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martes, 4 de febrero de 2025

Romperse un brazo era sinónimo de popularidad

Era habitual cuando yo era niño andar lesionado. Raro era el chicuelo, macho u hembra, que no tenía heridas las rodillas, tintadas de mercromina o cubiertas de costra de diversas tonalidades del rojo al verde. Por entonces el pantalón o la falda cortos ambos causaban furor, incluso en invierno. También quedaban marcados los codos y, por supuesto, la cabeza; raro era el que no escondía bajo el pelo alguna brecha producida por una piedra traicionera o un columpio bailón. La vida se desenvolvía en la calle, entre juegos más o menos violentos, siempre de riesgo, pero muy divertidos. Sinónimo de popularidad era romperse un brazo y acudir con él escayolado el día siguiente al colegio. Todo el mundo te rodeaba e incluso la señorita maestra te acariciaba el pelo y se preocupaba por tu salud, y le dabas pormenores ante la atenta admiración de la clase. En pocos días el blanco inmaculado del yeso se transformaba en un sucio lienzo repleto de pintadas de todos los familiares y amigos. Había gente que aprovechaba el armazón para defenderse, a modo de escudo, si se metía en una trifulca, o partía nueces para chulear de la dureza del engrudo. Lo normal era que el que se rompía un brazo volviese a sufrirlo, era difícil andarse con cuidado en una calle tan agitada, sin móviles ni nada de eso, todo a base de carreras y saltos, y el miedo era poco. Yo nunca me partí un brazo, pero lo deseé muchas veces, por envidia. Y simulaba caídas y llantos para llamar la atención, pero siempre era destapado al rato. A veces pienso que era un poco gilipuertas haciendo aquellas cosas, aunque en nada comparables a las idioteces que se hacen de adulto, que son más gordas, y me perdono.



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