La caminata a paso ligero no hizo bien a ninguno de los dos. Pero Antonio no hizo amago de ordenar descanso, no estaba tranquilo con tantas novedades como empezó la noche. Con la lengua fuera iniciaron el ascenso del camino de la rambla. A la altura del cuartelillo tropezaron con el farmacéutico, Bartolo vio el cielo abierto al advertir que los detenía.
- Antonio, la del Manu ya está de parto. Por delante va la comadrona.
- Vaya por Dios. Pues no podemos pararnos. Ya me contará – protestó El Catalán, intentado recuperar el resuello.
- No, si yo venía a otra cosa – indicó el boticario.
- Si no es importante déjelo para mañana, don Simón.
Bartolo rezó porque lo fuese, no podía dar un paso más.
- Pues no puedo decir que no lo sea.
- Explíquese, collons – protestó Antonio.
- Perdona, hombre. Verás, es por lo del tuerto.
A Antonio se le enderezaron las orejas.
- ¿Qué pasa con ese?
- Pues que dice la casera que se ha marchado de la casa. Lo ha dejado todo recogido y el dinero que debía en la mesita de noche.
El sargento se quedó perplejo.
- ¿Pero se ha llevado su equipaje?
- Que sí, que todo.
- ¿Pero lo han visto irse?
- Pepa me ha dicho que no lo había visto en todo el día, pero que cuando subió a la casa, después de lo de los tiros, se encontró la puerta del cuarto abierta, entró y descubrió lo que te acabo de decir.
- Me parece que los tiros los ha dado ese, mi sargento – dijo Bartolo, robándole el pensamiento a su superior.
- Maldita sea. Y qué bien jugado – murmuró Antonio.
- ¿Qué hacemos ahora?
El Catalán se despidió del boticario, rogándole que estuviese al tanto del parto y ordenó a Bartolo seguirle, pues no tenía intención de cambiar de plan.
- A la casa de La Rosa, pero sin rechistar.
Y reiniciaron la carrera.
En estas estaban mientras Romerales se daba su baño de masas. El Pistolas se había puesto a la cabeza de una turba y recorría las calles del pueblo en busca del pistolero. Los más de los que le seguían buscaban entretenimiento, ya fuesen hombres o mujeres, chicos y grandes, todos aprovechaban el escándalo generado para salir del tedio. La broma, la chanza y la chacota a costa del de La Política se fue generalizando. Cada cual tenía motivos para burlarse de la autoridad que representaba. Unos le señalaban un rincón, otros una esquina, aquellos una plazuela y lo iban conduciendo por donde mejor estimaban que podría hacer el ridículo. El otro, ajeno a la malicia de las gentes, confiado en la potestad que le daba la placa y el arma reglamentaria, les seguía la corriente y se dejaba seducir por los consejos que le daban. No tardaron los más alegres en sacar al paso botellas de vino y aguardiente, para animar la improvisada ronda nocturna e invitar al representante del orden a un bien merecido refrigerio de líquidos para recuperar las fuerzas.
Amante como era de las virtudes del alcohol y del protagonismo no se mostró reacio a la oferta y fue de los primeros en trincar de una y otra botella, alguna que otra bota e incluso porrón. No tardó con ese equipaje la ocasión de perder el norte y los papeles, que era lo que los satélites esperaban disfrutar antes o después. Y así lo rodeaban, lo empujaban y le reían las gracias o lo incitaban a nuevas para regocijo de todos. Quiso la fortuna que no saliese nadie herido de alguno de aquellos remolinos festivos, pues en el apogeo de la parranda, perdió todas las formas y empuñó la pistola, con afán de hacer blanco en alguien sospechoso de rojerío. Pues entre bromas y veras, muchos se dedicaron a señalarle posibles objetivos.
Fue la presencia del párroco, que acudió al reclamo de la bulla, la que metió a muchos en sus casas e intimidó a otros, pero no a los más enredadores, que siguieron exprimiendo el limón hasta extraerle todo el jugo. Por lo que el revuelo se alargó más de lo que se esperaba y siguió encendiéndose a trompicones, pese a que la broma ya había perdido la gracia.
Por fin, cansados de marear la perdiz, intimidados por el religioso, temeroso de que las cosas se saliesen de madre, o borrachos como cubas, los últimos juguetones le fueron dando de lado, sobre todo cuando advirtieron que tarde o temprano caería de bruces y tendrían que hacerse cargo de su cuerpo, y dar muchas explicaciones. Y así no tardó en quedar solo y perdido por las callejuelas más empinadas, buscando el apoyo de las paredes para no terminar en el suelo que sus pies torpes no encontraban.
Sólo el cura siguió su errar, como ángel de la guarda, pero a distancia, tal vez preocupado por su suerte o con miedo de que cometiese un desatino.
Quiso el destino del que hablaban los griegos, el funesto, que El Pistolas diese con sus huesos en la cárcel, y fue de la siguiente manera.
