Era una de esas de cuando yo era alumno de 5º de EGB. Entonces la jornada era partida y teníamos clase por la tarde, de tres a cinco, creo recordar. No me acompañaba mi hermano, que antes lo hacía a todas partes, por lo que deduzco que ese día no fue al cole por alguna razón. Llegué al colegio y la puerta de la verja estaba cerrada. Miré en todas direcciones y no descubrí al bedel encargado de abrirla. Me resultó muy extraño. Decidí dar un rodeo y entrar por el acceso a los aparcamientos. Pero tampoco estaba abierto. Al otro lado había compañeros jugando a la pelota. Ni corto ni perezoso, (entonces era más ágil e imprudente que ahora), me encaramé a los hierros y salté para incorporarme al juego. Entonces eso de los equipos era algo muy flexible y lo mismo jugaban tres que cuarenta, no tardé un segundo en formar parte de uno. El tiempo corría, se acercaba el momento de sonar la sirena y nadie acudía a abrir la puerta. En la misma se iban amontonando compis, algunos tomaron mi iniciativa y se fueron colando como inmigrante que salta la alambrada. Estaba en el mejor momento del partido cuando una señora que estaba al otro lado de la reja empezó a llamarme, a voces y haciendo ademanes con una mano, quizás porque me tenía más cerca. Inocente, que también lo era, me acerqué a escuchar lo que la buena mujer quería. Nada menos que fuese a buscar al bedel para que abriese la cancela. Le respondí que no había nadie para hacerlo y que yo había tenido que saltar la verja. Fue soltar el detalle y a la señora le mudó la cara.
- ¿Me estás insinuando a mí, a
mí, que salte la valla? – me regañó con muy malos modos.
- No, yo no. Que he tenido que
saltarla yo – balbuceé.
- ¿Cómo te llamas? – me dijo muy
indignada y yo le dije mi nombre y apellidos. Me preguntó por mi clase y mi
profesor y, naturalmente, le di todas mis señas sin omitir una coma.
Sonó definitivamente la sirena y
pude librarme del interrogatorio, vamos, que la dejé con la palabra en la boca
y muy cabreada, sin saber a ciencia cierta el porqué. Conforme me introducía en
el edificio camino del aula me crucé con el bedel, que corría con las llaves en
la mano.
Entré en clase y me senté en mi
sitio, como el resto de los compañeros. El profesor, don Evelio, nos ordenó
sacar los libros, cuadernos y bolígrafos. Empezaba la rutina y entonces
llamaron a la puerta. Era la señora. Estuvo un rato hablando con don Evelio en
el pasillo, la barahúnda crecía en el aula, empecé a temer por mi salud. Por
fin, la interesada y el otro me llamaron y salí con ellos.
La energúmena en cuestión era ni
más ni menos que profesora en el colegio, pero del pabellón de las chicas, y,
para más inri, la mujer de don Joaquín, el profesor de Historia, conocido por
el sobrenombre de Pinocho, por las dimensiones de su napia. Jamás olvidaré la
filípica que la doña se marcó en aquel recodo.
- ¡Le digo a este niño que llame
al bedel para que abra la puerta y me ha respondido que salte la valla!
Así no había sucedido, pero no
tuve el valor de llamarla mentirosa. Luego empezó a decir que lo que había
hecho estaba muy mal, no porque ella fuese profesora del colegio sino porque
podría haberle hecho el feo a cualquier madre, y que no se lo quería decir a su
marido porque si se enteraba la iba a montar y patatín y patatán, sin
inmutarse, muy convencida de que todo había sucedió como ella imaginaba y
contaba. Total, por no alargarme más, que me castigaron a estar de rodillas
toda la tarde. Imagino que aquella pájara durmió muy tranquila esa noche, y el
resto de su vida. Por mi parte, en ocasiones sueño que, al salir de clase, le
doy una patada en el culo.
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