Esta vez no fue sólo Bartolo el que vio venir a Romerales. Antonio, con la mosca detrás de la oreja, no había dejado de asomarse a la ventana constantemente, por si hubiese algo de realidad en el aviso del subordinado. No tardó en identificar al polizonte entre el bullicio, por su estampa inconfundible.
Oyó las pisadas de su subordinado, que acudía a darle parte.
- Jefe. Ahora sí. ¿Lo dejo pasar? – preguntó.
- Qué remedio. Vuelve a la puerta y no lo retengas.
El interfecto no se detuvo ni a saludar, franqueó el zaguán, enfiló el pasillo y entró muy decidido al despacho, con la ira pintada en el rostro.
- Muy buenas.
- Buenas. ¿Qué ha pasado? – preguntó con indiferencia Antonio - ¿Alguna avería?
- Quiero aclarar un asunto – respondió Romerales con la cara de listo que gustaba representar y sin esperar a que le ofreciesen una silla.
- Tú dirás.
- No soy gilipollas, ¿vale?
El sargento puso cara de póker. No tenía claro por dónde iba a salirle el fulano, pero decidió facilitarle las cosas, que se le pasase el sofoco y se tranquilizase. Le invitó a tomar asiento.
- Tranquilo, tranquilo. ¿A qué viene ese lenguaje? –preguntó Antonio, que hizo una señal a Bartolo para que cerrase la puerta y le dejase a solas con el de La Política.
- Me quieres encasquetar un muerto y por ahí sí que no paso.
- ¿Y ahora lo dices? ¿En qué estabas pensando esta mañana? Yo ya he enviado mi informe.
- Pues haces otro.
- Vamos a ver. Siéntate. ¿De dónde has sacado esa ropa? Te viene grande.
- No me cambies de tema. He hecho mis averiguaciones, ¿sabes?
A Antonio le brillaron los ojos.
- ¿Qué?
- Lo sabes perfectamente. Os habéis confabulado contra mí.
- ¿Qué disparate estás diciendo? Explícate – exigió el sargento, sin saber si reír o llorar.
- Yo no he matado a nadie. ¿Estamos? Alguien me robó la pistola y mató al hombre ese.
- Y luego la dejó junto al cadáver como el que pierde un mechero, ¿no?
El Pistolas se quedó mudo. Parpadeó y tiró con otro argumento.
- La mujer de José no me ha reconocido.
- ¿La mujer de José? ¿Has estado en la iglesia?
- Hace un rato y … - dijo El Pistolas, advirtiendo que se había olvidado de algo.
- ¿Y por qué debería hacerlo? - Continuó Antonio -. Ella no te vio. Yo tampoco. Pero alguien disparó sobre Klaus. Y la bala es de tu pistola, que encontramos a su lado. ¿No será que estabas borracho, te fuiste a celebrarlo después de darle el tiro y ahora no te acuerdas de nada?
Romerales volvía a perder fuelle. El olvido del maletín, la pérdida del arma reglamentaria y las aclaraciones de Antonio le confundieron.
Antonio, que lo notó moderarse, le ofreció de fumar. Pero la reacción de El Pistolas de rechazo le hizo recapacitar. Empezó a pensar si no habría un cabo suelto, alguno más.
- Te van a dar un ascenso. ¿Qué más quieres? – respondió al fin, descartando vagos pensamientos.
Poco a poco, como le sucede al champán, Romerales fue perdiendo vigor.
- Ya. Bueno. Tenía algo para ti, pero no sé dónde lo he dejado.
- ¿El qué? – le preguntó el sargento encendiendo un Jean.
- Una cosa que me dio el cura.
- ¿Algún recado?
- No – aclaró Romerales -. Un maletín.
Antonio pegó un respingo y de inmediato soltó la cerilla que sujetaba entre las manos. Se había quemado los dedos con la llama.
- ¡Coño! – protestó lanzándola lejos.
- Cuidao - dijo Romerales.
Antonio, para disimular, reunió toda su sangre fría, se mordió la lengua, y orientó a Romerales respecto a lo que debía hacer, para quitárselo definitivamente de encima.
- No ha sido nada. ¿Qué me decías?
- Nada, que me he olvidado…
- ¿Y dónde te lo has dejado? – se anticipó el sargento.
- Creo que en la farmacia. Me paré un rato allí. El boticario me iba a contar algo del muerto, o eso decía, pero la verdad es que no le presté mucha atención… Creo que no es más que un cotilla.
- Bueno, bueno. Volviendo a lo nuestro. No podemos seguir así. Tengo cosas que hacer. Así que, por favor, quédate aquí hasta que salga el próximo autobús. Deja de dar vueltas por el pueblo y enredar. ¿De acuerdo? En Granada ya estarán preguntando por ti.
Y sin más dilación se levantó, tomó su tricornio y se marchó fuera dejando al otro sentado en la silla y sumido en sus pensamientos.
Al pasar por la garita se aproximó a Bartolo y le hizo algunas indicaciones.
- No le pierdas de vista, que no se desvíe un ápice cuando salga por esta puerta del camino a la parada del bus. Asegúrate de que si sale sea para coger una Alsina.
El otro asintió.
Dada la orden, el sargento se dirigió sin detenerse a la farmacia, temía por la suerte del maletín. Apretó el paso y confió en que el de La Política no tuviese la ocurrencia de seguirle.
Romerales, por su parte, permanecía conmocionado, perdido en los vericuetos de su memoria a plazos. Cuando advirtió que se había quedado solo se levantó igual que un autómata y salió por la puerta del despacho. Su primera intención fue abandonar definitivamente el cuartelillo y dirigirse al bar más cercano a la parada del bus, para hacer tiempo hasta su salida. Pero al pasar por el hueco que daba al calabozo tuvo la ocurrencia de bajar a ver al preso. Sin dudarlo enfiló las escaleras con cuidado, apenas había luz en la galería, y se asomó a la celda del que buscaba.
José estaba sentado en una banqueta, con la espalda apoyada en la pared. Ni se inmutó cuando vio asomar la cabeza del verdugo.
Romerales lo miró y remiró un buen rato, gozando de su situación privilegiada respecto al preso. Por fin estalló en amenazas.
- Te has librado de esta, pero tenemos una cuenta pendiente. No me olvides.
Sin embargo, José no se pronunció a la provocación. Permaneció en su actitud indiferente, perdida la vista en el infinito, igual que si fuese una figura de cera.
El Pistolas lo achacó al miedo y sonrió con malicia. Muy ufano se retiró y salió a la calle.
Bartolo, alarmado, quiso retenerlo con vagas excusas, pero el policía no quiso dar su brazo a torcer. Se excusó diciendo que necesitaba respirar aire puro, que la cefalea lo estaba martirizando y necesitaba dar un paseo. Bartolo se despidió de él, aunque no lo dejó de seguir con la mirada mientras pudo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario