Mi afición por el erotismo y lo que algunas consideran pornografía nació de la contemplación de obras de arte. Había, y hay, en mi casa una enciclopedia Salvat obra del insigne historiador José Pijoan, el autor de aquellos primeros tomos de la Summa Artis de Espasa Calpe, que cito por ser su obra más celebrada. La de Salvat era una historia del arte menos ambiciosa que esta última, con menos enjundia, pero más moderna y con fotos a todo color, imagino que también mucho más económica. La protegía mi padre en una de las baldas más altas de una estantería que ocupaba toda la pared del saloncito, aquel espacio que antaño tenían todas las casas para recibir las visitas. Era un cuarto pequeño pero muy rimbombante, con sillones modulares, una alfombra de gruesas hebras, (ideal para jugar a perder los madelmanes en la selva), una mesita para las pastas y el café de sobremesa, y una mesa de corte clásico, rodeada de muchas sillas. No sé ni cómo ni cuándo descubrí aquel tesoro de papel, sólo recuerdo que para alcanzarla tenía que subirme a la mesa y luego apoyarme en uno de los estantes. Movido siempre por la curiosidad, y aprovechando los ratos que por alguna razón u otra nos quedábamos solos en casa mi hermano y yo, trepaba hasta las alturas y me hacía con un tomo, para darle un concienzudo repaso. De este modo fui descubriendo que las mujeres de Creta llevaban las tetas al aire y que la diosa Afrodita se agachaba para taparse las suyas, pero enseñaba el culo. Los tomos del arte medieval me resultaban menos interesantes, sin embargo, el del Renacimiento era de mis favoritos. Allí había un montón de cuadros de gente que corría en pelotas y parecía pasárselo bomba. Uno de los más entretenidos era el jardín de las delicias de El Bosco, pero también los de Tiziano, en donde el común no solo perdía la ropa, sino que, además, el decoro y la sed a base de vino. En otro tomo se podían ver las dos versiones de la Maja de Goya, de las cuales yo ya conocía una por las bolsas de patatas La Maja, y era algo que me llamaba mucho la atención, que aquella señora hubiese terminado teniendo una fábrica de patatas fritas. Otro tomo muy chulo era el último, el de arte contemporáneo, porque se veía una estatua hiperrealista de una mujer sentada en cuclillas y le colgaban las tetas, aunque estaba muy seria y pensativa. Pero mi página favorita era aquella en la que había un cuadro de Tiziano, Tintoretto tenía uno parecido, en el que había una dama totalmente desnuda sobre un diván acompañada de un angelote, mientras un señor engolado la contemplaba y tocaba él órgano, y se titulaba Venus recreándose con el amor y la música. Realmente no entendía qué es lo que pasaba allí, pero me parecía fascinante. En fin, que, de este modo, me fui haciendo con una culturilla pictográfica hasta que un día descubrí lo que escondía el Interviú, pero eso ya era otra película.
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