No mucho después de que el autobús sobrepasase la curva que lo borraba definitivamente de la vista de los habitantes del pueblo, Romerales se incorporó de su asiento y ordenó al conductor que parase, y se bajó. Nadie protestó por ser quien era el que lo demandó. El bus siguió su viaje una vez que el policía puso pie en tierra.
Así que se vio solo en la cuneta, Romerales pasó revista a sus recuerdos. No tenía las ideas muy claras, pero sospechaba que era víctima de un ardid. Siempre se había considerado a sí mismo un balarrasa, pero llevaba muchos años aprendiendo a sobrevivir y no estaba dispuesto a que se riesen de él aprovechándose de sus torpezas.
Tenía a tiro de piedra la casa de Rosa y fue hacia ella en cuanto que la Alsina se perdió en la siguiente rasante. Pero no tardó en descubrir que en el porche había un soldado.
Estuvo observándolo un rato hasta que vio que se le unía otro y charlaban un rato. Después el que vio primero echó a andar y rodeó la casa como hizo antes su compañero. Ambos estaban de guardia y se iban turnando, sin mucho entusiasmo.
Romerales dedujo que el ejército se había hecho cargo de vigilar la vivienda.
Estuvo atento a los movimientos del que hacia la ronda hasta que le pareció oportuno introducirse en la casa. Lo hizo por el lado del muro que ya conocía. No le costó ningún problema penetrar en el patio trasero. Allí descubrió al perro atado al pilar, muerto y cubierto por una manta de moscas. Nadie se había tomado la molestia de enterrarlo. Apestaba.
Avanzó hasta la puerta de la cocina, estaba abierta e ingresó en el interior. Llegó al salón, hizo un recorrido visual, miró por todos los rincones y, al no encontrar a nadie, subió a los dormitorios para cerciorarse de que estaban vacíos como ya sospechaba. Los habitantes de la casa la habían abandonado precipitadamente.
Hizo un recorrido exhaustivo por el interior de la vivienda, sin saber a ciencia cierta qué es lo que andaba buscando o estaba haciendo. Revolvió todo lo que pudo y más.
En su exploración se detuvo más de lo debido en el dormitorio donde habían estado durmiendo los belgas. Allí se distrajo registrando sus maletas. Lo que más atrajo su atención fueron las prendas íntimas de Camile. No paró de manosearlas hasta cansarse, con una libidinosa sonrisa en los labios. Se guardó unas bragas en el bolsillo y se apropió de un sombrero de paja de Maurice.
Después de mucho sopesarlo, decidió marcharse. Pero entonces pensó que podía llevarse también unos pantalones. Los de su viejo camarada le daban demasiado calor. Sin dudarlo, se hizo con unos del belga. Aunque le quedaban algo largos, de cintura podrían pasar por suyos. Entonces fue cuando se le ocurrió pasarse de nuevo por la iglesia y devolverle a Julián los que le pertenecían.
Salió por donde hubo entrado cuando tuvo ocasión, atento a los movimientos de los guripas, y con su nueva indumentaria marchó al pueblo sin detenerse ni hacerse notar dentro de lo posible, evitando corrillos de mujeres.
Cuando llegó a la parroquia reconoció al chico de José. Estaba sentado en las escaleras de acceso, martirizando a una lagartija que no se atrevía a salir de una grieta. No muy lejos su hermana Lucía jugaba con otras niñas al tejo entre salto y salto.
Con suma prudencia penetró en el templo, se descubrió, y tras deambular entre los pilares buscó la sacristía donde esperaba encontrar a su camarada, pues supuso que debía estar preparando el siguiente oficio.
Fue Julián, o don Buenaventura, el que lo identificó antes. Salió a recibirle de entre las sombras.
- ¿Te hacía camino de Granada?
Romerales no se lo esperaba y sufrió un sobrecogimiento. Pero se recompuso con prontitud.
- No pensaba irme sin despedirme primero – acertó a responder.
