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jueves, 17 de octubre de 2024

Oro nazi. Capítulo 12. Los Belgas.

 

Al llegar la noche, los huéspedes acudieron a cobijarse en sus habitaciones. Los niños corretearon de un lado a otro, en busca de los anfitriones, para jugar, ya se iban conociendo. Los cuatro menudos no mostraban dificultad para entenderse, pese a la barrera del idioma. Incluso iban aprendiendo unos de otros alguna que otra palabra o expresión, que utilizaban viniese o no a cuento.

El matrimonio Dumont manifestaba su habitual alegría y despreocupación. El marido reía por todo. La esposa, Camile, la única que dominaba el castellano, daba conversación a Rosa. Era dada a la charla y cualquier motivo era oportuno para iniciarla. La dueña de la casa se sentía muy acompañada cuando ella estaba, no tenía muchas distracciones y la belga se las proporcionaba en abundancia, hablándole de la vida en Bruselas o los viajes que acostumbraban a hacer por el continente. Todo lo que la extranjera le describía le sonaba a película de Hollywood y más de una velada se había quedado embobada con lo que oía contar sobre diversas capitales europeas. Descubría un mundo completamente distinto al que conocía y recapacitaba al respecto, comparado con el suyo, tan rutinario. Por otra parte, tal relación de novedades le permitían olvidar los recientes sucesos acaecidos en su casa, que la traían sobresaltada. La imagen del acosador se difuminaba y perdía el recelo que despertaba en su alma el recuerdo de aquél.

- Ah, qué bello es viajar. Hemos estado en tantos lugares. ¿No conoce usted París? Ah, la ciudad de la luz, debería visitarla con su marido alguna vez. Es una ciudad extraordinaria, llena de sorpresas y lugares inolvidables. El lugar ideal para una pareja de enamorados. ¿Verdad, Maurice? – parloteaba incesante madame Dumont.

- C´est vrai, c´est vrai – contestaba al instante el aludido, mostrando una alegre dentadura de dientes blancos como la nieve bajo su ridículo bigote.

José los dejaba charlando en el porche, desinteresado de los alardes de la belga, se apartaba lo suficiente y paseaba por los alrededores, encendiendo un cigarro tras otro, preocupado por diversas razones, laborales y personales, no sólo por la amenaza que sufría su mujer y él no acertaba a comprender. 

Cada vehículo que subía o bajaba la cuesta, cualquier persona que lo hiciese por la cuneta, despertaba sus recelos y hacía aumentar su sensación de inseguridad. Desde que acabó la guerra pasó a formar parte de los sospechosos. Su orientación ideológica nunca estuvo clara del todo, ni el bando al que perteneció realmente. Durante años había sido prudente y fiel a la versión que dio a los vencedores, que lo admitieron con reservas en el reino de los vivos. Lo cual no impidió que ocasionalmente saliese a relucir de nuevo su caso y volviesen los interrogatorios. Había asumido el delicado equilibrio en el que debía mantenerse para sobrevivir. Era consciente de que esperaban de él cualquier traspiés, una pequeña incongruencia en su discurso, para acusarle de crímenes de guerra.

Tras los acontecimientos de los últimos días se sentía vigilado, más de lo habitual. No contaba con muchos amigos en el pueblo y eso le hacía abrigar la recurrente idea de marcharse lejos cualquier día, sin avisar a nadie. Pero no se atrevía, por los hijos y por la seguridad que le proporcionaba la posición de la mujer, propietaria de una casa y una pequeña huerta, heredera de una familia pudiente venida a menos. Lo que imaginó que sería iniciar una nueva vida lejos de su tierra y libre de problemas se había convertido en un suplicio, una ratonera de donde era difícil escapar. Y en esas divagaciones se quemaba el alma.

