El Pistolas fue puntual a su cita. Antonio le esperaba como en la anterior ocasión en la entrada principal del cuartelillo, junto a los suyos. Se saludaron con cierta frialdad. Romerales sugirió hacer el careo en el despacho del sargento, para intimidar al sospechoso rodeándolo con los símbolos del régimen. Pero el suboficial no estaba dispuesto a que le desordenase el cuarto o algo peor.
Al final determinaron que se haría en el pasillo que daba a las celdas donde se encontraba el sospechoso. Ambos se encaminaron al calabozo.
Al Pistolas le chocó que no hubiese ningún escribiente. Pero Antonio se lo aclaró antes de que preguntase el por qué.
- Tengo a la pareja en un asunto. Yo me encargaré de levantar acta.
Romerales se sonrió. Asoció la ausencia a su casual hallazgo, por el diálogo de los fulanos del callejón, pero se guardó de decir nada.
José los recibió en silencio, aliviado porque era el fin de la espera, pero no hizo gesto alguno que lo delatase. Miró de refilón al Pistolas porque, aunque curtido en aquellas entrevistas, nunca sabía a ciencia cierta con qué sujeto iba a topar. Ciertos ademanes del policía le resultaron familiares, alguna alarma sonó en su interior. Pero lo que tenía claro es que, por fea que se pusiese la cosa, no pensaba soltar prenda.
Romerales no lo identificó al principio, por la poca luz de interior, pero empezó a barruntar si no sería el mismo tipo de los higos y todo aquello una burla de los civiles.
El sargento abrió la celda e invitó a José a salir y sentarse en un taburete de tres patas que había en el pasillo, junto a una mesita coronada por una jarra de agua, un vaso, un cuaderno y un lápiz. Justo sobre su cabeza pendía una bombilla desnuda que colgaba de unos cables pelados que amenazaban descarga eléctrica. Una cucaracha hacía equilibrios para subir al techo.
Al Pistolas se le quedó la cara de idiota al ver la escasez de medios. Tampoco le hizo mucha gracia no encontrar un asiento. Sólo había una silla, que ocupó el sargento. Antonio se percató de la decepción del visitante, con cierto gozo.
- Luego haremos el informe a máquina. Esto es solo para tomar notas – explicó circunspecto antes de sentarse.
Romerales estudió el origen de la luz y advirtió que estaba muy alta, demasiado para hacer los juegos que a él le gustaban y que tantas veces había visto interpretar en las películas americanas de gánsteres.
- ¿No tiene un flexo? – preguntó con decepción.
El Catalán, que le había leído el pensamiento, le respondió muy suficiente.
- Yo me apaño con esta bombilla.
Antonio y José quedaron acomodados donde queda dicho y Romerales se situó de pie detrás del segundo.
Las primeras preguntas, que hizo el sargento, fueron las habituales, de oficio: nombre, edad, condición civil, lugar de residencia, trabajo, etcétera, etcétera. Pero sin prisas, Antonio jugaba con la paciencia del extraño.
El Pistolas echaba en falta la musiquilla de la máquina de escribir, el alegre galopar de las teclas sobre el papel que le sonaban a tamborileo marcial o de ametralladora, por lo que tardó un rato en habituarse al rasgar de la punta del lápiz sobre el papel y meterse en el personaje que más le gustaba. Pero, cuando se situó en la escena y le llegó el turno, no tardó en tomar la iniciativa y exhibir sus maneras.
- Vaya, vaya, José. Total, que no eres de aquí.
- Ya se lo he dicho al sargento – respondió lacónico el aludido.
- Si, es verdad. Muy lejos de tu tierra, ¿no?
- Pche. Esto también es España.
La observación incomodó al de La Social, pero se repuso de inmediato.
- Hombre, nos ha salido ingenioso el muchacho – comentó y empezó a moverse de un lado a otro, dando cortos paseos a ninguna parte. Empezó a tomarle gusto al eco de sus pasos, que se repetían en los recovecos de las celdas.
Antonio no le prestaba la mayor atención. Le dejaba actuar y dibujaba monigotes en los márgenes de la hoja.
- Bueno. ¿Qué puedes contarnos de Helmut?
- Lo que le dije al sargento. No hay más.
- ¿Estás seguro de que no se te olvidó nada?
- Seguro.
- ¿Sabías que era alemán?
- No le pregunté de dónde era. No se lo pregunto a nadie. Me limito a alquilar habitaciones.
- Hay que informar a la autoridad competente.
- Es lo primero que hago cuando acude alguien a mi casa. Pero no soy quién para hacer indagaciones.
Romerales se detuvo un instante. Quería romper la dinámica del diálogo.
- ¿No querrás que le pregunte a tu mujer o a tus hijos? Tal vez ellos sepan que era alemán.
- Ellos no saben nada.
- Ya veremos.
José no quería dejarse llevar por el pánico. Se limitaba al guion aprendido.
El de La Social se quitó la chaqueta, que acomodó en el respaldo de la silla, y se remangó las mangas de la camisa.
- Tú eres de Sabiote, ¿Verdad? – comentó, aunque se conocía el historial del preso.
- Ya lo he mencionado muchas veces.
- ¿Sabes lo que dicen de los de tu pueblo?