- Muy bien, es una decisión que ennoblece tu alma de pecador irremisible – dijo con cierta mordacidad el cura -. Sin duda es el arrepentimiento el que te ha traído de regreso al abrigo de estas paredes.
- Te he traído también el pantalón que me prestaste – comentó, para ganarse la confianza de su viejo amigo.
- No era necesario, pero se agradece – le dijo el otro mientras los acomodaba en su antebrazo.
- ¿Cómo va todo?
- Como siempre, no ha cambiado mucho la cosa de ayer a hoy. Mi vida es pura rutina, no es como la tuya. Tengo entendido que anoche cazaste a un importante delincuente.
El Pistolas sonrió maliciosamente.
- Eso dicen.
- Ah, ¿es que no fue así?
- Sí, sí. Claro. Pero…
Don Buenaventura no le dejó terminar la frase y la acabó a su manera.
- Pero no te quedes ahí. Pasa, pasa conmigo a la sacristía. Dentro podremos hablar con más tranquilidad. Le diré a Rosa que nos prepare algo, ya es hora de almorzar.
- ¿A Rosa? – preguntó incrédulo.
Sumiso le acompañó donde el otro le indicaba.
- Sí, ya sabes. Por seguridad se ha quedado en mi casa con sus hijos. Te está muy agradecida. Corrieron un serio peligro.
Romerales estaba aún más confundido. Empezaba a temer que todo lo que le habían contado era cierto, sin acabar de admitirlo.
- Ven. Nos sentaremos aquí.
El sacerdote empezó a trasladar objetos que ocupaban una mesa para hacer sitio. Y fue a amontonarlos sobre un mueble lleno de cajones.
- ¡Rosa! – llamó.
Al instante acudió la mujer que al percatarse de la visita saludó muy educada.
- Tráenos café y tostadas con ajo – ordenó el cura.
Romerales quedó algo cohibido por la aparición. Pero también perplejo por la indiferencia de ella respecto a su presencia allí. La sospecha resurgió en su mente.
- ¿Qué te pasa? Te has quedado mudo – le dijo don Buenaventura una vez que Rosa salió por donde había entrado.
- No, nada. Estaba pensando - respondió.
- Vaya, vaya. Recapacitando. Eso es buena señal. Creo que tenemos tiempo de sobra hasta la salida del autobús para charlar y que me ayudes a vestirme. Ya tienes experiencia.
- Pues… claro, claro – respondió.
La mujer entró de nuevo y dejó el servicio, pero en ningún momento miró a Romerales ni le dirigió la palabra.
- Si necesita algo más avíseme.
- Si hija, sí. Yo te llamaré.
Ambos hombres se quedaron de nuevo a solas.
- ¿No tomas nada?
- No. Es que he desayunado tarde. No tengo apetito.
- Ponte un café por lo menos – propuso el religioso.
Obediente a la oferta del amigo se sirvió una taza.
- Estás muy silencioso. ¿Qué te sucede? – le preguntó el cura muy metido en su papel.
El Pistolas empezó a cobrar cierto valor y decidió encararse con su viejo camarada Julián.
- Hay algo que no me cuadra y no dejo de darle vueltas.
- ¿Qué quieres decir?
- Tengo la sensación de que están jugando conmigo.
El cura siguió comiendo su tostada con toda tranquilidad.
- ¿Jugando a qué? – pregunto entre bocado y bocado.
- Creo que en este pueblo me han tomado por gilipollas – dijo muy serio, buscando respuestas en los gestos del viejo compañero de fatigas.
Don Buenaventura notó cierta ira en la aseveración y le devolvió la mirada con frialdad, mientras masticaba muy despacio. Al poner sus ojos en los del otro apreció un brillo especial y malicioso en ellos.
- ¿Por qué has llegado a esa conclusión? – expuso, intentando restar importancia a las sospechas del camarada.
El Pistolas empezó a perder la paciencia.
