Antonio, mientras tanto, había ganado la farmacia, pero se la encontró cerrada. Temió que le hubiesen ganado la partida. Recordó que El Pistolas le había hablado del cura. Quizás debiera hacerle una visita, meditó.
Sin moverse de la puerta del establecimiento intentó establecer una relación entre el sacerdote y el maletín. Lo único que se le ocurría es que se lo hubiese facilitado Rosa. Pero era evidente que desconocía su contenido. De otro modo no hubiese utilizado a Romerales como intermediario para hacérselo llegar.
Haciendo conjeturas se hizo consciente de que estaba perdiendo un tiempo precioso. El maletín debía contener algo valioso y tenía que recuperarlo.
Decidió ir a la casa de don Simón. Conjeturó que alguna de las vecinas que vivían en la misma calle lo hubiese visto entrar o salir. Estaba convencido de que le darían alguna pista de su paradero.
No andaba muy desencaminado porque tan pronto como el boticario vio salir por la puerta al de La Política colgó la bata en una percha y se fue a la calle con el maletín. Se marchó directamente a su casa. Entró, cruzo el zaguán, salió a un patio y después a una cuadra adosada a una pared de piedra, allí accedió a una cueva, escondida tras un armario, a la que se bajaba por unos estrechos escalones labrados en la piedra. Giró un interruptor de palometa que sobresalía del tabique y encendió la luz de una bombilla. Se iluminó el interior de una fría estancia, de paredes toscamente labradas. Al amparo de una hornacina excavada en la piedra había un candelabro de siete brazos. Una mesa, una silla y un armario componían el escueto mobiliario de la pieza subterránea.
Cerró por dentro. Abrió el maletín y puso su contenido sobre la mesa. Lo repartió, tomó unas lentes y lo estudió con meticulosidad. A continuación, puso su atención en el armario. Lo abrió, repasó sus baldas y extrajo de allí una aparatosa cámara de fotos.
Uno por uno fue fotografiando todos los documentos que había expuesto sobre el tablero. No perdió ocasión de hacer varias fotografías de cada uno de ellos. La reproducción del diario fue lo que le robó más tiempo y este le apremiaba. Sabía que tarde o temprano tendría que dar razón de su tesoro.
Mientras tanto, Antonio, guiado por la intuición, se plantaba en la mismísima puerta de la morada del boticario. Llamaba, esperaba paciente y no recibía respuesta. Repetido el protocolo varias veces, se retiró unos pasos y observó la fachada, por si de alguna de las ventanas recibía señal de la presencia de Simón en el interior, pero no advirtió nada que se lo indicase. Ni siquiera en la azotea había asomo de vida. Podría decirse que el domicilio estaba deshabitado. Miró en derredor, esperando verlo acudir de alguna parte, pero no tuvo esa suerte.
Desde el balcón de una vivienda próxima le llegó una voz. Se volvió y vio a una anciana enlutada que emergía de detrás de una persiana de madera de color verde oscuro.
- Insista, insista. Yo lo he visto entrar.
Otra que asomaba a la puerta de la vivienda contigua también corroboró la opinión de la anterior y ya aprovechó para dar cuenta de la rutina de aquél. Con tal servicio de vigilancia Antonio no tuvo reparo en redoblar su esfuerzo.
Fue a golpear de nuevo la aldaba, pero se quedó en el intento pues Simón abrió en ese instante.
- Antonio, qué casualidad. Ahora mismo iba a pasarme por el cuartelillo. Tengo este maletín para ti. Se lo dejó tu compañero de La Política olvidado en la farmacia – anunció, alargándoselo mientras cerraba.
- Gracias – respondió el guardia con sequedad mientras lo aferraba con firmeza.
- Tengo que volver a la tienda. Ya no puedo distraerme más, ha sido una suerte encontrarte aquí. ¿Querías algo?
- Esto – respondió levantando el maletín con la mano -. Me lo dijo Romerales, pero como usted no estaba en la tienda me he decidido a venir hasta aquí. Podía haberlo dejado allí en lugar de cargar con él de un sitio a otro – dijo con cierta suspicacia.
- Iba a llevártelo, pero a mitad de camino me surgió una urgencia y decidí traerlo conmigo. – contestó veloz -. Bueno, pues si sólo se trataba de eso te dejó y retorno a mi tarea.
- Te acompaño, vamos en la misma dirección – corto Antonio, para evitar que el pájaro volase.
- De acuerdo.
Don Simón, acompañado del sargento, inició el recorrido con cierta incomodidad, detalle que no pasó desapercibido al escolta. Las comadres los vigilaban.
- ¿Cómo va todo? – preguntó el farmacéutico, para romper el hielo.
- Bien. Poca novedad desde esta mañana, salvo esta que nos ocupa. ¿Qué tendrá este maletín? – comentó, para sonsacar al otro.
- Lo ignoro – respondió ágil el boticario -. Sólo te puedo decir que el de La Política se lo dejó encima de una silla. No debe ser muy importante. Supongo que su equipaje, no pesa mucho.
- No tardaré en averiguarlo. Confío en que no falte nada, ese hombre es imprevisible, capaz es de denunciar un robo.
- Ni lo he tocado. Como me lo dejó se lo he dado a usted.
La singular pareja no dejaba de llamar la atención. Pocas cosas fuera de lo común se les escapaban a los habitantes del pueblo y esta era una de ellas. El misterioso equipaje del sargento disparaba los comentarios más insospechados. Para unos lo que transportaba era una medicina, para otros un arma. No hubo acuerdo, pero sí muchas conjeturas en las barras de los bares.
Llegaron a la farmacia y se separaron. Antonio dudó entre marcharse al cuartelillo o pasarse por la iglesia. Pero finalmente se inclinó por averiguar primero si el maletín era lo que sospechaba.
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