y Rosa, perpleja ante el forastero, se sentía incapaz de asimilarlas todas. Era una montaña rusa la que se avecinaba, difícil de recorrer sin sobresaltos.
- Pues, pues… yo – acertó a balbucear cuando en realidad deseaba gritar de terror.
Un inesperado acontecimiento quebró el cuadro en el que se hallaba inmersa.
- ¿Qué sucede, mama?
Del dormitorio de los pequeños Dumont surgían los cuatro niños acompañados del perrito, sin que nadie los hubiese invitado a la inesperada reunión de adultos, con Pablo a la cabeza, seguido de su hermana y sus amigos. Todos igual de interesados en el inesperado desenlace que se avecinaba. Por alguna razón de carácter lúdico se habían reunido todos allí, en el cuarto de aquellos, y al barullo de la escalera habían acudido a averiguar la causa.
La situación era muy embarazosa. Camile y Maurice no sabían cómo continuar su comedia. Klaus venía dispuesto a imponer su voluntad y estaba al borde de perder los nervios. Rosa no sabía qué hacer frente a aquella inesperada oferta y los niños aguardaban novedades. La situación era muy incómoda para todos, daba la sensación de que en cualquier momento podría hundirse la casa.
El trance estalló definitivamente cuando Rosa, temblando, señaló al intruso.
- Usted, usted es el que me acosaba. Le he reconocido por la voz – gritó, temblando, señalándolo con el dedo índice, esperando que Maurice se abalanzase sobre él para detenerlo.
- Es el tuerto, mama – exclamó Pablo, echando a correr en dirección al acusado que no tuvo ocasión de reaccionar al embate del crío. Este le propinó un fuerte empujón y ambos cayeron rodando escalera abajo organizando un gran estrépito. La madre temió por la suerte del hijo.
- ¡Todo el mundo quieto!
Una voz autoritaria detuvo la escena un instante. Detrás de ella surgió un foco de luz que alumbró al grupo que permanecía en la escalera.
- ¡Alto a la Guardia Civil! - corroboró otra voz no muy distinta a la anterior.
En ese instante sonó un disparo y la linterna cayó al suelo. Todo volvió a quedar en penumbra.
- Mierda – se oyó decir.
- Jefe, jefe, ¿se encuentra bien?
Lo que vino a continuación ocurrió muy deprisa. Se sucedieron las carreras precipitadas escalera abajo.
Rosa tomó a su hija en brazos y huyó en busca de la autoridad.
Los Dumont hicieron lo propio con los suyos y corrieron hacia la puerta de la calle.
Klaus, se hizo con Pablo. Se incorporó veloz y arrastró al niño hasta la cocina, y de esta al patio trasero. Conocía bien la casa. El pequeño se defendía como podía, dando manotazos y patadas a ciegas, pero el hombre le sujetaba por el cuello y, cansado de su rebeldía, le golpeó brutalmente con el puño del arma en la espalda.
- ¡Spaziergang! – ordenó.
Así que se vio fuera con el rehén, buscó el modo de salvar la tapia y salir huyendo. El viejo perro, atado al pilar, le ladró al paso mientras se alzaba sobre sus patas traseras. No tuvo otra respuesta sino un estampido seco, que apagó su simple existencia.
El vehículo de los Dumont salió a toda velocidad a la carretera, dando tumbos por lo accidentado del terreno, a riesgo de volcar o perder los tapacubos de las ruedas. Los neumáticos rodaron con gran estrépito hasta al aferrarse al asfalto. A los pequeños belgas les hizo gracia el inesperado tiovivo y se deshicieron en risas.
Antonio había sufrido un balazo en el hombro, pero era asistido por Rosa, mientras Lucía le confirmaba que sangraba y le preguntaba que si le dolía mucho.
- ¡Mi hijo! – gritó la mujer, al advertir su ausencia y comprender el peligro que podía correr -. Se lo ha llevado.
- Por la cocina, mamá – anunció la niña. El disparo al can les puso sobre la pista.
Bartolo recuperó la linterna y salió en persecución de Klaus. Era consciente de que en tales circunstancias sería muy difícil apuntar con el fusil, disparar y acertarle, además temía herir al chico. No podía hacer otra cosa sino seguirle, no perderle de vista, tarea arto compleja en tales circunstancias, y darle el alto.
El nazi alcanzó al fin el lugar por donde era más fácil sortear el muro. Primero arrojó al niño al otro lado, efectuó un disparo sobre el perseguidor al advertir su presencia, y saltó. De inmediato comprobó que Pablo se le escapaba. Corrió tras él, era su pasaporte para salir de aquel embrollo. Identificó pronto el camino que había tomado el pequeño, por el ruido de sus pisadas y el silencio que entre los grillos generaban las mismas. Moderó el paso y fue guiándose a ciegas, confundiendo al niño con cualquier sombra que se mecía a su paso. Hasta que llegó un momento en que cesó la señal del fugado. Klaus interpretó que se había detenido, probablemente escondido en algún recodo próximo.
- Sal de ahí. No querrás que te mate, ¿verdad? – dijo, sin obtener una respuesta, dato que le envalentonó.
Avanzó despacio y apuntando con el arma al frente examinó con detenimiento la oscuridad, identificando árboles, arbustos y rocas. Con su único ojo descubrió al fin un bulto tembloroso agazapado junto al tronco de una encina. Satisfecho de su éxito se acercó hasta el mismo, alargó un brazo para atraparlo y su sonrisa de triunfo se quebró en mueca. Había recibido un disparo a bocajarro. El estallido hizo callar definitivamente a los insectos más apartados.
Bartolo, que se había despistado, escuchó la detonación y acudió sin dudar al lugar de donde vino el tiro. Iluminó con el foco de la linterna en aquella dirección y descubrió la presencia del niño.
- ¡Quieto! ¡Tire el arma al suelo! – gritó mientras hacía oscilar el haz de luz de un lado a otro buscando al agresor.
No recibió respuesta. Con cautela se fue aproximando a Pablo, que temblaba y sollozaba.
En su avance tropezó con algo, que casi le hizo perder el equilibrio y terminar en el suelo. Cuando se reincorporó alumbró la causa. A sus pies estaba el cuerpo de Klaus. Tenía la cabeza ensangrentada, un orifico de bala en la sien y le devolvía una mirada macabra desde su único ojo.
- ¿Qué ha pasado? ¿Quién ha sido?
El niño se encogió de hombros.
- Una sombra – susurró, y señaló una pistola junto al cadáver.
No hay comentarios:
Publicar un comentario