Yo me acuerdo del día que Boris Yeltsin se pasó por Córdoba y se tomó unas copichuelas de amontillado con el entonces alcalde, el comunista Herminio Trigo, en una taberna de la judería, esa por donde solía perderse Hugo Pratt sin que nadie se enterase, con la excusa de las jornadas del cómic y el deseo de ocupar un patio de macetones con claveles. El diario Córdoba inmortalizó la escena. A Boris se le veía sentado a la mesa, coloradote y alegre, parecía un esquimal sin abrigo e iba muy mal peinado, pero a Herminio se le confundía con Tristón, el amigo triste del Leoncio el León, el de Hanna-Barbera, esa tristeza del Cordobés melancólico que mastica y acompaña de vino, y deja que se le derritan los ojos hasta el aburrimiento en la copa. Era de un contraste tremendo. Boris nos deleitaba entonces, lo sabíamos por la tele, en los conciertos de rock duro ruso, con unas danzas propias de oso de los cíngaros de Hungría, sin perder la chispa y las ganas de ganarse a los jóvenes que dieron la espalda al comunismo y se pirraban con guardar cola en el Mc Donald de la Plaza Roja para pillar un menú. También tocaba culos a las rusas culonas de su gabinete, y todos se partían de risa, incluidas ellas, porque entonces el comunismo, o lo que quedaba de él, era otra cosa. A Boris, por contra, le debemos la aparición de Putin, que lo puso a dedo. Sin duda un tropiezo. Es una pena que Boris no hubiese vivido unos años más, para marcarse unos bailes con Donald en la Super Bowl y reírnos después con la foto. Nos ha quedado la de Herminio, que es mu deprimente.
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