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domingo, 24 de noviembre de 2024

Oro nazi. Capítulo 19. Conversión y penitencia.



El Pistolas, después de la costalada, salió por piernas como pudo, tropezando y haciendo cabriolas, escupiendo maldiciones, condenando a la infancia y celebrando las virtudes de Herodes, el afamado rey judío de los relatos bíblicos. Recorrió varios metros a salto de mata hasta esconderse tras un murete de piedras de los que delimitan las huertas. Allí se detuvo un rato, al abrigo de unos alcornoques, en cuclillas, resoplando y sudando como un cerdo.

De la escaramuza con los pequeños llevaba como trofeos un descosido en la entrepierna y varios lamparones de cal y arena repartidos por la chaqueta y el pantalón. Vestía los zapatos sucios, la camisa al vuelo como faldón y la corbata tan desajustada que daba para dos cuellos. Su aspecto era el característico del que ha sufrido un serio varapalo, semejante al del que se mete en un encierro y es revolcado por un novillo.

Como abrigaba la intención de regresar al pueblo y no le agradaba que le tomasen por desaliñado, no le quedó otra que acicalarse para no llamar la atención más de lo que ya hacía por ser pública su presencia allí. Con esas premisas simuló como pudo su apariencia, cepillándose aquí y allí a base de enérgicos manotazos. Enderezando la compostura, remetiéndose los picos de la camisa bajo el pantalón, hasta dejarla bien tirante y sentirse cómodo; ajustándose el cinturón de nuevo para no perder la composición. Después se escupió en ambas manos para recomponer el peinado, igual que si fuese un gato, y en el pañuelo para quitarse mugre de la cara. Por esta razón se ayudó del mechero, que era metálico y le devolvía un retrato deformado del careto. Con los mismos avíos la emprendió con los zapatos hasta dejarlos más o menos lustrosos y negro el útil de tela, que hizo una pelota y tiró bien lejos. Cuando ya se sintió aderezado, retomó los ademanes fardones que le caracterizaban, se llevó un cigarro a la boca, calzó las gafas oscuras que acostumbraba y con impasible ademán se incorporó a la vía silbando bien alto el Cara al Sol, de cuya letra no conocía sino el arranque, pues el resto no le preocupó nunca.

Retornó así a la población, tan chulo como un ocho, sin otra mácula que el feo descosido a la altura del trasero, que simulaba con la chaqueta parda mussoliniana que lucía.

Caminado sin un plan previsto, ofuscado por los sucesos, rumiando la duda entre ir al cuartelillo a calentarle las orejas a José o dar otra vuelta acompañada de unas cañas, pero sin acabar de decidirse por alguna, terminó por entrar en la parroquia, que le salió al paso, como Dios a San Pablo, y estimó acertado el local para tomar el fresco y ordenar las ideas.

El templo estaba a oscuras, por lo que tardó un rato en habituar la vista y determinar los bultos.

Cristianos, pero muy católicos, había pocos a esa hora, salvo las beatas de rigor que consideran la iglesia parte del salón de su casa y se acomodan juntas en las primeras filas a rezarle al santo en venerable competición o seguir al cura en sus entradas y salidas, para ponerlo de vuelta y media después.

Romerales se acomodó en uno de los bancos del fondo, que era la entrada, a un lado de la nave lateral de la derecha que tenía en frente una capilla oscura donde destacaba la llamativa cruz de los caídos, amparada por una placa de mármol con el nombre escrito de todos los mártires que padecieron persecución en los alrededores durante la reciente cruzada. Allí dejó caer la vista, en el letrero de “Caídos por Dios y por España”, mientras se tentaba el roto del pantalón y acariciaba el modo de hacerse con otro al salir, pero no recordaba ninguna tienda salvo un colmado de todo un poco, en cuya puerta colgaban bañadores y bermudas para extranjeros, cuya oferta no le seducía.

Así dejaba correr los minutos, en estas elucubraciones, gozando de la fresquita que dan los edificios religiosos por la oscuridad y los techos altos, hasta que asomó por detrás del memorial un monaguillo pelón, perdido en un traje apropiado a su ministerio, pero de talla superior, y que se puso a encender velas con entusiasmo por la lumbre, proporcionando llama a unas y otras en caprichosa anarquía. Tras él, dándole instrucciones y cogotazos, el cura párroco, con cara de pocos amigos.

