Rosa echó en falta a su marido a la hora de comer y ordenó a Pablo que fuese a buscarlo.
Antes de que se hubiese apartado lo suficiente de la casa le salió al encuentro Bartolo y le detuvo.
- Dile a tu madre que le baje una muda a tu padre, y algo de comer. Está en el cuartelillo.
El chiquillo corrió con el recado. Rosa palideció al recibir la noticia y buscó lo necesario, dejando al cargo de los niños la mesa.
- No tardaré, dejadlo todo preparado.
Al salir a la carretera se encontró con los belgas, que venían de la playa. Detuvieron el vehículo justo a su altura, conducía madame Camile, con sus características gafas de sol y el pañuelo floreado cubriéndole la cabeza.
- Madame Rosa, ¿a dónde va usted?
La anfitriona no supo qué responder, no quería alertar a sus huéspedes.
- Tengo algo importante que hacer, la comida está lista, pueden comer cuando lo deseen. Los chicos les atenderán.
La mujer, que la vio tan apurada, le preguntó por la causa de su preocupación.
- Nada, nada, es una urgencia. Tengo que bajar al pueblo.
La familia se bajó del coche, excepto Camile, que se ofreció llevarla.
- No, muchas gracias, no es necesario.
- Que sí, mujer, te llevo en un momento. No seas tonta.
Maurice la invitó a ocupar su sitio y Rosa, por no detenerse más, decidió aceptar la invitación, que estimó oportuna.
El coche giró en redondo y se dirigió al pueblo. El resto de la familia de la belga, perrito incluido, penetró impertérrito en la casa, deseosos de apartarse del sol y alimentarse.
Al otro lado de la carretera, un guardia apostado tras una encina observó alejarse el vehículo. Cuando desapareció de su campo de visión retornó a su obligación inicial, siguió vigilando el domicilio. Cualquier movimiento en los alrededores no se escapaba a su atención.
Esperaba paciente a que su compañero acudiese. Ya estaba aburrido de aquella tarea. Pero antes de que el otro llegase tuvo ocasión de encontrar una ocupación más distraída.
Descubrió a un tipo alto salir de entre la maleza de la cuneta, que con mucha cautela se movió hacia el porche de la casa. Por sus ademanes demostraba intención de rodearla o, quizás, de saltar el muro que daba al corral.
Movido por un resorte, sospechando que era el tipo que esperaba, Bartolo le dio el alto. El otro, se volvió hacia el lugar del que procedía la voz, y de inmediato echó a correr en sentido opuesto.
El civil salió de su escondite a grandes zancadas, en pos del que huía, desentendiéndose de lo que aconteciese en la casa a partir de ese preciso momento.
Las dos mujeres, mientras tanto, llegaron a la plaza. Rosa se avergonzó al darse cuenta de que todo el pueblo iba a verla bajar del coche, que, para más inri, conducía otra mujer, cuya indumentaria, además, no era precisamente la más discreta. Se iba a convertir en la comidilla de la vecindad.
Pero también sufría por el hecho de que la conductora averiguase el motivo de su desplazamiento. Por ello, antes de solicitar que se detuviese, prefirió que la otra condujese hasta la playa. En el instante en que las ruedas del vehículo patinaron sobre las chinas un prudente trecho, más allá de unas embarcaciones varadas, Rosa le rogó a la otra que la dejase allí.
- ¿Aquí?
- Sí, aquí mismo, Me viene bien.
- ¿Quieres que te espere?
- Oh, no se preocupe. Es mejor que vuelva a casa, la comida se le va a enfriar.
- No hay inconveniente, mujer. No estoy hambrienta.
Rosa estaba confundida, no sabía cómo quitarse de encima a su samaritana. Por fin determinó obedecer a su propuesta.
- Está bien, quédese aquí, pero mejor debajo de aquellos árboles, hace mucho sol. Ahora vuelvo.
Bajó del coche y se dirigió a una bocacalle próxima, desde donde dio un rodeo hasta la plaza. Evitando cruzarla, se fue acercando a una puerta lateral del cuartel, donde llamó y le abrieron.
La condujeron al calabozo, del que conocía perfectamente el camino, por haberlo recorrido en otras ocasiones. Encontró al marido ensangrentado por los golpes que le infringiera el de La Política, apoyado en un rincón de la celda. Apenas había luz.
- ¿Qué te han hecho? – le susurró.
- Bah. Nada. No te preocupes. ¿Y los chicos?
- Se quedaron en casa atendiendo a los belgas.
- Bien. No les digas ni pío.
- Te he traído ropa y un bocadillo.
Le limpió la sangre y le curó la herida como pudo. Después lo ayudó a vestirse.