- No me vengas con cuentos. La primera vez me la diste, pero ahora no lo vas a conseguir. Tú también estás compinchado.
Don Buenaventura no se alteró.
- ¿Se pude saber de qué puñetas estás hablando? Se te va a enfriar el café.
El Pistolas, haciendo gala a su mote desenfundó la pistola y apuntó a su anfitrión, que no se dejó amedrentar por el desafío.
- ¿Qué haces, loco? Estás amenazando a un ministro de la Santa Madre Iglesia Apostólica y Romana. Despierta, ya no estamos en la checa.
- Deja de tocarme los huevos, Julián. Y cuéntame de una puta vez qué pasó anoche. ¿A qué estáis jugando conmigo?
- ¿Qué te pasa? Habla claro.
- Esa mujer… Anoche salvé su vida y las de sus hijos y hoy ni me reconoce. ¿Me habéis tomado por tonto?
El cura mordió la tostada y masticó con suavidad el pan, que crujía alegre. El aceite y el ajo le daban un gusto delicioso, para chuparse los dedos.
Después, muy parsimonioso, tomo su taza y dio un sorbo al café.
- Está asustada, como todos. Has sufrido muchas impresiones estos días. ¿Qué esperabas?
- No me vengas con cuentos. No eres más que un farsante.
- Anoche mataste a un hombre. Creí que venías a confesar.
- ¿Por qué me quieren hacer cargar con un muerto?
- Porque tú lo mataste. Estabas tan borracho que no lo recuerdas.
- ¿Tú me viste?
- Yo no estaba allí – confirmó y, sin hacer una pausa, cambió de tema en la dirección que le interesaba -. Por Dios, ¿estás ciego? Es la culpa lo que te corroe por dentro. No quieres limpiar tu alma. Arrepiéntete, confiesa. Da la cara, acepta tu error con virilidad.
Romerales, frente a la determinación del amigo, dudo. Se sintió desfallecer. Bajó el arma
- Vamos, tranquilo. Estás sometido a mucha presión. No quería ofenderte con mis palabras – se excusó comprensivo el clérigo, al reparar en la actitud derrotista del otro.
Llamaron a la puerta y asomó Rosa.
- Padre, le buscan. Ramón se está muriendo.
El cura reaccionó al deber que le llamaba.
- Vaya por Dios, ahora mismo voy, diles que no tardo.
Despidió a la mujer y se encaró de nuevo con el amigo.
- Está claro que no es el día del perdón de tus pecados. Conviene que hagas penitencia. Rezaré por ti.
Se levantó y empezó a prepararse, pero se detuvo un instante.
- Por cierto, aquí tengo una cosa para Antonio. Me vas a hacer un gran favor si se lo llevas – dijo y tomó un maletín de piel oscura que había sobre un chifonier, y se lo puso delante, junto a lo que quedaba del desayuno.
Romerales no le prestó ninguna atención. Se limitó a asentir con la cabeza.
- No puedo entretenerme más. Me alegro de haberte visto y confío hacerlo en un futuro. Ya sabes dónde está el confesionario.
Y salió de la sacristía no sin recordarle que llevase al cuartelillo el maletín.
El Pistolas quedó solo. Se sentía muy cansado. La resaca pasaba factura. El dolor de cabeza no se le iba. Por una ventana le llegaba el ruido de la calle. Fuera jugaban los niños. Podía oír perfectamente lo que decían. Recordó su infancia, él también tuvo tiempo de jugar y divertirse, pero hacía mucho tiempo de aquello.
Se levantó al fin, a desgana. Tomó el maletín y salió con él a la calle. Sin voluntad propia se encaminó al cuartelillo. Pero en el camino volvió a invadirle la duda. Empezó a mirar con odio a cuantos se cruzaban con él. Imaginaba que a sus espaldas se reían de lo que hubiese pasado la noche anterior. Sin embargo, entre los vecinos, lo más comentado era su inesperada reaparición. Todo el mundo lo hacía camino de Granada.