Estaba el ET de moda y mi tío Pepe me pidió que le hiciese un dibujo a mi primo, que lo admiraba mucho. En aquellos días todos los niños querían un extraterrestre en casa. Ni corto ni perezoso me puse a retratar al bichejo, fijándome de alguna que otra foto y de lo que yo recordaba de cuando vi la película. Al final quedó un monigote gracioso que daba el pego y podía satisfacer el capricho de un niño poco exigente. De la impresión de mi primo no guardo recuerdo, pero sí del elogio de mi tío. "No le falta una raya", me dijo con satisfacción. Hay alabanzas que son impagables e inolvidables.
Seguidores
viernes, 31 de enero de 2025
miércoles, 29 de enero de 2025
El pintoresco caso del video promocional de los Tebeonautas
A la memoria me viene la ocasión en la que los Tebeonautas, o como quiera que se llamasen entonces, decidieron en una tertulia hacer un vídeo presentación del colectivo, para darse publicidad. Era una media mañana de esas primaverales, después de misa, aunque no se fuese, que en Córdoba invitan al coloquio, aderezado de cervezas fresquitas y unas bolsas de papas fritas o revuelto, porque en la ciudad de los califas estaban y están peleados con las tapas gratis más de la mitad de los establecimientos. No sé de qué cabeza salió la pintoresca idea, imagino que con intención de emular a los que hacían música, que se montaban uno en cualquier parte. Y es que en aquellas fechas o tocabas en un grupo o te hacías comiquero, pero en ocasiones colaborábamos y compartíamos ideas, tebeos y discos, incluso amigas. No cayó la propuesta en saco roto y durante el resto de la semana se rumió el proyecto, en quedadas casuales o clandestinas, muchas en la pasamanería de la plaza La Almagra, que era, como la tienda Totem de El Gordo, punto obligado de referencia. Una en cada extremo de la Corredera poco más o menos. No tardamos en dar con alguien que se prestase al atentado, ese amigo, vecino o conocido que le daba a la fotografía o al botón de grabado. En sucesivas reuniones se habló del argumento, que si un recorrido por los Alcázares de los Reyes Cristianos, subiendo y bajando escaleras de caracol hasta la muralla, una subida a la torre de la Mezquita, un recuperar el cruce de los Beatles, pero por el puente romano, meando en una tapia como los Who, y otras muchas ocurrencias sin mucho recorrido. El remate estuvo en la propuesta de disfrazarnos de los personajes de Fraggel Rock, que casi se materializó en nuestra mente, pero que afortunadamente quedó en un plan y se olvidó pronto. Por fortuna hubo ocasión de hacer otros videos, sin propósito, en los que se nos sorprendió en nuestra línea. Y de ello quedó algo. Las ideas iban y venían. Todo era francamente divertido.
lunes, 27 de enero de 2025
Oro nazi. Capítulo 34. Preguntas sin respuesta.
Antonio respiró cuando supo de la suerte de El Pistolas, aunque después recapacitó y lamentó que no lo hubiesen quitado de en medio por la deriva de una bala perdida. Pero eso fue algo que se guardó para sí. De cara a la sociedad y en especial a sus superiores, mantuvo las formas y se tragó su orgullo.
Soportó con estoicismo el retorno de el de La Política, viéndolo acercarse al cuartelillo más chulo que un ocho, presumiendo como acostumbraba, con la chaqueta abierta y mostrando la condecoración que le daba apodo. Venía algo entonado, porque no había querido perder la ocasión de celebrar su arrojo con unas copas en los bares que fue encontrando a su paso, y en los que no evitó sacar a relucir su valentía.
Los vecinos lo observaban como hacía Antonio, pero con cierta admiración, o respeto, ya nadie parecía querer hacer chistes a su costa o reírse de sus salidas de tono. Había acabado él solo con el clan de Los Callaos, un grupo de contrabandistas que tenía amedrentados a todos en el pueblo y alrededores, por miedo o porque les debían algo.
El Catalán sabía que la brillante acción de El Pistolas no solucionaría nada, sino que provocaría nuevos conflictos por el control del mercado negro. Había otras familias rivalizando con Los Callaos que reclamarían ahora su lugar. Se avecinaban días difíciles. Pero, al menos, podría perderlo al fin de vista.
Tuvo que soportar los halagos con los que Bernarda recibió a Romerales. Él era consciente de que ella lo hacía por fastidiar. Era la respuesta al trato que daba a su hermano, Bartolo, que según la opinión de ella no era el más adecuado, siendo familia.
Por fortuna para Antonio, la despedida de Romerales fue la definitiva. Esta vez cogió la Alsina y desapareció del pueblo para siempre, aunque en ese momento nadie lo hubiese creído. El sargento respiró aliviado. No obstante, se mantuvo alerta unos días, mirando el ir y venir de los viajeros, por si acudía de nuevo. Pero, poco a poco, aceptó lo que ya era una realidad. Volvió a su trabajo, que no escaseaba y fue dando cuenta a la comandancia de Granada de todo lo acaecido en el pueblo aquellos días.
Pero, como no andaba del todo contento con el asunto en cuestión, no tardó en indagar de nuevo en lo que no terminaba de ver claro. En cuanto que estimó oportuno, no perdió la ocasión de reunirse con don Buenaventura. Sabía que había sido testigo ocular del singular servicio del agente de La Política y esperaba poder sonsacarle algún que otro dato que completase el complejo puzle que tenía entre manos.
Una tarde se animó a culminar la tarea. A sabiendas de que a esas horas el cura daba un largo paseo, quiso hacerse el encontradizo y entablar conversación con él. Ahora le tocaba ser el confesor. Se abotonó el traje limpio hasta la nuez y se ajustó el tricornio, que resplandecía a ráfagas con los rayos de sol del otoño. Era consciente de que el uniforme imponía, y para la ocasión creía necesario causar una buena y respetable impresión. Tuvo suerte y encontró al párroco saliendo por la puerta de la iglesia, acompañado de unas beatas de las que no tardó en despedirse. Sin embargó, fue éste el que se adelantó a su saludo.
