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lunes, 27 de enero de 2025

Oro nazi. Capítulo 34. Preguntas sin respuesta.


Antonio respiró cuando supo de la suerte de El Pistolas, aunque después recapacitó y lamentó que no lo hubiesen quitado de en medio por la deriva de una bala perdida. Pero eso fue algo que se guardó para sí. De cara a la sociedad y en especial a sus superiores, mantuvo las formas y se tragó su orgullo.

Soportó con estoicismo el retorno de el de La Política, viéndolo acercarse al cuartelillo más chulo que un ocho, presumiendo como acostumbraba, con la chaqueta abierta y mostrando la condecoración que le daba apodo. Venía algo entonado, porque no había querido perder la ocasión de celebrar su arrojo con unas copas en los bares que fue encontrando a su paso, y en los que no evitó sacar a relucir su valentía.

Los vecinos lo observaban como hacía Antonio, pero con cierta admiración, o respeto, ya nadie parecía querer hacer chistes a su costa o reírse de sus salidas de tono. Había acabado él solo con el clan de Los Callaos, un grupo de contrabandistas que tenía amedrentados a todos en el pueblo y alrededores, por miedo o porque les debían algo.

El Catalán sabía que la brillante acción de El Pistolas no solucionaría nada, sino que provocaría nuevos conflictos por el control del mercado negro. Había otras familias rivalizando con Los Callaos que reclamarían ahora su lugar. Se avecinaban días difíciles. Pero, al menos, podría perderlo al fin de vista.

Tuvo que soportar los halagos con los que Bernarda recibió a Romerales. Él era consciente de que ella lo hacía por fastidiar. Era la respuesta al trato que daba a su hermano, Bartolo, que según la opinión de ella no era el más adecuado, siendo familia.

Por fortuna para Antonio, la despedida de Romerales fue la definitiva. Esta vez cogió la Alsina y desapareció del pueblo para siempre, aunque en ese momento nadie lo hubiese creído. El sargento respiró aliviado. No obstante, se mantuvo alerta unos días, mirando el ir y venir de los viajeros, por si acudía de nuevo. Pero, poco a poco, aceptó lo que ya era una realidad. Volvió a su trabajo, que no escaseaba y fue dando cuenta a la comandancia de Granada de todo lo acaecido en el pueblo aquellos días. 

Pero, como no andaba del todo contento con el asunto en cuestión, no tardó en indagar de nuevo en lo que no terminaba de ver claro. En cuanto que estimó oportuno, no perdió la ocasión de reunirse con don Buenaventura. Sabía que había sido testigo ocular del singular servicio del agente de La Política y esperaba poder sonsacarle algún que otro dato que completase el complejo puzle que tenía entre manos.

Una tarde se animó a culminar la tarea. A sabiendas de que a esas horas el cura daba un largo paseo, quiso hacerse el encontradizo y entablar conversación con él. Ahora le tocaba ser el confesor. Se abotonó el traje limpio hasta la nuez y se ajustó el tricornio, que resplandecía a ráfagas con los rayos de sol del otoño. Era consciente de que el uniforme imponía, y para la ocasión creía necesario causar una buena y respetable impresión. Tuvo suerte y encontró al párroco saliendo por la puerta de la iglesia, acompañado de unas beatas de las que no tardó en despedirse. Sin embargó, fue éste el que se adelantó a su saludo.

- Hombre, Antonio. ¿Qué tal ese brazo?

- Mejor, gracias. Quería hablar con usted. ¿Anda muy ocupado?

El cura hizo un gesto de alivio mirando al cielo.

- Ya no.

- Me gustaría hablar con usted.

El cura hizo un quiebro elegante.

- Si es algo serio vamos al confesionario.

- No, no es eso – se excusó el sargento.

- Pues entonces acompáñame a dar un paseo hasta la playa. Necesito estirar las piernas – ofreció, sin mostrar preocupación.

Ambos se dirigieron donde propuso el clérigo, hasta apartarse lo suficiente para que nadie les estorbase, sin necesidad de que el sargento se lo propusiese.

- Supongo que si me has acompañado hasta aquí será por algo importante. ¿No es así?

