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sábado, 30 de noviembre de 2024

Oro nazi. Capítulo 20. Los conjurados.


 

Maurice se reunió con Klaus en las proximidades de una antigua torre vencida por el tiempo. En algún momento de su historia desafió impertérrita a los vientos que azotaban la costa y resistió al empuje de las olas que chocaban con el acantilado y horadaban sus cimientos. Ahora que ya no era más que un vestigio de un mundo inexistente, olvidada su utilidad, apenas conservaba de su original estructura un tambor entrecortado de unos cuatro metros de altura, y se asemejaba a la dentadura mellada de una criatura prehistórica. Los sillares de lo que fueron sus muros se repartían de forma anárquica por el suelo, como la fruta madura caída del árbol. Pocos eran en el pueblo los que acudían a aquel rincón tan apartado, salvo el cabrero y su hambrienta tropa de brotes tan jugosos como rebeldes a la dentellada. Tenía mala fama entre el vecindario por ser a media tarde lugar de encuentro entre homosexuales. Pero era un entorno muy celebrado por los visitantes extranjeros como área de recreo. En temporada alta proliferaban allí las tiendas de campaña. En ciertos círculos de excursionistas gozaba de popularidad por las rutas que podían recorrerse, al abrigo de la naturaleza virgen y que conducían a pequeñas calas libres de aglomeraciones.

Uno de sus principales atractivos era que albergaba un profundo pozo, que imponía por el tamaño de su brocal y la oscuridad de su interior, donde parecía dormitar un monstruo. Desde allí podía escucharle el eco del oleaje y en días de marea alta lamentos escalofriantes procedentes del fondo marino.

Maurice y Klaus tenían acordado desde hacía tiempo reunirse en este lugar descrito, representando una coincidencia. A su alrededor paseaban e intercambiaban las oportunas impresiones hasta separarse. Si alguien reparaba en ellos, sólo podía sacar dos conclusiones, pero no le daba mayor importancia.

Uno dejaba su vehículo apartado de la vieja construcción y hacía el resto del camino a pie. El otro simulaba practicar el senderismo para detenerse junto a los gruesos bloques de piedra desmoronados.

No tenían una hora fijada para hacerlo, sino que confiaban en unas señales previamente acordadas. Maurice atravesaba una calle del pueblo montado en su vehículo y se paraba en un punto determinado, exactamente donde Klaus tenía alquilada una habitación. Desde la ventana de esta o desde la puerta de un bar cercano acechaba el paso del camarada. El otro se detenía un instante y hacía sonar el claxon sin motivo aparente. Era la contraseña para después acercarse donde queda dicho.

Pero en esta ocasión fue la casualidad o la fortuna la que les hizo coincidir a la entrada del pueblo.

Klaus, convencido de haber dado el esquinazo al guardia que lo rondaba, retornaba al núcleo urbano, amparado por los árboles de la cuneta y se aventuraba a cruzar la carretera, justo en el momento en que Maurice, al volante de su Tiburón, surgió de la curva. Este último dio un frenazo, abrió la ventanilla, y de inmediato invitó al otro a subir al vehículo. No se detuvo a más, en cuanto lo tuvo a su lado pisó el acelerador.

 - Agáchate.

En lugar de penetrar en el pueblo tomó el desvío que conducía a la torre donde acostumbraban a citarse, un camino sin asfaltar por donde a duras penas podía circular un auto como el suyo o cruzarse con otro. Por fortuna no era un trayecto frecuentado. Cuando tuvo a la vista la edificación, aparcó tras un típico murete de piedras que servía de límite a una huerta e invitó al pasajero a seguirle.

Klaus quedó algo confundido, pero sólo hasta que advirtió con satisfacción que Maurice llevaba un maletín en la mano, probablemente, dedujo, el de Helmut.

Caminaron con prudencia en dirección a la torre, tras haberse asegurado de que estaba libre de curiosos. La tarde avanzaba y las sombras se alargaban, factor que favorecía su improvisada junta. No muy lejos un pastor reunía sus cabras y se retiraba.

- Lo has conseguido.

- ¿Lo dudabas? Ha sido más sencillo de lo esperado.

- ¿Qué has hecho con la mujer y los niños?

- Nada. Camile se ha quedado con ellos.

- No conviene dejar cabos sueltos.

- Tranquilo. Todo está previsto. Ya tenemos un plan. Se vendrán con nosotros. Les buscaremos una ocupación en Bélgica.