- Hombre, Antonio. ¿Qué tal ese brazo?
- Mejor, gracias. Quería hablar con usted. ¿Anda muy ocupado?
El cura hizo un gesto de alivio mirando al cielo.
- Ya no.
- Me gustaría hablar con usted.
El cura hizo un quiebro elegante.
- Si es algo serio vamos al confesionario.
- No, no es eso – se excusó el sargento.
- Pues entonces acompáñame a dar un paseo hasta la playa. Necesito estirar las piernas – ofreció, sin mostrar preocupación.
Ambos se dirigieron donde propuso el clérigo, hasta apartarse lo suficiente para que nadie les estorbase, sin necesidad de que el sargento se lo propusiese.
- Supongo que si me has acompañado hasta aquí será por algo importante. ¿No es así?
- Así es. Hay cosas que no termino de ver claras en todo este asunto del alemán.
Don Buenaventura se detuvo y miró a su interlocutor a la cara.
- ¿Todavía andas con eso? Va camino de convertirse en una obsesión.
- ¿Qué quiere que haga? Soy una persona meticulosa, me gustan las cosas claras. Tal vez me inquiete algo, como a Romerales. Pero, naturalmente, no tendré una salida de tono como la suya.
- Ya sabes que no puedo decirte más sobre la procedencia del maletín – expuso el cura, negando con la cabeza y reiniciando la marcha.
- Es otra cosa – cortó El Catalán -. El otro día descubrí en la iglesia algo que me resultó chocante.
- ¿A qué te refieres? – preguntó con aparente curiosidad el cura.
- Entre los exvotos a la Virgen descubrí dos objetos que me llamaron la atención.
Don Buenaventura redujo el paso. Se llevó las manos atrás y preguntó por lo que le indicaba el otro.
- Uno fue la pluma de Helmut.
- ¿De Helmut?
- Sí, el nazi.
El cura se detuvo y se volvió hacia el acompañante. Las aguas de una ola lamieron el suelo por donde pisaban.
- ¿Cómo puedes estar seguro de eso?
- Las estilográficas con un adorno en forma de cruz gamada no son muy comunes. No puedo admitir una coincidencia así. Debe tratarse de la misma pluma que usó para estampar su firma la primera vez que traté con él.
- Sí, es mucha coincidencia. Quizás lo sea – admitió el cura -. ¿Y el otro objeto?
- Al lado de la pluma, junto a la figura de la Virgen, había una foto de la torre. La misma en la que usted vio a Romerales hacer justicia, si me permite la expresión.
- Vaya. No acostumbro a llevar un registro pormenorizado de todos los exvotos que los devotos suelen dejar allí. Pero en este caso sí creo que pueda deberse a una coincidencia. Que un objeto esté al lado de otro no tiene por qué significar nada. ¿Qué tiene que ver la torre con la pluma?
- Nada. Ya lo sé.
- Sospechas que existe una relación entre ambas, ¿verdad? No seas ridículo. Yo no veo ninguna. Cada una de ellas responde a una cosa diferente. La pluma a Helmut, sí, parece claro. Es posible que sea la misma. Pero que esté al lado de una foto de la torre no me dice nada. Puede llevar ahí años. Probablemente sea de alguien que recuerda a un familiar y sabe que está allí sepultado. Son dos asuntos distintos. La conexión la estableces tú. Debes mirar cada cosa por separado si no quieres confundirte más.
Antonio escuchó al sacerdote, pero en su cabeza intuía que no eran figuraciones suyas, que debía existir un nexo y que, además, el párroco sabía algo más que, por supuesto, no estaba dispuesto a contar.
- Puede ser una simple coincidencia -. Remató, para intentar abordarle por otro lado.
Caminaron un trecho codo con codo. A lo lejos, sobre el acantilado se dibujaba la silueta de la atalaya.
- ¿Por qué estaba usted en las inmediaciones de la torre cuando llegaron allí Los Callaos? No es un lugar muy apropiado para un hombre de iglesia.
Don Buenaventura no dijo nada, siguió caminando impertérrito. Tardó una eternidad en responder, según la ansiedad de Antonio.
- Visito en ocasiones el acantilado. Es una manera de espantar al Diablo de allí como cualquier otra. Quien advierte mi presencia modera su paso, cambia de dirección y se retira. Por otra parte, me detengo a orar por todos los desgraciados que murieron en el interior de la torre. Pero creo que todo eso lo sabes, nunca asomo por allí a horas intempestivas. ¿Exactamente qué es lo que buscas Antonio?
El Catalán tuvo que admitir su impotencia.
- No lo sé, don Buenaventura. No lo sé.
Las gaviotas protestaban. Las olas siguieron rumiando la arena de la playa. El sol viajaba en silencio hacia occidente. Las nubes convertidas en jirones fustigaban el cielo. Sobre el acantilado, la vieja torre parecía un rostro deformado. Su gesto era similar al del que hace un guiño. Los dos hombres se fundieron con el paisaje.
domingo, 26 de enero de 2025
Errores habituales de escritor novel, o la foto del careto
En una de esas que te escriben editoriales para sacarte los cuartos y te dan consejos para que piques, me gusta el de la foto. En el emilio te avisan de los errores que cometen los autores noveles cuando empiezan, y uno muy gordo, según ellos, es el del retrato, que no es bueno que salgas feo. Lo importante es una buena foto en la contraportada, vienen a decirte. Y entonces te mandan una de un tío muy guapo y no sabes si lo que te están diciendo es que lo contrates para que ponga su cara por la suya, o que ellos te van a hacer una instantánea en la que vas a parecerte a él o vas a quedar mejor, más guaperas y joven. También importa que se te vea aseado. Y hay que sonreír, eso son más ventas. El tema es la imagen, eso hace el marketing. Y ahí me tienes haciendo poses ante el móvil, a ver si me sale una guapa, pero no hay manera. Menos mal que luego se me pasa y vuelvo a la escritura, que es como pintar en las estrellas sin que Dios se entere.
sábado, 25 de enero de 2025
Oro nazi. Capítulo 33. El abismo.
