Conmocionado por el desastre acontecido en el levante, acude a mi mente el recuerdo de unas maniobras en las que participé cuando estaba haciendo la mili, allá por octubre de 1990. Se trasladó la brigada mecanizada del Muriano a Zaragoza, a participar en unos ejercicios militares con los yanquis, que tenían por costumbre asomarse a simular una guerra con los del Pacto de Varsovia. Un mes de polvo y sudor pasado por agua, mucho barro. El viaje en tren desde Córdoba a las proximidades del campo de San Gregorio, al norte de la ciudad del Pilar, fue una auténtica odisea, que daría para muchas entradas, pero nos ceñiremos al día en que tuvimos que salir casi nadando de aquellos barrancos. Las primeras jornadas lo fueron de calor y muchas carreras, subir a los toas para precipitarse por las pendientes de arena, simular ataques del enemigo imaginario, disfrazarse o camuflarse, pegar tiros, hacer volar peñuscos, no hacer caso al toque de diana y asomarse por la noche a la cantina por si el guripa al cargo nos pasaba algún dulce, fruta o yogur de extranjis, o para pedir tabaco a los americanos y hacer unos chistes a su costa. Así se iban los días. La cosa se hacía digerible hasta que los del alto mando ordenaron trasladar el campamento a otra zona menos expuesta a la sorpresa y aterrizamos en una depresión asaeteada por ramblas y torrentes secos, por donde parecía que en milenios no había caído una gota. Allí nos tiramos otras dos semanas expuestos al sol. Una mañana, sin embargo, se puso el cielo muy negro y empezó a llover sin descanso. Era el diluvio, el agua entraba por todas partes, las tiendas de campaña eran un coladero y pronto una pelota que rodaba. Resultaba absurdo cargar con la mochila y el cetme mientras todo se desmoronaba. Los vehículos se convirtieron en islas. En minutos la brigada quedó enfangada, atrapada entre barro, piedras y vegetación. Era intimidador, sobrecogedor, ver al ejército derrotado por la naturaleza. Los mandos daban órdenes inútiles que nadie escuchaba. Hubo un instante en que la situación se convirtió en un sálvese quien pueda. La tropa corría, resbalaba, se sujetaba donde podía. Reinó la completa confusión. Recuerdo perfectamente que intuí que aquel podría ser el último día de mi vida, pocas veces he visto la muerte tan cerca. Afortunadamente, aquella explosión de agua remitió sin previo aviso. Lo más jodido vino después, cuando hubo que sacar aquella ruina del lodo, ordenar y limpiar. Resultó patético ver a unas grúas rescatar del barro a algún que otro toa, de esos que hicieron la guerra de Corea. He de reconocer, que el retorno a la base de la que partimos, subido en el techo de un tanque, dejando a un lado y otro batallones y compañías hundidos en la catástrofe y la noche estrellada, fue espectacular. Los soldados deambulaban confusos, solos o en grupos, desconocían donde había terminado asentándose su compañía o el batallón. Algunos oficiales no lograban imponerse, no eran más que otro individuo vestido de camuflaje. No recuerdo donde dormí, creo que no lo hice. Un recluta, Pablito le llamábamos, nos confesó que había sido el peor día de su vida. Yo pensé que la guerra debía ser algo muy parecido a aquel desastre y deseé con todas mis fuerzas no tener ocasión de vivir una.
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