- Ya me siento mejor – dijo el hombre con cinismo.
Rosa lo dejó descansando y fue en busca del sargento, que la recibió impasible.
- ¿Cuántos días va a estar aquí?
- No lo sé. Hasta que se aclaren las cosas.
- ¿Qué cosas?
- Asuntos de la policía. No puedo decirte más.
- Mi marido no sabe nada. ¿Qué culpa tiene él de la muerte de ese hombre?
- Ya te he dicho que no hay más, no puedo entorpecer la investigación – respondió el sargento, que tras meditar le hizo una pregunta -. ¿Hay algo que quieras comentarme? ¿Recuerdas algún detalle que se te hubiese pasado?
Rosa frunció el ceño.
- ¿Qué más puedo contar? Ustedes estuvieron en su cuarto y vieron lo que tenía.
- ¿Encontraste en tu casa una pluma?
- ¿Una pluma?
- Sí, una estilográfica.
Rosa quedó pensativa.
- No. ¿Por qué?
- Por nada. Otra cosa – dijo el sargento -, ¿os pagó la cuenta?
Rosa mudó de color, pero no se amedrentó.
- Sí. ¿Por qué?
- Tu marido me dijo que el señor Helmut os dejó a deber un mes.
La mujer se encogió de hombros. Se sintió acorralada. No supo por dónde seguir.
- ¿Pagó o no?
Rosa decidió confesar.
- Cuando lo encontré muerto en su cuarto, registré la maleta y tomé el dinero que nos debía.
- ¿Y no le dijiste nada a tu marido?
- No vi la ocasión. ¿Quiere que lo devuelva?
Antonio se levantó de su mesa, tomó un cigarrillo y lo encendió. Se acercó a la ventana y miró el ambiente de la plaza. Pocos eran los que a aquellas horas la transitaban.
En ese instante entró Bartolo, respirando con dificultad.
- A sus órdenes.
- ¿Qué haces aquí?
- Tengo que decirle una cosa importante.
El sargento le hizo una seña y salieron al pasillo.
- ¿Qué pasa?
- Seguí al fulano que estaba husmeando en la casa de ésta – aclaró en voz baja, refiriéndose a Rosa.
- ¿Y?
- Le perdí la pista. Corría como un condenado. Pero lo tengo identificado.
- ¿Quién era?
- El largo de los ojos torcidos. Ese que lleva semanas callejeando.
- Vaya. Otro de la misma remesa. Bueno, vete a descansar, no creo que vuelva por la casa.
El Catalán regresó al despacho y se encaró con Rosa.
- No debiste coger ese dinero, aunque te lo debiese.
- Lo siento don Antonio.
- Es igual. Lo que me interesa es saber si viste algo que te llamara la atención en la maleta.
- No había nada. Ropa sucia, su documentación. La verdad es que cuando encontré el dinero no miré más.
- Bueno. Déjalo. No te preocupes. Es mejor que vuelvas a casa. Tus hijos te estarán esperando.
La mujer, confundida, salió del cuartel. Su primera intención fue dirigirse al domicilio, pero recordó que la huésped la estaba esperando en la playa, por lo que corrigió su ruta.
Antonio, que la observaba desde la ventana del despacho, apreció su zozobra y optó por seguirla.
Salió del cuartel a toda prisa, con el tiempo justo de verla desaparecer al doblar una esquina. No tardó en averiguar que se reunía con la del coche.
Rosa encontró a Camile cómodamente sentada sobre una toalla contemplado el mar. Tenía la barbilla apoyada en las rodillas y se abrazaba las piernas. La amplia ala de la pamela que cubría su cabeza la protegía del sol. Y debido a la oscuridad de las lentes de sus gafas nadie podría asegurar si dormía o estaba despierta. Sin embargo, al oír las pisadas de Rosa a su espalda reaccionó con prontitud.
- ¿Ya estás aquí? Apenas has tardado.
A Rosa le costó admitir la aseveración de la otra, pero se limitó a sonreír. Camile se puso en pie y ambas se dirigieron al vehículo. Una vez que este arrancó, la conductora preguntó a su acompañante.
- ¿Todo bien?
Rosa no supo qué contestar. Pero algo le hizo hablar de otro asunto, fue como una iluminación.
- ¿No necesitaría usted en su país a una persona que le ayudase con los niños?
La belga quedó sorprendida por la oferta. Pero no censuró la propuesta, sino que prefirió conversar al respecto.
- ¿Por qué lo preguntas? ¿Es que quieres dejar todo esto y marcharte a trabajar fuera? – preguntó, esbozando una luminosa sonrisa de oreja a oreja.
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