Romerales respiraba con dificultad. Estaba sofocado. Buscó tabaco. Se palpó los pantalones. Necesitaba un pitillo. Acertó a dar con uno quebrado en el bolsillo de la chaqueta, pero no tenía con qué encenderlo. En ese preciso momento percibió algo a su espalda, se volvió y apuntó con el arma a la figura que se le acercaba.
Pestañeó, porque no daba crédito a lo que veía. Era su viejo camarada.
- Ya veo que sigues siendo el mismo – dijo como presentación el de la sotana.
- ¿Qué haces tú aquí? – le preguntó El Pistolas.
- Nada especial. Vengo todas las tardes.
- Esto está muy apartado de tu iglesia.
El sacerdote sonrió. Estaba convencido de que la vieja amistad le protegía de las barbaridades de su camarada.
- Es un sitio al que me gusta venir a meditar. Y a orar. No es muy frecuentado por los vecinos. Hay una desagradable historia detrás de estos muros – explicó señalando la torre.
- ¿Es que vas a contarme ahora alguna leyenda?
- No, simplemente quiero indicarte dónde tenían pensado enterrarte esos.
Romerales sonrió y bajó la pistola, que devolvió a su funda.
- ¿A mí?
- Sí. Ahí dentro hay un pozo. En este pueblo, desde que empezó la guerra, tuvieron la fea costumbre de arrojar los muertos por su brocal. Aunque no lo creas, hay cadáveres de los dos bandos. Las paredes están llenas de disparos. Aquí, unos hicieron justicia y otros después venganza, que también llamaron justicia. Probablemente, si fueses de aquí, hubieses hecho las dos cosas.
Romerales esbozó su sonrisilla de medio lado, satisfecho de lo que consideró un cumplido.
Don Buenaventura condujo al interior de la desmoronada atalaya al viejo amigo. Y le fue señalando los detalles de los crímenes allí cometidos casi un par de décadas atrás.
- Todos en el pueblo saben lo que hay aquí, pero nadie habla de ello, ni acude, ni ronda estos parajes. La gente es supersticiosa.
- Pues hay indicios de que alguien se asoma – indicó El Pistolas, señalando al otro unas latas de conserva desvalijadas y comidas de óxido, acumuladas a un lado.
- Extranjeros, excursionistas… - explicó el sacerdote -. También invertidos y delincuentes. Es probable que el pastor sea uno de ellos. Hay quien dice que el pozo conduce a unas galerías. Si no te pierdes en ellas sales a la gruta de la Virgen. Pero no hagas mucho caso a las habladurías, suelen ser cuentos de viejas. No conozco a nadie que se haya aventurado a bajar al fondo del pozo.
Romerales se asomó al brocal, que le devolvió un profundo ojo negro que respiraba humedad, emitiendo un rugido semejante al del oleaje. Por un momento sintió el vértigo de que aquel lugar pudiera haber sido su tumba. Retiró la mirada y buscó a su amigo, barruntó que aquel esperaba una confesión, un arrepentimiento, pero no quiso dejarse seducir por las monsergas de la religión.
Oyeron ruido fuera y salieron. Un pelotón de soldados que andaba cerca acudía al siniestro. Los encabezaba un alférez de complemento, un joven con pinta de haber pasado muchas horas entre libros, delgado y de manos delicadas. Al ver al de la sotana ordenó alto a los suyos y se aproximó para saber qué había sucedido. Se cuadró y saludó a los dos hombres.
- ¿Qué ha pasado?
- Contrabandistas. Aquí el agente Romerales ha dado cuenta de ellos comportándose como un héroe. He sido testigo de su valor.
El bisoño militar observó al aludido.
- ¿Usted sólo? Sorprendente – comentó.
El Pistolas adoptó su postura más chulesca y aprovechó para pedir fuego. Necesitaba llevarse a la boca un cigarro, o lo que le quedaba de uno.
- Tira eso – le dijo el cura. Y sacó tres cigarrillos impecables de un paquete de tabaco americano que guardaba bajo la sotana,
Mientras los hombres fumaban, un cabo ordenó formar a los soldados, hasta que apareciese la autoridad pertinente. La pareja de la guardia civil no tardó en asomar, guiada por la columna de humo.
jueves, 23 de enero de 2025
Cuando a John Lennon lo confundí con Valle Inclán, y no era ni don Miguel de Unamuno, sino Mike Kennedy, y tampoco
En un paseo por Madrid, entre libros y bocinazos, me encontré con Valle Inclán y resulto ser John Lennon. La confusión vino por las gafas, que eran muy parecidas, pero como Lennon no tiene barba, me dio tiempo a no meter la pata y le dije "adiós, Mike", mientras apretaba el paso, para que no se ofendiese, que igual le molestaba ser confundido con un literato, con don Miguel de Unamuno, por ejemplo. Y por eso hice como que me equivocaba, adrede, y lo llamaba Mike por Kennedy, aunque no usa anteojos. Pero creo que él me confundió con otro también y no me saludó tampoco. Desde entonces no hemos vuelto a cruzarnos, pero, cuando paso por el sitio del encontronazo, silbo Nobody told me, y voy a otra cosa.
Oro nazi. Capítulo 32. El desquite.
Romerales no se distrajo ni un momento en el bar de la parada. Se entretuvo viendo ir y venir vehículos. Un motocarro entró en la plaza haciendo un ruido infernal. El de la Política lo observó. El cacharro iba muy cargado. Una lona cubría su contenido. Tuvo un pálpito, como él decía. Movido por su orgullo se puso en pie, pagó la consumición sin rechistar y se dirigió a la calle donde encontró el paquete de tabaco en la que fue su primera pesquisa. La encontró desierta como la vez anterior y se encaminó al portón que despertó sus sospechas entonces. Cuando se puso delante del mismo, llamó. Nadie acudió a su reclamo. Repitió la operación dos veces sin resultado. De ninguna de las casas vecinas se asomó nadie a darle alguna novedad, como era costumbre en otras calles. En esta parecía reinar un curioso pacto de silencio. No contento con el desenlace, intentó forzar la cerradura. Entonces se oyeron ruidos en el interior y alguien preguntó que quién era.
