Los almacenes Sears eran unos norteamericanos que estuvieron de moda en Madrid a finales de los 70, y hacían sombra al Corte Inglés y Galerías Preciados cuando iban por separado. Mi padre era muy aficionado a visitarlos. Si no recuerdo mal estaban cerca del Bernabéu. En este establecimiento no sólo había de todo sino que infinitas ventajas para comprarlo a plazos y eso. El caso es que en una de tantas, mi padre compró allí una piscina de esas que se monta uno mismo en la terraza del piso, si es grande, o en el patio de atrás. Era circular y tenía capacidad para una burrada de litros de agua, pero no la firmeza de una de hormigón armado. Por eso, de tomar impulso con la pared de aluminio para salir disparado en lo del buceo, y otras actividades náuticas que se practican en la infancia, saltos, ahogadillas, competiciones, y un agresivo etcétera, se fue abombando y deformando por varias partes. La novedad entre la chiquillería, amiguetes y primos, dio mucho ajetreo al invento y cuando acabó el verano, y mi padre se puso a desarmarla para el siguiente, estaba para tirarla. Ni corto ni perezoso, imbuido en la seguridad que daban las promesas de la publicidad, hizo con todo un paquete y se presento en el Sears a reclamar que se la cambiasen por otra. Allí estuvo combatiendo con los empleados para conseguir su propósito. Desenvolvía la lona de poliéster e indicaba los picotazos, o sacaba las varillas de refuerzo dobladas, el cilindro de aluminio maltrecho, y así mil cosas. Casi ocupa medio piso desembalando piezas, que aquello parecía el Rastro. Yo, de lejos, lo veía trajinar con varios tipos trajeados que no hacían más que ponerle peros. De cuando en cuando, mi hermano y yo nos acercábamos a ver cómo iba el negocio, y mi padre nos despedía con gestos enérgicos antes llegar a él, invitándonos a seguir curioseando por las plantas de los almacenes; y nosotros obedientes lo hacíamos. El caso es que al final de todo, tras mucho bregar, mi padre se salió con la suya y una piscina nueva para el próximo estío. Ya de regreso en el coche, la curiosidad pudo conmigo y le pregunté que por qué nos había mantenido al margen. Fue conciso y explicito: " si llegan a veros hubiesen dicho que erais los responsables del destrozo", lo cual, por otra, parte, era cierto, pero sin maldad. La enseñanza que saqué de aquella experiencia es que los niños debíamos de ser buenos, pero sobre todo parecerlo, o no aparecer por el lugar del crimen.
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