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martes, 21 de enero de 2025

Oro nazi. Capítulo 31. Santuario.



- Parece usted un cobrador jef…, mi sargento – le dijo Bartolo cuando lo tuvo delante.

- Entra conmigo, vamos a ver que facturas hay aquí – dijo en voz alta para satisfacción de los que buscaban respuestas a los rumores y rondaban el cuartel como moscones.

El guardia se rascó el cogote, como era su costumbre, y siguió a su superior. La respuesta le sonó a asunto serio.

Entraron en el despacho y Antonio advirtió la ausencia de Romerales.

- ¿Dónde está?

- No hubo manera de retenerlo, mi sargento.

- ¡Maldita sea! – protestó. Pero de inmediato se alegró de su ausencia -. Cierra.

Sin más ceremonia Antonio se puso a extraer del maletín su contenido. Lo hizo con mucho cuidado, como si tuviese entre manos una vajilla de cristal veneciano. 

- ¿Tú sabes alemán?

- Poco, mi sargento. “Heiljitler” y “arriversen”.

-  Bastará – respondió el mando con sarcasmo.

Repartió todos los documentos sobre la superficie del tablero y ambos se pusieron a estudiarlos con detenimiento.

- ¿Un diario?

- Eso parece – murmuró Antonio.

- Y un plano – añadió Bartolo al descubrir el croquis.

- Recortes de prensa… Poco más.

- ¿Es del nazi?

- Sí. 

- ¿Está la pluma?

- No.

- ¿De dónde lo ha sacado mi sargento?

Antonio se dejó caer en la silla, agotado de tanta novedad.

- El tonto de Romerales lo tenía en sus manos, sin conocer su contenido. No sé si celebrarlo o arrepentirme de que no lo supiese. Nos hubiésemos ahorrado muchos problemas, ahora estaría solucionando la papeleta él. Hay gente peligrosa detrás de esta valija y nosotros tenemos pocos medios para hacerles frente.

- ¿Y de dónde lo sacó El Pistolas?

- Eso es lo que pienso averiguar ahora mismo – anunció incorporándose -. Guárdalo bien en mi ausencia.

Y así como lo expresó se quiso echar de nuevo a la calle, con la meditada intención de hablar con el párroco, que sin duda conocería la procedencia del maletín o podría darle otra pista.

- ¿Dónde vas otra vez? ¿No te han dicho que reposes? – le objetó Bernarda que acudía por el pasillo, atenta a sus mínimos movimientos y advirtiendo su propósito, pero él se hizo el sueco.

- Muy bonito. No me dices nada. Siempre haciendo lo que te da la gana. Y luego que si me duele aquí o que me duele allá – protestó la costilla.

- Son asuntos de orden, mujer. Vuelve a los pucheros – le respondió dándole la espalda, que aprovechó ella para hacerle un gesto de burla con la lengua.

Sin más demora se dirigió a la parroquia, levantando otra ola de rumores.

Cuando llegó al sitio en cuestión el cura estaba culminando el oficio, deseando a los fieles que marchasen en paz. 

Antonio se retuvo junto a la pila bautismal y aguardó respetuoso el final, y la salida de las últimas beatas.

Don Buenaventura, que ya lo había visto, le hizo señales desde el altar para que se acercase, al tiempo que se desnudaba de la ropa ritual.

 - ¿Qué te trae por aquí? ¿Vas a soltar a José? Le darías una alegría muy grande a su mujer y sus hijos.

- No tardaré. Vengo a consultar una duda.

- Tú dirás.

- Es por el maletín que dio usted a Romerales.

- Ah. Bien. Está en tus manos.

- Sí, pero … ¿De dónde ha salido?

- No puedo contestarte a eso. Es secreto de confesión. Además, desconozco su contenido, puedes ahorrarte más preguntas – respondió, manifestando cierta urgencia.

Antonio quedó algo desconcertado.

- ¿Algo más? – preguntó el religioso.

- Pues…

- Mejor. Tengo mucho que hacer. Y, por cierto, suelta ya a ese hombre, no tiene culpa de nada –reiteró y, sin despedirse, se sumergió en los corredores por donde se salía de la sacristía.