Romerales anunció a la autoridad.
Una mujer muy morena, de estatura mediana y gruesa, con cara de pocos amigos, abrió la hoja más pequeña del portón.
- ¿Qué quiere? Estoy sola.
Romerales la observó con suspicacia, como si la conociese de antiguo y supiese que le estaba mintiendo.
- Vengo a inspeccionar. Déjeme usted entrar.
- ¿Qué dice? ¿A cuento de qué? – respondió ella muy insolente, convencida de que aquel no se atrevería a cruzar el umbral.
Pero el de La Social no se anduvo con protocolos. De un empellón abrió la puerta e hizo caer a la mujer de culo. La otra se revolvió como pudo, lanzando puñadas a ciegas. El policía la agarró por el cuello para levantarla y la amenazó encañonándola con la pistola.
- Si te mueves te dejo seca, asquerosa.
Ella, sin embargo, no dejó de quejarse y pedir ayuda a gritos.
- ¡Qué te calles, puta!
Del interior del patio surgieron cuatro hombres tan malcarados como la otra, que no debían andar muy lejos y se abalanzaron contra Romerales sin dejarse intimidar por su arma. El ataque le pilló por sorpresa. Pero, movido por una extraña fuerza, se enfrentó a ellos. Se produjo así un forcejeo donde él intentaba zafarse del abrazo de los otros y estos le sujetaban por todas partes. Al final, impulsado por el miedo o la necesidad, realizó dos disparos, uno a ninguna parte y otro que terminó en el hombro de uno de los asaltantes. Su reacción puso en fuga al resto, más preocupados por lo que había sucedido que por la amenaza del arma.
Sudoroso y sofocado, Romerales se levantó del suelo sin soltar el arma, como si ésta estuviese soldada a su mano.
Apoyado en la jamba de la puerta se quejaba el herido, al que el dolor tenía inmovilizado. La sangre manaba a borbotones y la camisa blanca que vestía se oscurecía de rojo. Hacía amago de detener la hemorragia con un pañuelo, pero le faltaba fuerza y valor para hacerlo.
- Cabrones. Tú vas a pagar por todos – anunció el policía, apuntando con la pistola al que señaló como culpable. El hombre empezó a farfullar perdón, con una voz lastimosa, jurando y perjurando que le habían obligado a actuar así, pero que no había sido su intención hacerle daño.
- No me vengas con cuentos, que ya os conozco – respondió el de La Secreta y alargó el brazo para no fallar el tiro.
No pudo apretar el gatillo porque recibió un fuerte golpe a la altura del omoplato. A su espalda estaba la mujer que le abrió.
Después del primero siguió recibiendo palos, la agresora manejaba una estaca de grandes dimensiones. Enloquecida, le laceraba e insultaba. Romerales quiso detenerla, pero entonces noto algo que se le enredaba en los pies y cayó de bruces. El herido, aprovechando su desconcierto, le había hecho la zancadilla. Sin darle a tiempo a reaccionar multiplicaron los estacazos, hasta que el intruso perdió el sentido.
La mujer escupió sobre el policía cuando advirtió que no era más que una masa de carne, le arrebató el arma y se dirigió al socio.
- Ayúdame. Tenemos que sacarlo de la casa.
- Te lo has cargado.
- No creo. Pero a este no deben encontrarlo aquí. Ayúdame a subirlo a la furgoneta.
- ¿Qué dices? No voy a poder.
- ¡Qué me ayudes, coño! – le respondió ella al tiempo que le arreaba un garrotazo sobre el hombro herido.
El hombre se quejó por el dolor, pero no tardó en obedecer. Entre ambos arrastraron el cuerpo de Romerales y lo subieron a la caja de carga. Cerraron y la mujer se puso al volante.
- ¿Dónde vamos?
- A la torre.
- ¿Qué pretendes hacer?
La mujer no contestó y aceleró. Una vez en la calle, los que huyeron con anterioridad, miembros del mismo clan, se sumaron a la iniciativa.
- Vamos. Subid, cobardes.
La camioneta salió a la vía siguiente y se dirigió a la playa. Después, sin detenerse, tomó un sendero para apartarse de ella y que conducía a la atalaya.
Aunque era de día, y el trajín era el característico de aquellas horas, el ruido de los disparos no pasó desapercibido a los vecinos. Tampoco en el cuartelillo.
- Eso han sido tiros, sargento.
- Romerales.
Sin hacer otra conjetura se pusieron los dos en la calle al unísono. La dirección se la indicaron los curiosos, que ya se dirigían a buscar el origen de las detonaciones. Se fueron adelantando a todos y a la voz de orden hicieron lo posible para impedir que siguiesen avanzando. Pronto se les unieron dos guardias más que detuvieron a la masa.
- Ha sido donde Los Callaos.
- A ver si tenemos suerte y hablan de una vez – comentó Antonio a la observación de su subalterno, haciendo un chiste fácil.
Pero encontraron la calle desierta, como era habitual. El portón estaba cerrado. Sin embargo, descubrieron los restos de sangre.
- Llama, pero no creo que contesten.
Tras varios intentos infructuosos desistieron. Se les acercó uno de los guardias que quedó atrás acompañado de un paisano.
- Mi sargento este hombre dice que los vio en la furgoneta.
- ¿Eso es verdad?
- Por mis muertos que eran ellos – dijo el aludido -. Pero conducía la madre. Tiraron pa la playa. Iban como locos.
- Bueno. Que cada cual vuelva a sus quehaceres – ordenó Antonio -. Fuera toda esa gente.
Los guardias, fusil en alto, ordenaron a los vecinos que se fuesen retirando de la calle.