Reconoció, después de sufrir uno de tantos traspiés al torcer una esquina, la silueta del cuartelillo y, bajo el foco de luz del farol de la puerta, la bandera nacional. Se frotó los ojos con ambos puños, para cerciorarse de que no era espejismo y, medianamente satisfecho de su comprobación, se incorporó como pudo y se dirigió dónde queda dicho, como el escarabajo que persigue el último rayo de sol, arrastrando los pies.
En la entrada no encontró a guardia alguno sino a un chiquillo con un balón en la mano, que a ratos botaba contra el suelo. En el interior, al fondo del pasillo, se oían gritos de dolor.
- Los muy cabrones han empezado sin mi – murmuró, con la boca tan estropajosa que parecía molestarle la lengua dentro.
El joven futbolista no dijo ni mu. Con los ojos como platos y escudado en su balón, observaba con detenimiento a El Pistolas, balanceándose de lado a lado.
El otro se dejó caer como pudo sobre el asiento corrido de la entrada y dio un gran resoplido acompañado de un vómito que le hizo doblarse hasta los pies como una grapadora qué hinca su signo.
El chiquillo salió espantado y se perdió en el interior del inmueble. Un trasiego de mujeres sudorosas entorpecía el acceso al pasillo.
- Seña Bernarda.
- ¿Qué quieres? No te he dicho que te quedes en la puerta - le respondió la otra con muy malos modos, reteniendo un bofetón destinado al intruso.
- Ahí está el de La Política.
- ¿Romerales? Ah, pues muy bien. Que se quede ahí hasta que todo acabe. Entra al cuarto de al lado a ver si Manu está ya mejor.
El muchacho se fue obediente al lugar en el que el guardia reposaba. Estaba acostado sobre un camastro, tenía fiebre y castañeteaba los dientes bajo la colcha. No hacía más que quejarse, emitiendo los lamentos de los que sufren un mal incurable.
- ¿Cómo sigue?
La voz venía del otro cuarto, era de Bernarda.
- Igual – respondió el chico.
- Estos hombres están hechos de horchata. Mira que no tener valor para acompañar a su mujer siquiera tras la puerta.
Y los gritos de la parturienta se recrudecían.
Al ruido, El Pistolas recuperó algo de lucidez. Una alarma se había activado en el interior de su cabeza. Se estremeció del modo que lo hace el que recibe una mortífera descarga eléctrica.
- Estos cabrones han empezado sin mí – repitió, pronunciado cada palabra como si las arrastrase con la lengua desde lo más profundo de la garganta.
Se incorporó como pudo, despacio como un perezoso, sujetándose a lo que alcanzaba más a mano para no terminar en el suelo, con las piernas flojas y la vista ciega, y buscó a tientas la escalera que bajaba al calabozo. En su ruta tropezó con un cubo vacío y una escoba, que no advirtió, y a punto estuvo de rodar y salir volando con aquella tal que una bruja de un cuento de niños, pero mantuvo el equilibrio en el último instante.
Repuesto del traspiés, aferró enfurecido el mango del útil de limpieza y, en una repentina resolución que tuvo, porque la sangre debió regar de nuevo su cabeza, lo partió en dos de un pisotón. Se hizo así con la mitad y la esgrimió como si fuese una porra.
Armado de tal guisa, fue bajando los escalones, organizando un tremendo estruendo, como si cada uno de los pies le pesase una tonelada o necesitase afianzarlos al suelo, y bamboleándose como si las paredes se lo devolviesen una a otra, en un juego en el que él era la pelota. Cualquiera que hubiese tenido oportunidad de verlo lo habría tomado por un buzo de los de escafandra y zuecos de plomo, fuera de su habitual lugar de trabajo.
José, alerta, que no dormía con el griterío femenino, lo oyó llegar. Puso su atención en el hueco de acceso a la galería y lo terminó viendo asomar, moviéndose igual que un trompo a punto de rodar por el suelo. Temió lo peor.
Romerales no alcanzó a comprender que se acabaron los escalones y siguió avanzando como el que pisa huevos dando palos a la nada, con suerte a la pared, intentando así localizarse en el espacio indefinido que disfrazaban sus perturbados sentidos.
- Cabrones, esto era asunto mío – repetía, farfullando insultos.
El preso guardó un silencio precavido para ver en qué acababa la intempestiva visita. Era consciente de que el de La Política no estaba del todo sereno y eso lo convertía en más peligroso.
Romerales dio un puñetazo al aire y su mano tropezó con las rejas que separaban las celdas del pasillo. El dolor se le hizo insufrible y lanzó un grito infrahumano. A José se le pusieron los pelos de punta ante lo inesperado de la reacción del otro mientras los barrotes protestaban, vibrando un metálico gemido.