El Pistolas, así como vio moverse al último, y por sus hechuras y fisonomía, recordó a un tipo semejante que conoció durante la guerra, compañero de andanzas, hurtos y paseos. Incrédulo al principio, convencido después, dedujo que aquel individuo le resultaba muy familiar y no era otro sino el que sospechaba.

Se puso en pie, salió al pasillo y apoyando la mano en el respaldo de cada uno fue salvando los bancos camino de la capilla para cerciorarse de su presentimiento, y a cada paso que daba su corazón latía más fuerte, pues la duda se disipaba y convertía en certeza.

Se detuvo a un metro escaso del sacerdote, ignorante de su presencia, y acertó a llamarlo por su nombre.

- Julián.

El religioso sufrió una parálisis momentánea, igual que si le hubiesen arrojado un cubo con agua fría. Sin volverse al lugar del que provino la voz, ordenó al chico que marchase a colocar el misal, el leccionario y el Libro de la Sede en su correspondiente atril. Cuando desapareció de su vera se encaró con el visitante.

- Soy el padre Buenaventura, ¿Qué desea?

El Pistolas parpadeó un instante, pero no se dejó engañar.

- Vamos, Julián, que nos conocemos – comentó sonriente.

Derrotado, incapaz de negar lo evidente, el cura, con el ceño fruncido, se revolvió.

- ¿Qué quieres?

- Vamos, vamos. ¿Qué modales son esos? – cantó victorioso Romerales -. ¿Ya no quieres tratos con los camaradas?

- Chis. Baja la voz. Hace mucho que tú y yo no lo somos – respondió desabrido el viejo amigo.

- No te imaginaba tan beato y con ese hábito, con lo que te gustaba el fuego... 

- Yo tampoco te hacía a ti tan facha, con lo que te gustaba perseguirlos.

Romerales sonrió.

- Uno se adapta.

- Ya te veo, ya.

- Como tú. ¿Cuándo fue tu conversión?

Don Buenaventura, o Julián, resopló y adoptó una actitud muy digna.

- En la cárcel, pero la mía fue real. Allí tuve tiempo de reflexionar y decidir mi camino.

- Vaya, vaya.

- ¿Qué pasa? ¿No me crees? – objetó furioso.

- Claro, claro. No te pongas así. 

- ¿A qué has venido? – respondió con intención de cortar por lo sano cuanto antes.

- Ha sido casualidad. Pero seguro que tú sabías que yo estaba por aquí.

- En este pueblo se sabe todo.

- Todo no – observó con malicia.

Sin prestarle más atención, el sacerdote, apartándose de él, se aproximó al presbiterio, retiró el cubremantel del altar y comprobó que todas las toalletas para el oficio estaban limpias. Del mismo modo, revisó el cáliz y las vinagreras, la bandeja para la comunión y el resto de los enseres.

Romerales le siguió impertérrito, con las manos en los bolsillos y sin respeto al escenario que allí se preparaba, haciendo el papel de convidado inesperado o de personaje que se ha equivocado de obra y no casa con el argumento. Las beatas advertían ese contraste entre su presencia y la del sacerdote, que preparaba eficiente su representación.

En uno de sus giros tropezaron uno con otro, con la mala fortuna de hacer caer una escandalosa patena, que presuroso recogió del suelo el monaguillo, pero desató la ira del religioso, que ya empezaba a perder la paciencia.

El cura no estaba dispuesto a tolerar la actitud torpe, indiferente y provocadora del intruso. Además, se le echaba encima la hora de la misa y ya había revolver de feligreses en el templo, demasiado atentos, para su gusto, a la nueva situación.

- Sígueme – le dijo repentinamente al de La Política, que no replicó.

Se reunieron en la sacristía. El monaguillo, que resultó un mono eficiente, ya preparaba los ornamentos.

- Salvador, toma las canastas de las limosnas y ponlas a los pies del altar.