Mientras los mayores actuaban como queda dicho, los niños jugaban en el corral seguidos del perrito faldero, entre risas y chillidos. Sin darse cuenta, empezaron a compararse. Se desafiaban en la carrera y después apostaron por la altura, aspectos en los que no se diferenciaban especialmente. Unas cosas trajeron otras y finalmente se vieron envueltos en una curiosa competición por ver quién tenía más cosas valiosas. Se había producido una enconada rivalidad entre ambas parejas.  La soberbia los cegaba y apoyaban su autoestima en la posesión de objetos materiales. De momento ganaban los belgas, porque presumían de sus juguetes caros y objetos fabricados en serie, pero desconocidos para los niños pueblerinos, como un chaleco salvavidas de color amarillo o un tubo de plástico con boquera de goma para poder respirar bajo el agua. Eso el chico, la niña presumía de una muñeca que hablaba cuando le tiraba de una anilla que tenía a la espalda, y de unas gafas de sol de colores similares a las que habitualmente usaba su madre. Su perrito, en comparación con el que lleno de moscas dormitaba en el patio atado a un pilar, también les daba muchos puntos.

Los locales no podían sino morirse de envidia, reconocer su miseria o su vulgaridad, y recurrían con cierto orgullo a una piedra blanca muy pulida o un pedazo de vidrio muy gastado por las olas, en el caso de Lucia, o a un tirachinas y una lagartija muerta en el de Pablo.

La desigual contienda encendía los ánimos de aquellos que veían perder su ascendente sobre los foráneos. Entonces, Pabló tuvo una oportuna inspiración y, sin valorar su alcance, indicó por señas a los émulos que lo siguiesen. Movidos por la curiosidad, los pequeños corrieron tras sus pasos a riesgo de tropezar con las irregularidades del firme y caer. Él los condujo al fondo del corral, allí donde no alcanzaba la intensidad de luz de la pequeña bombilla rodeada de insectos que lo iluminaba peor que bien.

Sumergidos en la oscuridad, siguiendo a su guía, alcanzaron los cuartos que en el pasado tuvieron alguna función y ahora no eran más que espacios de almacenaje, apartados de los que utilizaban como dormitorio en verano. Pablo se detuvo en la entrada del más retirado, uno que amenazaba ruina. y ordenó a los que le seguían que aguardasen allí. Se hizo a un lado y penetró por una rendija muy estrecha abierta entre la montaña de cosas acumuladas y la pared. Por un momento dio la sensación de que era engullido por la mole informe de aperos y sacos allí acumulados. Los pequeños contuvieron la respiración esperando su retorno. Sólo pudieron oír su forcejeo en el interior de la gruta artificial con un objeto no identificado.

Cuando volvió a asomar la cabeza, los llevó a un lugar algo más iluminado, justo bajo el alfeizar de la ventana de la cocina, donde se guarecía una salamanquesa que huyó precipitadamente. Allí, con la satisfacción pintada en el rostro, Pablo dejó constancia de la importancia de su tesoro, sabedor de su triunfo.

Los extranjeros quedaron admirados. Indiferente la pequeña Lucía, conocedora del recurso.

Pablo sostenía sobre sus manos, igual que si se tratase de una delicada joya, la Luger de Helmut, como fiel depositario del legado de su jefe. Lucía se encargó de anunciar a los otros que su hermano era el secretario del difunto, información que naturalmente no entendieron, por no conocer la lengua en la que se les transmitió, pero que no mermó el poder de la sorpresa producida por la presentación del fascinante instrumento.

El momento mágico se quebró al instante, pues la señora Dumont ya reclamaba a sus retoños para irse a dormir. Era la campana que anunciaba el final de recreo.

- Daniel, Cecille, il est temps d’aller dormir.

Silenciosos, muy sobrecogidos por la inaudita revelación del amigo, obedecieron a la orden materna como autómatas y abandonaron el área de juego con la sensación de derrota.

Pablo, muy satisfecho, seguido muy de cerca por su hermana, retornó al lugar secreto y depositó su mayor posesión donde la había cogido previamente, nadie podría encontrarla a menos que levantase todos aquellos chismes inservibles que la cubrían. Tenía intención de llevarse el secreto a la tumba, como se cuenta en los libros de piratas.


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