Romerales no se distrajo ni un momento en el bar de la parada. Se entretuvo viendo ir y venir vehículos. Un motocarro entró en la plaza haciendo un ruido infernal. El de la Política lo observó. El cacharro iba muy cargado. Una lona cubría su contenido. Tuvo un pálpito, como él decía. Movido por su orgullo se puso en pie, pagó la consumición sin rechistar y se dirigió a la calle donde encontró el paquete de tabaco en la que fue su primera pesquisa. La encontró desierta como la vez anterior y se encaminó al portón que despertó sus sospechas entonces. Cuando se puso delante del mismo, llamó. Nadie acudió a su reclamo. Repitió la operación dos veces sin resultado. De ninguna de las casas vecinas se asomó nadie a darle alguna novedad, como era costumbre en otras calles. En esta parecía reinar un curioso pacto de silencio. No contento con el desenlace, intentó forzar la cerradura. Entonces se oyeron ruidos en el interior y alguien preguntó que quién era.
Romerales anunció a la autoridad.
Una mujer muy morena, de estatura mediana y gruesa, con cara de pocos amigos, abrió la hoja más pequeña del portón.
- ¿Qué quiere? Estoy sola.
Romerales la observó con suspicacia, como si la conociese de antiguo y supiese que le estaba mintiendo.
- Vengo a inspeccionar. Déjeme usted entrar.
- ¿Qué dice? ¿A cuento de qué? – respondió ella muy insolente, convencida de que aquel no se atrevería a cruzar el umbral.
Pero el de La Social no se anduvo con protocolos. De un empellón abrió la puerta e hizo caer a la mujer de culo. La otra se revolvió como pudo, lanzando puñadas a ciegas. El policía la agarró por el cuello para levantarla y la amenazó encañonándola con la pistola.
- Si te mueves te dejo seca, asquerosa.
Ella, sin embargo, no dejó de quejarse y pedir ayuda a gritos.
- ¡Qué te calles, puta!
Del interior del patio surgieron cuatro hombres tan malcarados como la otra, que no debían andar muy lejos y se abalanzaron contra Romerales sin dejarse intimidar por su arma. El ataque le pilló por sorpresa. Pero, movido por una extraña fuerza, se enfrentó a ellos. Se produjo así un forcejeo donde él intentaba zafarse del abrazo de los otros y estos le sujetaban por todas partes. Al final, impulsado por el miedo o la necesidad, realizó dos disparos, uno a ninguna parte y otro que terminó en el hombro de uno de los asaltantes. Su reacción puso en fuga al resto, más preocupados por lo que había sucedido que por la amenaza del arma.
Sudoroso y sofocado, Romerales se levantó del suelo sin soltar el arma, como si ésta estuviese soldada a su mano.
Apoyado en la jamba de la puerta se quejaba el herido, al que el dolor tenía inmovilizado. La sangre manaba a borbotones y la camisa blanca que vestía se oscurecía de rojo. Hacía amago de detener la hemorragia con un pañuelo, pero le faltaba fuerza y valor para hacerlo.
- Cabrones. Tú vas a pagar por todos – anunció el policía, apuntando con la pistola al que señaló como culpable. El hombre empezó a farfullar perdón, con una voz lastimosa, jurando y perjurando que le habían obligado a actuar así, pero que no había sido su intención hacerle daño.
- No me vengas con cuentos, que ya os conozco – respondió el de La Secreta y alargó el brazo para no fallar el tiro.
No pudo apretar el gatillo porque recibió un fuerte golpe a la altura del omoplato. A su espalda estaba la mujer que le abrió.
Después del primero siguió recibiendo palos, la agresora manejaba una estaca de grandes dimensiones. Enloquecida, le laceraba e insultaba. Romerales quiso detenerla, pero entonces noto algo que se le enredaba en los pies y cayó de bruces. El herido, aprovechando su desconcierto, le había hecho la zancadilla. Sin darle a tiempo a reaccionar multiplicaron los estacazos, hasta que el intruso perdió el sentido.
La mujer escupió sobre el policía cuando advirtió que no era más que una masa de carne, le arrebató el arma y se dirigió al socio.
- Ayúdame. Tenemos que sacarlo de la casa.
- Te lo has cargado.
- No creo. Pero a este no deben encontrarlo aquí. Ayúdame a subirlo a la furgoneta.
- ¿Qué dices? No voy a poder.
- ¡Qué me ayudes, coño! – le respondió ella al tiempo que le arreaba un garrotazo sobre el hombro herido.
El hombre se quejó por el dolor, pero no tardó en obedecer. Entre ambos arrastraron el cuerpo de Romerales y lo subieron a la caja de carga. Cerraron y la mujer se puso al volante.
- ¿Dónde vamos?
- A la torre.
- ¿Qué pretendes hacer?
La mujer no contestó y aceleró. Una vez en la calle, los que huyeron con anterioridad, miembros del mismo clan, se sumaron a la iniciativa.
- Vamos. Subid, cobardes.
La camioneta salió a la vía siguiente y se dirigió a la playa. Después, sin detenerse, tomó un sendero para apartarse de ella y que conducía a la atalaya.
Aunque era de día, y el trajín era el característico de aquellas horas, el ruido de los disparos no pasó desapercibido a los vecinos. Tampoco en el cuartelillo.
- Eso han sido tiros, sargento.
- Romerales.