- ¿No se viste, padre? – objetó el niño.

- Este señor me ayuda, corre.

Romerales quedó de una pieza, al verse en aquel desafío. El otro le señaló un estante.

- Ahora me voy a vestir como corresponde y no como aquella vez, ¿recuerdas? Anda, ve dándome lo que te indique.

Romerales sonrió, recordó la anécdota a la que se refirió el camarada, la ocasión en la que asaltaron un convento y se vistieron con lo que pillaron más a mano que no fueron sino prendas como las que ahora tenía delante. Un camarada les hizo una foto. Por suerte no se les veía la cara en aquella, que tuvieron por gracia pintársela, y así no terminaron en el paredón como otros que participaron en la broma y denunciaron después.

- ¿A qué esperas?

Atento al cura, El Pistolas obedeció a sus instrucciones, pero sin acertar la más de las veces por su ignorancia a lo que le decían.

- Esa no, melón, la otra.

El sacerdote, atento a su tarea, le dedicaba a cada pieza bordada que recibía del otro una oración, unas en castellano y otras en latín, que sonaban misteriosas al foráneo y lo dejaban con la boca abierta. Con torpeza se las iba facilitando: el amito, el alba, el cíngulo, la estola y finalmente la casulla, y el cura se las iba poniendo solemnemente.

Cuando terminó la singular ceremonia y Romerales pudo contemplar a su antiguo colega de aquella guisa, coronado además por un bonete, perdió la confianza que le dio al principio la familiaridad y barruntó que aquél era ya otro.

- Y ahora quédate y luego hablamos si no tienes nada mejor que hacer – le instruyó Julián bajo su nueva apariencia, al tiempo que el monaguillo se ponía a su lado y ambos salían a escena.

Romerales permaneció un rato embobado, sin recordar dónde se había metido. Mezclando recuerdos aún vivos con los recientes acontecimientos.

Tardó un rato en salir a la misa, que ya avanzaba en el rito con su viejo amigo de protagonista situado frente al altar y dando la espalda a los fieles, rodeado de numerosas velas encendidas, efectuando movimientos aprendidos y repetitivos con mucha parsimonia.

Cuando llegó el momento de la lectura del evangelio, subió al púlpito y lo hizo primero en latín y después lo aclaró en castellano, con alguna licencia, apoyado por el silencio y la atención respetuosa de los reunidos. Su voz tronó bajo las bóvedas.

Se le escuchó esto:

<< En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a Cesarea de Felipe.

- ¿Quién dice la gente que soy yo? - preguntó Jesús.

-  Unos dicen que Juan Bautista, otros que Elías, y otros, uno de los profetas - le contestaron.

- Y vosotros, ¿quién decís que soy?

- Tú eres el Mesías – contestó Pedro. >>

Don Buenaventura recalcaba cada palabra de forma pausada, con acento grave, satisfecho desde su posición preeminente, sin perder de vista al viejo conocido que deambulaba perdido tras los gruesos pilares que sujetaban la vieja bóveda. Sabedor de lo supersticioso que era el otro, interpretó su papel con todas las herramientas que le proporcionaba la tradición, la institución y el traje.

En la homilía cargó contra los mentirosos, sin otro interés que el de amedrentar a Romerales.

Se alargó la misa lo que quiso el cura, los fieles miraban el reloj de reojo, y éste se regodeaba en sujetar a su conocido con alusiones al pecado y el Infierno.

Al punto que cesó la tempestad, los asistentes al oficio se marcharon aliviados. Quedó el templo vacío y don Buenaventura despidió al monaguillo, y reclamó la atención del amigo, al que notó tembloroso. 

- ¿Cómo se encuentra tu fe?

Romerales se rascó la cabeza.

- ¿Qué quieres de mí? - respondió al fin.

- Que recapacites, confiesa tus múltiples pecados. Yo lo hice, piensa en el Infierno. Tienes que evitar la condenación eterna de tu alma. ¿Qué dices?

El Pistolas retornó al mutis, cuando recuperó el temple acercó la boca al oído del cura.

- ¿No tendrás por ahí un pantalón viejo que prestarme?


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