- Me la vas a pagar, me la vas a pagar – repetía El Pistolas enloquecido, mientras se doblaba y refugiaba el puño lastimado ahora en el sobaco, después entre las piernas. Apoyó la espalda en el muro, escupiendo maldiciones. Con el otro brazo repartía torpes golpes de ciego, estrellando el palo sobre lo que encontraba a su paso, originando una discordancia perversa mientras lo astillaba.
Ebrio y desmañado, rodó por las paredes como el rodillo que la embadurna de pintura. Buscando alivio donde no lo había.
Conforme salió del abismo del dolor, la idea de resarcimiento se afianzó en su mente y, aunque no acababa de recuperar la razón, su determinación inicial se consolidó en la misma. Ansiaba localizar la celda del sospechoso, para rematar la que consideraba su principal actuación en aquel teatro: darle una paliza, fuese o no culpable de algo.
En esto que en su errante exploración dio por fin con la cerradura de la celda que buscaba y advirtió que no tenía llaves para abrirla. Lo primero que hizo fue golpearla con lo que le quedaba del palo hasta desmenuzarlo, pero como no consiguió lo que pretendía, se buscó la pistola y la empuñó.
La reacción de José al advertir sus intenciones fue agacharse y cubrirse la cabeza con ambas manos, temiendo que el borracho le disparase, pero el propósito de este no era sino usarla como martillo para forzar el cierre de la puerta.
Así estuvo estrellando el mango de la Star hasta perder la poca fuerza que ya le quedaba, de luchar con la cogorza que llevaba a cuestas. Pero consiguió con uno de los golpes que saltase el gozne de la puerta y que esta se abriese, y, al advertirlo le dio un empellón, y se metió dentro.
José se acurrucó en una esquina hecho un ovillo y aguardó a la reacción del otro que, agotado, no hacía sino buscar a tientas dónde agarrarse.
La circunstancia de ver la puerta abierta y el miedo a la amenaza que representaba su agresor, le obligaron a no pensárselo dos veces. José tiró por donde acostumbra el que se siente acorralado, allí por donde ve un hueco. Se levantó de un salto, avanzó inclinado con la cabeza por delante del mismo modo que lo hubiese hecho un Mihura y empujó a Romerales con todas sus fuerzas, buscando la salida.
El de La Política giró de nuevo como una peonza y se estrelló contra los barrotes. La cabeza quedó encajada entre dos de aquellos y perdió el escaso conocimiento que le quedaba. Se fue deslizando poco a poco entre tales rieles y finalmente se derrumbó como un pesado saco. Quedó sentado en el suelo en una postura ridícula, como un oso de feria después del baile, pero durmiendo la mona.
José, ufano de su huida, subió precipitadamente las escaleras en busca de la libertad, pero cuando fue consciente de lo que hacía se retuvo. Recapacitó. Empezó a temer por las consecuencias de lo acontecido. Se quedó plantado en un escalón e intentó ordenar sus pensamientos. Al fondo del piso superior arreciaban los gritos de dolor de la madre en ciernes y los de aliento de las mujeres que la acompañaban.
Tras meditarlo, el prófugo llegó a la conclusión de que todo había acabado para él. Debía tirar al monte y unirse a la partida del maquis. El pastor le ayudaría. Pero primero debía pasar por su casa y avisar a Rosario, despedirse de los chicos.
Se levantó y volvió a la celda. Romerales dormía profundamente, roncaba como la sierra que corta el tronco.
José lo registró. Salvo tabaco, una navajilla, varias pesetas y la documentación que acreditaba su condición poco más tenía en los bolsillos. Dedicó un rato a hurgar en su cartera. El carné, unos décimos de lotería y la foto de una anciana, tal vez su madre. Después volvió a dejar todo en su sitio. Sintió un escalofrío cuando advirtió la empuñadura de la pistola, descubriéndose a sus ojos con provocación. Una idea sacudió su mente. Como el otro no reaccionaba tomó el arma con determinación y la acomodó en su cinturón como pudo. Se levantó. Le dedicó otra mirada al verdugo y a continuación le arreó dos patadas en el riñón.
- Así te pudras - murmuró.
El Pistolas ni se inmutó, aunque emitió un gruñido de cochino. Al instante roncaba como un bendito.
José subió de nuevo la escalera de puntillas y salió al zaguán. Se llevó una enorme sorpresa al encontrar allí al chico de Bartolo, jugando con una pelota y la pared, que se la devolvía.
- Hola.
- Hola.
Se miraron uno a otro.
- Me ha dicho Romerales que vaya a buscar a tu padre.
- Ah.
- Y que no lo moleste nadie que va a dormir un rato.
- Vale – respondió el niño, retomando su distracción.
Sin otra objeción que añadir, aprovechado la indiferencia del guardameta, José se puso en la calle y, evitando las pocas luces que en ella había, se encaminó hacia su hogar, sin conocer cómo estaban por allí las cosas.
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