El sargento, que quedó solo, aprovechó la coyuntura para deambular un buen rato por entre los pilares de las naves de la iglesia y contemplar sus paredes y bóvedas, y así ordenar las ideas, deteniéndose en los detalles que adornaban cada una de las hornacinas donde se cobijaba una imagen, tras una muralla de cirios encendidos. Se reconocía así al santo o la santa que más seguidores tenía gracias a los favores otorgados, por las luminarias, que además eran las encargadas de dar cierta iluminación al interior del edificio. Contempló los exvotos que se apiñaban en la que recogía a la virgen del pueblo: fotos de viejos, niños, muchachos en edad militar, ancianas, mujeres en estado; también mechones de pelo, dientes, huesos, figuras de pies y manos o de otras partes del cuerpo, medallas, crucifijos, dedales, la hebilla de un pantalón, el zapato de un niño, una pluma …. un verdadero galimatías devocionario. La figura de la madre de Dios anunciaba así su triunfo y celebraba su superioridad sobre el resto.

Observándola, el guardia meditó sobre el paseo que cada año daba acompañada por la muchedumbre hasta su otro hogar, la gruta que utilizaban los contrabandistas para sus trapicheos y negocios cuando ella estaba ausente. ¿Quién podría saber las cosas que aquella pequeña estatuilla, sostenida por miles de manos, habría visto u oído con tanto trasiego? ¿Cuántos secretos podrían esconderse detrás de su alegre sonrisa de madre, que parecía ignorar al niño que llevaba atado al pecho?

Allí precisamente alguien había puesto una foto. Tomada desde el otro extremo de la bahía. Se identificaba perfectamente la vieja torre sobre la gruta pese a que la cabeza del pequeño niño dios la tapaba en parte. Imaginó que alguien pretendía proteger así al pueblo de alguna posible desgracia.

Podría haberle dedicado más tiempo, pero estimó oportuno retirarse para evitar equívocos y que en el pueblo se hablase de su celo religioso por otra que no era la del Pilar. Dejó unas monedas en el cepillo y salió del templo. Los niños, que jugaban escudados del sol bajo el pórtico, lo observaron con curiosidad y respeto. Pablo lo miró con insolencia, Lucía con reprobación y él bajó la vista con cierta contrición. Quiso apretar el paso y salir de allí cuanto antes

Pero entonces se detuvo. Advirtió que había visto algo dentro de la iglesia y que no le había prestado la atención necesaria. Giró sobre sus talones y volvió a entrar en el templo. Fue directo a la imagen de la Virgen. Volvió a repasar el muestrario de objetos, localizó la foto en la que puso su atención y no muy lejos de ella, a un lado de la imagen religiosa, halló la pluma. Con cierta emoción se hizo con ella. No tardó en descubrir el sello inconfundible que la hacía especial. ¿Qué estaría haciendo en aquel lugar? ¿Existiría alguna relación entre ésta y la foto?

Tras meditar sobre su procedencia la volvió a depositar en su sitio. Quizás estaba allí para que alguien la encontrase, y escondiese un secreto. O no. Una simple coincidencia, tal vez. Pero debía ser, tenía que ser, la de Helmut. Se enfrentaba a un complejo puzle.

Retornó al edificio que le servía de morada y en el que ejercía su cargo. Llamó a los suyos y repartió órdenes. Hizo las disposiciones oportunas para que todo el material reunido durante la investigación viajase a la comandancia de Granada. Sin mencionar la pluma. No quería perder más tiempo en un asunto que le venía demasiado grande. Deseaba volver a la rutina.

Soltó a José, le devolvió sus pertenencias y le recomendó prudencia, como si el otro no estuviese curtido en tales mañas.

- No te hagas señalar, ni abandones el pueblo. No te demores en la calle y refúgiate en la iglesia hasta nuevo aviso. Allí está tu mujer. Este asunto es muy complejo, desconozco su alcance y puede perjudicarte a ti y los tuyos – le dijo con desagrado, temiendo la vuelta de Romerales.

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