- Así es. Hay cosas que no termino de ver claras en todo este asunto del alemán.

Don Buenaventura se detuvo y miró a su interlocutor a la cara.

- ¿Todavía andas con eso? Va camino de convertirse en una obsesión.

- ¿Qué quiere que haga? Soy una persona meticulosa, me gustan las cosas claras. Tal vez me inquiete algo, como a Romerales. Pero, naturalmente, no tendré una salida de tono como la suya.

- Ya sabes que no puedo decirte más sobre la procedencia del maletín – expuso el cura, negando con la cabeza y reiniciando la marcha.

- Es otra cosa – cortó El Catalán -. El otro día descubrí en la iglesia algo que me resultó chocante.

- ¿A qué te refieres? – preguntó con aparente curiosidad el cura.

- Entre los exvotos a la Virgen descubrí dos objetos que me llamaron la atención.

Don Buenaventura redujo el paso. Se llevó las manos atrás y preguntó por lo que le indicaba el otro.

- Uno fue la pluma de Helmut.

- ¿De Helmut?

- Sí, el nazi.

El cura se detuvo y se volvió hacia el acompañante. Las aguas de una ola lamieron el suelo por donde pisaban.

- ¿Cómo puedes estar seguro de eso?

- Las estilográficas con un adorno en forma de cruz gamada no son muy comunes. No puedo admitir una coincidencia así. Debe tratarse de la misma pluma que usó para estampar su firma la primera vez que traté con él.

- Sí, es mucha coincidencia. Quizás lo sea – admitió el cura -. ¿Y el otro objeto?

- Al lado de la pluma, junto a la figura de la Virgen, había una foto de la torre. La misma en la que usted vio a Romerales hacer justicia, si me permite la expresión.

- Vaya. No acostumbro a llevar un registro pormenorizado de todos los exvotos que los devotos suelen dejar allí. Pero en este caso sí creo que pueda deberse a una coincidencia. Que un objeto esté al lado de otro no tiene por qué significar nada. ¿Qué tiene que ver la torre con la pluma?

- Nada. Ya lo sé. 

- Sospechas que existe una relación entre ambas, ¿verdad? No seas ridículo. Yo no veo ninguna. Cada una de ellas responde a una cosa diferente. La pluma a Helmut, sí, parece claro. Es posible que sea la misma. Pero que esté al lado de una foto de la torre no me dice nada. Puede llevar ahí años. Probablemente sea de alguien que recuerda a un familiar y sabe que está allí sepultado. Son dos asuntos distintos. La conexión la estableces tú. Debes mirar cada cosa por separado si no quieres confundirte más.

Antonio escuchó al sacerdote, pero en su cabeza intuía que no eran figuraciones suyas, que debía existir un nexo y que, además, el párroco sabía algo más que, por supuesto, no estaba dispuesto a contar.

- Puede ser una simple coincidencia -. Remató, para intentar abordarle por otro lado.

Caminaron un trecho codo con codo. A lo lejos, sobre el acantilado se dibujaba la silueta de la atalaya.

- ¿Por qué estaba usted en las inmediaciones de la torre cuando llegaron allí Los Callaos? No es un lugar muy apropiado para un hombre de iglesia.

Don Buenaventura no dijo nada, siguió caminando impertérrito. Tardó una eternidad en responder, según la ansiedad de Antonio.

- Visito en ocasiones el acantilado. Es una manera de espantar al Diablo de allí como cualquier otra. Quien advierte mi presencia modera su paso, cambia de dirección y se retira. Por otra parte, me detengo a orar por todos los desgraciados que murieron en el interior de la torre. Pero creo que todo eso lo sabes, nunca asomo por allí a horas intempestivas. ¿Exactamente qué es lo que buscas Antonio?

El Catalán tuvo que admitir su impotencia.

- No lo sé, don Buenaventura. No lo sé.

Las gaviotas protestaban. Las olas siguieron rumiando la arena de la playa. El sol viajaba en silencio hacia occidente. Las nubes convertidas en jirones fustigaban el cielo. Sobre el acantilado, la vieja torre parecía un rostro deformado. Su gesto era similar al del que hace un guiño. Los dos hombres se fundieron con el paisaje.

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