Romerales respiraba con dificultad. Estaba sofocado. Buscó tabaco. Se palpó los pantalones. Necesitaba un pitillo. Acertó a dar con uno quebrado en el bolsillo de la chaqueta, pero no tenía con qué encenderlo. En ese preciso momento percibió algo a su espalda, se volvió y apuntó con el arma a la figura que se le acercaba.
Pestañeó, porque no daba crédito a lo que veía. Era su viejo camarada.
- Ya veo que sigues siendo el mismo – dijo como presentación el de la sotana.
- ¿Qué haces tú aquí? – le preguntó El Pistolas.
- Nada especial. Vengo todas las tardes.
- Esto está muy apartado de tu iglesia.
El sacerdote sonrió. Estaba convencido de que la vieja amistad le protegía de las barbaridades de su camarada.
- Es un sitio al que me gusta venir a meditar. Y a orar. No es muy frecuentado por los vecinos. Hay una desagradable historia detrás de estos muros – explicó señalando la torre.
- ¿Es que vas a contarme ahora alguna leyenda?
- No, simplemente quiero indicarte dónde tenían pensado enterrarte esos.
Romerales sonrió y bajó la pistola, que devolvió a su funda.
- ¿A mí?
- Sí. Ahí dentro hay un pozo. En este pueblo, desde que empezó la guerra, tuvieron la fea costumbre de arrojar los muertos por su brocal. Aunque no lo creas, hay cadáveres de los dos bandos. Las paredes están llenas de disparos. Aquí, unos hicieron justicia y otros después venganza, que también llamaron justicia. Probablemente, si fueses de aquí, hubieses hecho las dos cosas.
Romerales esbozó su sonrisilla de medio lado, satisfecho de lo que consideró un cumplido.
Don Buenaventura condujo al interior de la desmoronada atalaya al viejo amigo. Y le fue señalando los detalles de los crímenes allí cometidos casi un par de décadas atrás.
- Todos en el pueblo saben lo que hay aquí, pero nadie habla de ello, ni acude, ni ronda estos parajes. La gente es supersticiosa.
- Pues hay indicios de que alguien se asoma – indicó El Pistolas, señalando al otro unas latas de conserva desvalijadas y comidas de óxido, acumuladas a un lado.
- Extranjeros, excursionistas… - explicó el sacerdote -. También invertidos y delincuentes. Es probable que el pastor sea uno de ellos. Hay quien dice que el pozo conduce a unas galerías. Si no te pierdes en ellas sales a la gruta de la Virgen. Pero no hagas mucho caso a las habladurías, suelen ser cuentos de viejas. No conozco a nadie que se haya aventurado a bajar al fondo del pozo.
Romerales se asomó al brocal, que le devolvió un profundo ojo negro que respiraba humedad, emitiendo un rugido semejante al del oleaje. Por un momento sintió el vértigo de que aquel lugar pudiera haber sido su tumba. Retiró la mirada y buscó a su amigo, barruntó que aquel esperaba una confesión, un arrepentimiento, pero no quiso dejarse seducir por las monsergas de la religión.
Oyeron ruido fuera y salieron. Un pelotón de soldados que andaba cerca acudía al siniestro. Los encabezaba un alférez de complemento, un joven con pinta de haber pasado muchas horas entre libros, delgado y de manos delicadas. Al ver al de la sotana ordenó alto a los suyos y se aproximó para saber qué había sucedido. Se cuadró y saludó a los dos hombres.
- ¿Qué ha pasado?
- Contrabandistas. Aquí el agente Romerales ha dado cuenta de ellos comportándose como un héroe. He sido testigo de su valor.
El bisoño militar observó al aludido.
- ¿Usted sólo? Sorprendente – comentó.
El Pistolas adoptó su postura más chulesca y aprovechó para pedir fuego. Necesitaba llevarse a la boca un cigarro, o lo que le quedaba de uno.
- Tira eso – le dijo el cura. Y sacó tres cigarrillos impecables de un paquete de tabaco americano que guardaba bajo la sotana,
Mientras los hombres fumaban, un cabo ordenó formar a los soldados, hasta que apareciese la autoridad pertinente. La pareja de la guardia civil no tardó en asomar, guiada por la columna de humo.
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