Lo que antes eran campos de olivar, de esos donde Machado veía revolotear lechuzas, ahora proliferan las placas solares, que son un caparazón negro que no deja crecer la yerba, como la huella del caballo de Atila. Poco a poco veo desaparecer en derredor hectáreas y hectáreas de árboles, que son los encargados de fijar al suelo el temido CO2, en beneficio de la rentabilidad de la electricidad, que va a salvarnos del cambio climático, nos dicen. Hay políticos muy serios y con profundos bolsillos que apuestan por estas soluciones; yo apostaría por proteger la flora, que da un tono verde-plata al horizonte nada desdeñable.
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