Antonio se puso en cuclillas y observó detenidamente las manchas de sangre, estaban frescas aún.
- ¿Qué hacemos, mi sargento? – preguntó Manu.
- Hay que localizar a Romerales. Algo me dice que no puede andar muy lejos. Es capaz de meterse en un buen lio.
El de La Secreta viajaba seminconsciente en el interior de la furgoneta, en compañía de sus captores. Sufriendo los vaivenes del volante y el firme irregular, que los hacía saltar de un lado a otro del habitáculo. Cuando llegaron a las inmediaciones de la torre, la mujer detuvo el vehículo. Se cercioró de que no había nadie en el entorno y ordenó a los suyos que descendieran. Sólo quedaron dentro el herido, que no dejaba de quejarse y Romerales, tumbado sobre el piso.
Los Callaos fueron a reunirse a la sombra de la torre.
- ¿Qué hacemos, madre?
- Deshacernos de ese.
- ¿Lo tiramos por el acantilado?
- No creo que sea lo más prudente, en un par de días la marea puede arrastrarlo a la playa. Hay que hacerlo desaparecer para siempre.
- Podemos echarlo al pozo, y después unas piedras para que no lo encuentren por si buscan ahí.
Mientras estos discutían, Romerales recuperó el sentido. Le dolían todos los huesos. Instintivamente se llevó la mano al arma, pero no la encontró. Alzó la cabeza con precaución. Al comprobar que estaba sólo acompañado por el herido se fue incorporando lentamente. Así, a cuatro patas, pudo ver a través del parabrisas a los conspiradores reunidos. El herido parecía adormilado. Las llaves de la camioneta estaban puestas. El Pistolas, igual que la víctima que espera el ataque inminente y busca a la desesperada una salida, reaccionó casi sin saber bien lo que hacía. Se coló en la cabina abriéndose paso entre los dos asientos. El herido se sorprendió de verlo surgir así, pero no tuvo tiempo de reaccionar porque el de La Secreta lo agarró por la nuca y estrelló su cara varias veces sobre el salpicadero hasta dejarlo inconsciente. A continuación, sin demora, ocupó el puesto del conductor del vehículo. Antes de que los otros se percatasen de lo que sucedía, arrancó el motor y pisó el acelerador. No les dio tiempo a hacerse a un lado, se los llevó por delante. El choque de los cuerpos contra el chasis produjo un sonido sordo.
Frenó a unos metros del acantilado, pero no apagó el motor del coche. Miró el retrovisor y tuvo oportunidad de ver alguno de los cadáveres que dejaba atrás, en posiciones extravagantes. Por un momento creyó que todo había terminado. Metió primera e inició una maniobra, quería apartarse de aquel lugar a toda prisa, pero no pudo completarla. El copiloto había recuperado la razón y le empezó a golpear y arañar sin aviso, increpándole por su crimen. El Pistolas se defendió como pudo. Agarró el cinturón de seguridad que pendía inútil a un lado y sin dudarlo lo anudó veloz al cuello del otro, que hizo todo lo posible por evitarlo. Pero en el rifirrafe, el de La Política perdió el control del vehículo, que se encaminaba impertérrito hacia el acantilado. Cuando tomo conciencia de su fatal error, apenas tuvo tiempo de abrir la puerta y saltar para ponerse a salvo. El de Los Callaos, enredado en el cinturón, no tuvo tanta suerte y se enfrentó a la muerte entre alaridos de terror. La furgoneta se precipitó al vacío y fue a estrellarse contra las rocas. Pronto estalló entre las olas, y ardió envuelta en una espiral de humo que se alzó elegante hasta el cielo.
Romerales se agarró a unos matojos, como si temiese que algo fuese a arrastrarlo al vacío. Al cesar el estruendo se incorporó, deambuló de un lado a otro y fue identificando a los muertos. Cada cual mostraba una mueca estremecedora. Cuando localizó a la mujer, retorcida como un alambre, la registró a conciencia. Recupero su pistola, y también se hizo con los cuartos que aquella llevaba encima.
Entonces ella, que no estaba muerta, murmuró algo, tal vez una maldición. El Pistolas no le prestó más atención. La apuntó con el arma y efectuó dos disparos sobre su cabeza. En ese instante cruzó el cielo una ruidosa bandada de gaviotas, chirriando como enloquecidas.
miércoles, 22 de enero de 2025
Cuando El Prado era de pocos
martes, 21 de enero de 2025
Paramnesia
La paramnesia es eso que te pasa cuando experimentas un recuerdo de algo que en realidad no ha sucedido nunca, o eso nos dicen los expertos, y se parece mucho a algo que estas haciendo en ese preciso instante. Esto ya lo he vivido, o soñado, decimos. Yo he sido dado a tal efecto en la memoria, o eso creía. Por lo que durante un tiempo me dediqué a anotar anécdotas, para ver si se repetían o no y terminé descubriendo que sí, que somos muy recurrentes y previsibles, en situaciones y conversaciones, de ahí que nos suenen las nuevas por antiguas, no porque la mente nos pretenda engañar sino que nos esta avisando de lo poco originales que somos. Pero estamos tan convencidos de nuestra inteligencia que es complejo admitirlo. Ahí también nos engañamos. Tal vez sea supervivencia, o que nos estamos convirtiendo en unos plastas.
Oro nazi. Capítulo 31. Santuario.
- Parece usted un cobrador jef…, mi sargento – le dijo Bartolo cuando lo tuvo delante.
- Entra conmigo, vamos a ver que facturas hay aquí – dijo en voz alta para satisfacción de los que buscaban respuestas a los rumores y rondaban el cuartel como moscones.
El guardia se rascó el cogote, como era su costumbre, y siguió a su superior. La respuesta le sonó a asunto serio.
Entraron en el despacho y Antonio advirtió la ausencia de Romerales.
- ¿Dónde está?
- No hubo manera de retenerlo, mi sargento.
- ¡Maldita sea! – protestó. Pero de inmediato se alegró de su ausencia -. Cierra.