- Algo he oído.
- Se nota que eres de allí.
- Gilipollas hay en todas partes.
El guantazo sorprendió incluso a Antonio, por lo veloz en su ejecución. José lo recibió impasible y se quedó tan fresco, únicamente apretó los puños.
- Vamos a volver al principio – exclamó con tranquilidad el interrogador mientras se frotaba las manos -. ¿A qué se dedicaba Helmut?
- Ya se lo dije al sargento. Estaba todo el día en la casa. Sólo salía al anochecer, daba una vuelta y volvía a guardarse. Nunca crucé con él más de dos palabras.
- Vaya, vaya. Un tipo discreto – comentó El Pistolas.
- Eso me pareció.
- Sargento, ¿no tiene usted un palo?
Antonio frunció el ceño.
- Los americanos siempre hablan de las corrientes eléctricas. Tonterías. No hay nada mejor que un palo para hacer cantar – comentó El Pistolas.
- Déjate de palos y flamencos, y vamos al grano. No tengo todo el día – respondió el sargento cansado de las fanfarronadas del otro.
- Claro – respondió el de La Política y al tiempo que lo decía obsequió a José con un capón de refilón en la sien, que le hizo estremecerse de dolor.
- Coño – protestó.
– Tienes la cabeza muy dura, te la voy a ablandar una miajilla.
El Pistolas ya se iba calentando; venía la parte que más le gustaba, aunque le jodía no tener a mano siquiera un mango de escoba para explayarse.
- ¿Dónde hiciste la guerra, José?
- Donde me tocó.
- Vaya, vaya – comentó y al tiempo se sacó unos grilletes del bolsillo del pantalón con los que sujetó al sospechoso al respaldo de la silla -. Es para que no te caigas -, comentó haciéndose el gracioso, sin serlo.
José no opuso resistencia, lo sabía inútil. Antonio aguardó a ver dónde terminaba el otro.
El Pistolas sacó la suya muy ceremonioso y aplicó el cañón a la sien del de Sabiote.
- ¿Mataste a muchos fascistas? – murmuró sarcástico.
- Soló obedecía órdenes.
- Claro, claro. ¿Y por qué?
- Porque si no lo hacías te fusilaban.
- ¿Quién?
- Los comunistas.
Como respuesta, Romerales le tiró bruscamente de la oreja derecha mientras le clavaba la Star en el moflete del mismo lado, provocándole una dolorosa oposición.
- Cabrón, eso tuvieron que hacer contigo, fusilarte.
- ¡Romerales! – bramó el sargento.
- ¿Qué pasa? – objetó con desgana el agresor.
- Estás aquí para otra cosa.
- Este estuvo en Cartagena y fue procesado por lo del Olite – escupió.
- Aquello quedó aclarado en el juicio. Este hombre no era más que un soldado. Obedecía órdenes. No viene al caso – expuso Antonio, que conocía bien los antecedentes del detenido.
- Este era de los de la FAI, que me conozco su cuento.
- Mucho sabes tú – le soltó José con rabia, como el que lanza un dardo envenenado.
Antonio quedó confuso, sin entender aquella observación. Pero la reacción del de La Social fue violenta, la emprendió a golpes con el preso, usando la pistola como martillo sobre yunque, (la cabeza de José crujió), hasta hacerle sangrar a borbotones.
- ¡Confiesa, cabrón confiesa!
- ¡Romerales! – gritó El Catalán abalanzándose contra el ejecutor para sujetarle el brazo - ¿Qué haces? ¿Estás loco?
- Este mierda se ha creído que ya se ha escapado. Aquí lo sabemos todo y no se olvida nada. No nos chupamos el dedo - gritó en el forcejeo.
- ¿Pero a qué coño has venido tú a este pueblo? ¿A cazar rojos o a lo del alemán? – le espetó Antonio.
- ¡A las dos cosas!
- Tú eres un gilipollas – le dijo, al tiempo que le proporcionaba un empellón y le hacía perder el equilibrio a riesgo de caer al suelo.
Herido en su amor propio, El Pistolas alargó el brazo y encañonó con la suya al de la benemérita, que ni se inmutó.
- A ver si tienes huevos de disparar – le increpó éste.
Los dos quedaron enfrentados, mirándose a la cara, separados tan solo por el preso, que con la cabeza gacha temió por la vida del sargento.
Tras unos segundos que resultaron horas, se escuchó, en mitad del silencio, el ruido de unas gotas caer sobre el suelo. Un charco crecía bajo los pies de los hombres.
Romerales miró el suelo y rompió a reír.
- ¡Este mierda se ha meado! – celebró y bajó el arma.
Efectivamente, José se había orinado. El piso se cubría de un líquido oscuro y sanguinolento.
El sargento no perdió el aplomo.
- Ya hemos tenido bastante por hoy. No te quiero ver hasta mañana.
- Vaya, vaya. Pues no se hable más. Ya seguiremos – dijo Romerales bien pagado de sí mismo.
Se llevó la pipa al sobaco, se desarremangó la camisa y se puso la chaqueta con mucha parsimonia. Encendió un pitillo y marchó por el pasillo hasta la escalera silbando.
Antonio lo fulminó con la mirada.
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