Eso de ir a la librería y que no tengan el libro que buscas es algo difícil de digerir. El proceso es silencioso pero latente. Te viene a la mente un título por el que sientes curiosidad, que has visto en alguna de esas páginas del internete donde lo venden de segunda mano pero muy caro, y en tu bendita inocencia crees que, por un golpe de suerte, van a tenerlo impoluto en el almacén de la librería más chachi piruli de tu ciudad, esa donde tú haces singulares hallazgos de higos a brevas y presentan libros de vecinos tuyos. Llegas con toda la ilusión del mundo y arrebuscas entre los anaqueles, cubriéndote de polvo y dejándote la vista, para terminar claudicando y tener que dirigirte al hortera, que te mira con benignidad santoral. Allí, junto a la pantalla del ordenador le das la referencia y te lo busca. No lo tienen. Y no te lo van a poder facilitar. Y te quedas con un disgusto muy grande que no te lo calma ni las obras completas de don Miguel de Cervantes. Entonces te pillas el último de García Lorca, Lorca y sus perros, que es lo último del falangista, y te marchas canturreando el romancero gitano, pero a tu aire, que no se rían de tí los Escobedo o los Cortés. Y haces un esfuerzo enorme por olvidar aquel título, que no te lo perdonarás en lo que de vida te quede. Los mejores libros serán siempre los que no leíste, pero imaginaste.
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