Sin más ceremonia Antonio se puso a extraer del maletín su contenido. Lo hizo con mucho cuidado, como si tuviese entre manos una vajilla de cristal veneciano.
- ¿Tú sabes alemán?
- Poco, mi sargento. “Heiljitler” y “arriversen”.
- Bastará – respondió el mando con sarcasmo.
Repartió todos los documentos sobre la superficie del tablero y ambos se pusieron a estudiarlos con detenimiento.
- ¿Un diario?
- Eso parece – murmuró Antonio.
- Y un plano – añadió Bartolo al descubrir el croquis.
- Recortes de prensa… Poco más.
- ¿Es del nazi?
- Sí.
- ¿Está la pluma?
- No.
- ¿De dónde lo ha sacado mi sargento?
Antonio se dejó caer en la silla, agotado de tanta novedad.
- El tonto de Romerales lo tenía en sus manos, sin conocer su contenido. No sé si celebrarlo o arrepentirme de que no lo supiese. Nos hubiésemos ahorrado muchos problemas, ahora estaría solucionando la papeleta él. Hay gente peligrosa detrás de esta valija y nosotros tenemos pocos medios para hacerles frente.
- ¿Y de dónde lo sacó El Pistolas?
- Eso es lo que pienso averiguar ahora mismo – anunció incorporándose -. Guárdalo bien en mi ausencia.
Y así como lo expresó se quiso echar de nuevo a la calle, con la meditada intención de hablar con el párroco, que sin duda conocería la procedencia del maletín o podría darle otra pista.
- ¿Dónde vas otra vez? ¿No te han dicho que reposes? – le objetó Bernarda que acudía por el pasillo, atenta a sus mínimos movimientos y advirtiendo su propósito, pero él se hizo el sueco.
- Muy bonito. No me dices nada. Siempre haciendo lo que te da la gana. Y luego que si me duele aquí o que me duele allá – protestó la costilla.
- Son asuntos de orden, mujer. Vuelve a los pucheros – le respondió dándole la espalda, que aprovechó ella para hacerle un gesto de burla con la lengua.
Sin más demora se dirigió a la parroquia, levantando otra ola de rumores.
Cuando llegó al sitio en cuestión el cura estaba culminando el oficio, deseando a los fieles que marchasen en paz.
Antonio se retuvo junto a la pila bautismal y aguardó respetuoso el final, y la salida de las últimas beatas.
Don Buenaventura, que ya lo había visto, le hizo señales desde el altar para que se acercase, al tiempo que se desnudaba de la ropa ritual.
- ¿Qué te trae por aquí? ¿Vas a soltar a José? Le darías una alegría muy grande a su mujer y sus hijos.
- No tardaré. Vengo a consultar una duda.
- Tú dirás.
- Es por el maletín que dio usted a Romerales.
- Ah. Bien. Está en tus manos.
- Sí, pero … ¿De dónde ha salido?
- No puedo contestarte a eso. Es secreto de confesión. Además, desconozco su contenido, puedes ahorrarte más preguntas – respondió, manifestando cierta urgencia.
Antonio quedó algo desconcertado.
- ¿Algo más? – preguntó el religioso.
- Pues…
- Mejor. Tengo mucho que hacer. Y, por cierto, suelta ya a ese hombre, no tiene culpa de nada –reiteró y, sin despedirse, se sumergió en los corredores por donde se salía de la sacristía.
El sargento, que quedó solo, aprovechó la coyuntura para deambular un buen rato por entre los pilares de las naves de la iglesia y contemplar sus paredes y bóvedas, y así ordenar las ideas, deteniéndose en los detalles que adornaban cada una de las hornacinas donde se cobijaba una imagen, tras una muralla de cirios encendidos. Se reconocía así al santo o la santa que más seguidores tenía gracias a los favores otorgados, por las luminarias, que además eran las encargadas de dar cierta iluminación al interior del edificio. Contempló los exvotos que se apiñaban en la que recogía a la virgen del pueblo: fotos de viejos, niños, muchachos en edad militar, ancianas, mujeres en estado; también mechones de pelo, dientes, huesos, figuras de pies y manos o de otras partes del cuerpo, medallas, crucifijos, dedales, la hebilla de un pantalón, el zapato de un niño, una pluma …. un verdadero galimatías devocionario. La figura de la madre de Dios anunciaba así su triunfo y celebraba su superioridad sobre el resto.
Observándola, el guardia meditó sobre el paseo que cada año daba acompañada por la muchedumbre hasta su otro hogar, la gruta que utilizaban los contrabandistas para sus trapicheos y negocios cuando ella estaba ausente. ¿Quién podría saber las cosas que aquella pequeña estatuilla, sostenida por miles de manos, habría visto u oído con tanto trasiego? ¿Cuántos secretos podrían esconderse detrás de su alegre sonrisa de madre, que parecía ignorar al niño que llevaba atado al pecho?
Allí precisamente alguien había puesto una foto. Tomada desde el otro extremo de la bahía. Se identificaba perfectamente la vieja torre sobre la gruta pese a que la cabeza del pequeño niño dios la tapaba en parte. Imaginó que alguien pretendía proteger así al pueblo de alguna posible desgracia.
Podría haberle dedicado más tiempo, pero estimó oportuno retirarse para evitar equívocos y que en el pueblo se hablase de su celo religioso por otra que no era la del Pilar. Dejó unas monedas en el cepillo y salió del templo. Los niños, que jugaban escudados del sol bajo el pórtico, lo observaron con curiosidad y respeto. Pablo lo miró con insolencia, Lucía con reprobación y él bajó la vista con cierta contrición. Quiso apretar el paso y salir de allí cuanto antes
Pero entonces se detuvo. Advirtió que había visto algo dentro de la iglesia y que no le había prestado la atención necesaria. Giró sobre sus talones y volvió a entrar en el templo. Fue directo a la imagen de la Virgen. Volvió a repasar el muestrario de objetos, localizó la foto en la que puso su atención y no muy lejos de ella, a un lado de la imagen religiosa, halló la pluma. Con cierta emoción se hizo con ella. No tardó en descubrir el sello inconfundible que la hacía especial. ¿Qué estaría haciendo en aquel lugar? ¿Existiría alguna relación entre ésta y la foto?