Sin hacer otra conjetura se pusieron los dos en la calle al unísono. La dirección se la indicaron los curiosos, que ya se dirigían a buscar el origen de las detonaciones. Se fueron adelantando a todos y a la voz de orden hicieron lo posible para impedir que siguiesen avanzando. Pronto se les unieron dos guardias más que detuvieron a la masa.
- Ha sido donde Los Callaos.
- A ver si tenemos suerte y hablan de una vez – comentó Antonio a la observación de su subalterno, haciendo un chiste fácil.
Pero encontraron la calle desierta, como era habitual. El portón estaba cerrado. Sin embargo, descubrieron los restos de sangre.
- Llama, pero no creo que contesten.
Tras varios intentos infructuosos desistieron. Se les acercó uno de los guardias que quedó atrás acompañado de un paisano.
- Mi sargento este hombre dice que los vio en la furgoneta.
- ¿Eso es verdad?
- Por mis muertos que eran ellos – dijo el aludido -. Pero conducía la madre. Tiraron pa la playa. Iban como locos.
- Bueno. Que cada cual vuelva a sus quehaceres – ordenó Antonio -. Fuera toda esa gente.
Los guardias, fusil en alto, ordenaron a los vecinos que se fuesen retirando de la calle.
Antonio se puso en cuclillas y observó detenidamente las manchas de sangre, estaban frescas aún.
- ¿Qué hacemos, mi sargento? – preguntó Manu.
- Hay que localizar a Romerales. Algo me dice que no puede andar muy lejos. Es capaz de meterse en un buen lio.
El de La Secreta viajaba seminconsciente en el interior de la furgoneta, en compañía de sus captores. Sufriendo los vaivenes del volante y el firme irregular, que los hacía saltar de un lado a otro del habitáculo. Cuando llegaron a las inmediaciones de la torre, la mujer detuvo el vehículo. Se cercioró de que no había nadie en el entorno y ordenó a los suyos que descendieran. Sólo quedaron dentro el herido, que no dejaba de quejarse y Romerales, tumbado sobre el piso.
Los Callaos fueron a reunirse a la sombra de la torre.
- ¿Qué hacemos, madre?
- Deshacernos de ese.
- ¿Lo tiramos por el acantilado?
- No creo que sea lo más prudente, en un par de días la marea puede arrastrarlo a la playa. Hay que hacerlo desaparecer para siempre.
- Podemos echarlo al pozo, y después unas piedras para que no lo encuentren por si buscan ahí.
Mientras estos discutían, Romerales recuperó el sentido. Le dolían todos los huesos. Instintivamente se llevó la mano al arma, pero no la encontró. Alzó la cabeza con precaución. Al comprobar que estaba sólo acompañado por el herido se fue incorporando lentamente. Así, a cuatro patas, pudo ver a través del parabrisas a los conspiradores reunidos. El herido parecía adormilado. Las llaves de la camioneta estaban puestas. El Pistolas, igual que la víctima que espera el ataque inminente y busca a la desesperada una salida, reaccionó casi sin saber bien lo que hacía. Se coló en la cabina abriéndose paso entre los dos asientos. El herido se sorprendió de verlo surgir así, pero no tuvo tiempo de reaccionar porque el de La Secreta lo agarró por la nuca y estrelló su cara varias veces sobre el salpicadero hasta dejarlo inconsciente. A continuación, sin demora, ocupó el puesto del conductor del vehículo. Antes de que los otros se percatasen de lo que sucedía, arrancó el motor y pisó el acelerador. No les dio tiempo a hacerse a un lado, se los llevó por delante. El choque de los cuerpos contra el chasis produjo un sonido sordo.
Frenó a unos metros del acantilado, pero no apagó el motor del coche. Miró el retrovisor y tuvo oportunidad de ver alguno de los cadáveres que dejaba atrás, en posiciones extravagantes. Por un momento creyó que todo había terminado. Metió primera e inició una maniobra, quería apartarse de aquel lugar a toda prisa, pero no pudo completarla. El copiloto había recuperado la razón y le empezó a golpear y arañar sin aviso, increpándole por su crimen. El Pistolas se defendió como pudo. Agarró el cinturón de seguridad que pendía inútil a un lado y sin dudarlo lo anudó veloz al cuello del otro, que hizo todo lo posible por evitarlo. Pero en el rifirrafe, el de La Política perdió el control del vehículo, que se encaminaba impertérrito hacia el acantilado. Cuando tomo conciencia de su fatal error, apenas tuvo tiempo de abrir la puerta y saltar para ponerse a salvo. El de Los Callaos, enredado en el cinturón, no tuvo tanta suerte y se enfrentó a la muerte entre alaridos de terror. La furgoneta se precipitó al vacío y fue a estrellarse contra las rocas. Pronto estalló entre las olas, y ardió envuelta en una espiral de humo que se alzó elegante hasta el cielo.
Romerales se agarró a unos matojos, como si temiese que algo fuese a arrastrarlo al vacío. Al cesar el estruendo se incorporó, deambuló de un lado a otro y fue identificando a los muertos. Cada cual mostraba una mueca estremecedora. Cuando localizó a la mujer, retorcida como un alambre, la registró a conciencia. Recupero su pistola, y también se hizo con los cuartos que aquella llevaba encima.
Entonces ella, que no estaba muerta, murmuró algo, tal vez una maldición. El Pistolas no le prestó más atención. La apuntó con el arma y efectuó dos disparos sobre su cabeza. En ese instante cruzó el cielo una ruidosa bandada de gaviotas, chirriando como enloquecidas.
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