Klaus no quedó muy convencido, pero tenía que admitir que sus camaradas habían vencido con otras artimañas, era señal de su habilidad para manejar la situación.

Se aposentaron junto a la base de la atalaya, sobre algunos de los sólidos sillares.

- ¿Qué tenemos?

- Todo. Parece mentira. Mejor de lo que pudiésemos imaginar.

- Veámoslo.

Maurice manipuló el cierre y levantó la solapa del maletín.  Con delicadeza sacó el cuaderno de anotaciones que guardaba. Satisfecho se lo ofreció al otro, que lo abrió y fue leyendo con detenimiento, con el único ojo que se lo permitía, cada una de las páginas.

- Bien, bien - asentía.

- No tenemos más que averiguar qué es lo que indica. El oro debe de estar ahí.

Sin embargo, tras el entusiasmo inicial, la euforia se fue enfriando. Klaus hizo un mohín. Conforme avanzaba en la lectura, su semblante se fue ensombreciendo. No iba a ser tan sencillo.

- Este maldito Helmut hizo bien su trabajo y pocas son las pistas que dejó para desenredar este galimatías.

- Pero ahí se ven unas coordenadas, hay un croquis.

- Bah. Puede referirse a cualquier lugar de la costa granadina, no necesariamente a este pueblo. Necesitamos un punto de referencia para situarnos. Un indicio. Esto y nada es lo mismo.

- No seas aguafiestas.

Bucearon en el resto de documentación: recortes de prensa, tarjetas de visita, fotografías. En un folio doblado había pintado un círculo negro y una extraña red alrededor, parecía un dibujo caprichoso fruto del aburrimiento.

- Esto nos va a llevar días. ¿Lo ha visto Camile?

- No le di oportunidad.

- Imbécil. Ella es la más apropiada para averiguarlo.

- ¿Qué sugieres?

- Vamos a la casa, allí lo estudiaremos más despacio.

- ¿Estás loco? – protestó Maurice -, ¿qué haremos con la dueña? No conviene que se entere de nada. Ya sabe demasiado. Quería ir con el cuento a la Guardia Civil.

- Habrá que matarlos – concluyó muy serio Klaus.

- No digas disparates – respondió el otro, alarmado de las intenciones que abrigaba -. No necesitamos esa publicidad.

- Lo haríamos del modo que pareciese un asalto del maquis o de los contrabandistas. En esta sierra se esconden muchos – respondió el tuerto, exponiendo un plan que venía elaborando de antiguo.

- ¿Y cómo justificaríamos nuestra ausencia? Rápidamente acudirían a buscarnos. 

- Lo de siempre. Pasaportes falsos, un billete de barco... No es tan difícil. ¿Te estás volviendo blando?

- No quiero más problemas. La policía española no es tonta. Se trataba de algo muy sencillo, y ya se está complicando demasiado. ¿Qué te sucede? ¿A qué viene esa propuesta? No te conozco.

Klaus enmudeció, no quiso alertar al otro con el tropiezo que había tenido con el representante de la benemérita. Era consciente de su torpeza y de que ya lo tenían identificado.

Interrumpido así el diálogo que les enfrentaba volvieron a concentrarse en los documentos que tenían delante.

- Vamos a necesitar ayuda – confirmó con frustración Maurice.

- Volvamos a la casa y que Camile se haga cargo.

- Iré yo solo. Nos veremos de nuevo aquí mañana, a esta misma hora.

Klaus, contrariado, se mordió el labio inferior, pero aceptó la determinación de su compañero. Se le presentaba el problema de esconderse en algún sitio hasta la próxima entrevista.

Devolvieron todo el material al maletín y se dirigieron a donde habían dejado el vehículo.

- Te acercaré hasta el pueblo, pero no más. No conviene que nos vean juntos.

- No te preocupes. Márchate tú, ya me las apañaré yo solo para llegar.

Maurice no puso objeción alguna a la decisión de Klaus y se despidió de él donde tuvo aparcado el coche. Durante el regreso fue rumiando su contrariedad por el resultado de la reunión. Prácticamente estaban como al principio. La única esperanza residía en la habilidad de Camile si querían acabar cuanto antes con el misterio. Si no lo conseguían tendrían que facilitar el material a otros miembros del partido para que hallasen el oro. No soportaba la idea de un fracaso.

Klaus, por su parte, estuvo sopesando si volver o no a su residencia en el pueblo. Se sentía vigilado, pero tenía que recuperar sus cosas antes de irse y, por supuesto, hacerlo sin levantar sospechas.


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