Tras meditar sobre su procedencia la volvió a depositar en su sitio. Quizás estaba allí para que alguien la encontrase, y escondiese un secreto. O no. Una simple coincidencia, tal vez. Pero debía ser, tenía que ser, la de Helmut. Se enfrentaba a un complejo puzle.
Retornó al edificio que le servía de morada y en el que ejercía su cargo. Llamó a los suyos y repartió órdenes. Hizo las disposiciones oportunas para que todo el material reunido durante la investigación viajase a la comandancia de Granada. Sin mencionar la pluma. No quería perder más tiempo en un asunto que le venía demasiado grande. Deseaba volver a la rutina.
Soltó a José, le devolvió sus pertenencias y le recomendó prudencia, como si el otro no estuviese curtido en tales mañas.
- No te hagas señalar, ni abandones el pueblo. No te demores en la calle y refúgiate en la iglesia hasta nuevo aviso. Allí está tu mujer. Este asunto es muy complejo, desconozco su alcance y puede perjudicarte a ti y los tuyos – le dijo con desagrado, temiendo la vuelta de Romerales.
domingo, 19 de enero de 2025
La piscina de los almacenes Sears
Los almacenes Sears eran unos norteamericanos que estuvieron de moda en Madrid a finales de los 70, y hacían sombra al Corte Inglés y Galerías Preciados cuando iban por separado. Mi padre era muy aficionado a visitarlos. Si no recuerdo mal estaban cerca del Bernabéu. En este establecimiento no sólo había de todo sino que infinitas ventajas para comprarlo a plazos y eso. El caso es que en una de tantas, mi padre compró allí una piscina de esas que se monta uno mismo en la terraza del piso, si es grande, o en el patio de atrás. Era circular y tenía capacidad para una burrada de litros de agua, pero no la firmeza de una de hormigón armado. Por eso, de tomar impulso con la pared de aluminio para salir disparado en lo del buceo, y otras actividades náuticas que se practican en la infancia, saltos, ahogadillas, competiciones, y un agresivo etcétera, se fue abombando y deformando por varias partes. La novedad entre la chiquillería, amiguetes y primos, dio mucho ajetreo al invento y cuando acabó el verano, y mi padre se puso a desarmarla para el siguiente, estaba para tirarla. Ni corto ni perezoso, imbuido en la seguridad que daban las promesas de la publicidad, hizo con todo un paquete y se presento en el Sears a reclamar que se la cambiasen por otra. Allí estuvo combatiendo con los empleados para conseguir su propósito. Desenvolvía la lona de poliéster e indicaba los picotazos, o sacaba las varillas de refuerzo dobladas, el cilindro de aluminio maltrecho, y así mil cosas. Casi ocupa medio piso desembalando piezas, que aquello parecía el Rastro. Yo, de lejos, lo veía trajinar con varios tipos trajeados que no hacían más que ponerle peros. De cuando en cuando, mi hermano y yo nos acercábamos a ver cómo iba el negocio, y mi padre nos despedía con gestos enérgicos antes llegar a él, invitándonos a seguir curioseando por las plantas de los almacenes; y nosotros obedientes lo hacíamos. El caso es que al final de todo, tras mucho bregar, mi padre se salió con la suya y una piscina nueva para el próximo estío. Ya de regreso en el coche, la curiosidad pudo conmigo y le pregunté que por qué nos había mantenido al margen. Fue conciso y explicito: " si llegan a veros hubiesen dicho que erais los responsables del destrozo", lo cual, por otra, parte, era cierto, pero sin maldad. La enseñanza que saqué de aquella experiencia es que los niños debíamos de ser buenos, pero sobre todo parecerlo, o no aparecer por el lugar del crimen.
viernes, 17 de enero de 2025
Romance de Errejón
Lo de Errejón empieza a parecerse a lo de siempre. Ya en el romance de La Cava se leía aquello de "ella dice que hubo fuerza, él que gusto consentido". El duelo está en que cada cual representa el papel que le corresponde. Don Iñigo, el de inocente víctima de la perfidia de la comedianta, que es ella. El sainete no cambia, la de Putifar es culpable y el santo sube a los altares. Todo queda en su sitio, pese a las revoluciones.
Oro nazi. Capítulo 30. Simón, El Mago.
Antonio, mientras tanto, había ganado la farmacia, pero se la encontró cerrada. Temió que le hubiesen ganado la partida. Recordó que El Pistolas le había hablado del cura. Quizás debiera hacerle una visita, meditó.
Sin moverse de la puerta del establecimiento intentó establecer una relación entre el sacerdote y el maletín. Lo único que se le ocurría es que se lo hubiese facilitado Rosa. Pero era evidente que desconocía su contenido. De otro modo no hubiese utilizado a Romerales como intermediario para hacérselo llegar.
Haciendo conjeturas se hizo consciente de que estaba perdiendo un tiempo precioso. El maletín debía contener algo valioso y tenía que recuperarlo.
Decidió ir a la casa de don Simón. Conjeturó que alguna de las vecinas que vivían en la misma calle lo hubiese visto entrar o salir. Estaba convencido de que le darían alguna pista de su paradero.
No andaba muy desencaminado porque tan pronto como el boticario vio salir por la puerta al de La Política colgó la bata en una percha y se fue a la calle con el maletín. Se marchó directamente a su casa. Entró, cruzo el zaguán, salió a un patio y después a una cuadra adosada a una pared de piedra, allí accedió a una cueva, escondida tras un armario, a la que se bajaba por unos estrechos escalones labrados en la piedra. Giró un interruptor de palometa que sobresalía del tabique y encendió la luz de una bombilla. Se iluminó el interior de una fría estancia, de paredes toscamente labradas. Al amparo de una hornacina excavada en la piedra había un candelabro de siete brazos. Una mesa, una silla y un armario componían el escueto mobiliario de la pieza subterránea.
