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jueves, 21 de noviembre de 2024

Aquel profesor de literatura y música

Yo tuve y aún guardo en la memoria a un profesor de lengua y literatura que me dio clase en 2º de bachillerato, ya viviendo en Córdoba, que llamábamos don Víctor y también El Sapo. Era un individuo singular, siempre vestido con una bata blanca, como los de biología, imagino que para no mancharse de tiza. Como todo buen profesor de secundaria no sólo daba clase de lo suyo sino también de otras disciplinas como religión o música, estoy seguro de que, si le hubiesen dado la oportunidad, también matemáticas o inglés, aunque no supiese, porque incluso en estos tiempos que corren se dan tales situaciones, imagínate antes. Este don Víctor era un hombre agraciado, de blue eyes, con cierto aire a lo Freddie Mercury, pero más afeitado, con una boca demasiado grande de lado a lado, que le daban aspecto de personaje de cuento de hadas, donde el príncipe recuperaba su porte nobiliario con el beso, no consentido, de una agraciada dama, y de ahí su mote. Don Víctor era buen profesor, era un hombre paciente que pretendía dárselas de duro, sin conseguirlo. Llamaba a su mesa y te interrogaba sobre Quevedo, por ejemplo, sin que te hubieses tomado la molestia de repasarlo. A mí me preguntó una vez por la obra de aquel y le respondí que había escrito entremeses. A don Víctor no le pareció creíble el dato, pero le apunte que en mi casa tenía una antología del entremés y aparecía su nombre, de lo cual no estaba muy seguro, y se calló, pero creo que no me puso el positivo. No fue la primera ni la última vez que intenté dársela con queso. Las clases de música, por otra parte, eran muy entretenidas, se traía una flauta o nos hacía cantar a coro con ayuda de un libro de canto de color azul, que mi amigo Domínguez tenía lleno de caricaturas suyas. Esta pequeña pinacoteca nos proporcionaba gratos momentos y circulaba con cierta asiduidad por los pupitres. Allí estaba un sapo vestido con su bata, o tocando la flauta, en ocasiones acompañado de su mujer, la sapa, e incluso alguno de sus sapitos, y, sobre la mesita del comedor, una pecera con un renacuajo dentro. A mi me gustaba poner a don Víctor en un brete, con algún comentario inapropiado si se abría debate en el aula, cuando tocaba la tutoría. Un día, mucho tiempo después, me lo encontré en la estación de tren comprando un billete, nos saludamos y se acordaba de mi nombre. Tengo que mirar si en aquella antología venía o no Quevedo. No le pregunté a dónde viajaba, quizás no hubiese querido contármelo.

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