Cerró por dentro. Abrió el maletín y puso su contenido sobre la mesa. Lo repartió, tomó unas lentes y lo estudió con meticulosidad. A continuación, puso su atención en el armario. Lo abrió, repasó sus baldas y extrajo de allí una aparatosa cámara de fotos.
Uno por uno fue fotografiando todos los documentos que había expuesto sobre el tablero. No perdió ocasión de hacer varias fotografías de cada uno de ellos. La reproducción del diario fue lo que le robó más tiempo y este le apremiaba. Sabía que tarde o temprano tendría que dar razón de su tesoro.
Mientras tanto, Antonio, guiado por la intuición, se plantaba en la mismísima puerta de la morada del boticario. Llamaba, esperaba paciente y no recibía respuesta. Repetido el protocolo varias veces, se retiró unos pasos y observó la fachada, por si de alguna de las ventanas recibía señal de la presencia de Simón en el interior, pero no advirtió nada que se lo indicase. Ni siquiera en la azotea había asomo de vida. Podría decirse que el domicilio estaba deshabitado. Miró en derredor, esperando verlo acudir de alguna parte, pero no tuvo esa suerte.
Desde el balcón de una vivienda próxima le llegó una voz. Se volvió y vio a una anciana enlutada que emergía de detrás de una persiana de madera de color verde oscuro.
- Insista, insista. Yo lo he visto entrar.
Otra que asomaba a la puerta de la vivienda contigua también corroboró la opinión de la anterior y ya aprovechó para dar cuenta de la rutina de aquél. Con tal servicio de vigilancia Antonio no tuvo reparo en redoblar su esfuerzo.
Fue a golpear de nuevo la aldaba, pero se quedó en el intento pues Simón abrió en ese instante.
- Antonio, qué casualidad. Ahora mismo iba a pasarme por el cuartelillo. Tengo este maletín para ti. Se lo dejó tu compañero de La Política olvidado en la farmacia – anunció, alargándoselo mientras cerraba.
- Gracias – respondió el guardia con sequedad mientras lo aferraba con firmeza.
- Tengo que volver a la tienda. Ya no puedo distraerme más, ha sido una suerte encontrarte aquí. ¿Querías algo?
- Esto – respondió levantando el maletín con la mano -. Me lo dijo Romerales, pero como usted no estaba en la tienda me he decidido a venir hasta aquí. Podía haberlo dejado allí en lugar de cargar con él de un sitio a otro – dijo con cierta suspicacia.
- Iba a llevártelo, pero a mitad de camino me surgió una urgencia y decidí traerlo conmigo. – contestó veloz -. Bueno, pues si sólo se trataba de eso te dejó y retorno a mi tarea.
- Te acompaño, vamos en la misma dirección – corto Antonio, para evitar que el pájaro volase.
- De acuerdo.
Don Simón, acompañado del sargento, inició el recorrido con cierta incomodidad, detalle que no pasó desapercibido al escolta. Las comadres los vigilaban.
- ¿Cómo va todo? – preguntó el farmacéutico, para romper el hielo.
- Bien. Poca novedad desde esta mañana, salvo esta que nos ocupa. ¿Qué tendrá este maletín? – comentó, para sonsacar al otro.
- Lo ignoro – respondió ágil el boticario -. Sólo te puedo decir que el de La Política se lo dejó encima de una silla. No debe ser muy importante. Supongo que su equipaje, no pesa mucho.
- No tardaré en averiguarlo. Confío en que no falte nada, ese hombre es imprevisible, capaz es de denunciar un robo.
- Ni lo he tocado. Como me lo dejó se lo he dado a usted.
La singular pareja no dejaba de llamar la atención. Pocas cosas fuera de lo común se les escapaban a los habitantes del pueblo y esta era una de ellas. El misterioso equipaje del sargento disparaba los comentarios más insospechados. Para unos lo que transportaba era una medicina, para otros un arma. No hubo acuerdo, pero sí muchas conjeturas en las barras de los bares.
Llegaron a la farmacia y se separaron. Antonio dudó entre marcharse al cuartelillo o pasarse por la iglesia. Pero finalmente se inclinó por averiguar primero si el maletín era lo que sospechaba.
domingo, 12 de enero de 2025
Efemérides franquistas, siempre de actualidad
Que digo yo que con eso del aniversario de la muerte de Paco se debería hacer algún tipo de fasto en los conocidos como órganos de Despeñaperros, a la altura de la Venta de Cárdenas, desviándose de la autovía, por ser este lugar de reunión, dicen que de peregrinación, de seguidores incondicionales, del que fue indiscutible influencer de la segunda mitad del siglo pasado y cuya fama se perpetua a la actualidad, y no pasa de moda, un tipo incombustible, vamos. Es Casa Paco, digo Pepe, un espacio más adecuado que el Instituto Cervantes, por ejemplo, para rememorar las décadas en las que el PSOE estuvo de vacaciones. (Conviene aprobar de una vez las asignaturas pendientes, es comprensible). El espacio, por su ubicación, no solo es comparable al de la sierra de Guadarrama, sino que apenas ha sufrido el impacto de la especulación urbanística, y de este modo se puede contemplar a placer el vuelo del águila real y otros pájaros singulares, por no hablar de la vegetación de encinas ricas en bellotas y alcornoques vestidos de corcho. Un lugar ideal para hacer senderismo reivindicativo si se estima oportuno. Próximo a las Navas de Tolosa, donde se dio el golpe definitivo a la morisma y principio del remate de la Reconquista. No faltaría en Casa Pepe condumio para satisfacer el hambre de conferenciantes y asistentes, ni recuerdos alusivos a la efeméride que llevarse de vuelta a casa. Salones y mesas, hay de sobra, sitio para aparcar más del necesario. En fin, es un no acabarse nunca, un repetir, una pena dejar pasar esta ocasión para el desarrollo económico de la zona.