Romerales, tras dar cuenta del frugal menú del cuartelillo y contar a la anfitriona anécdotas de la capital, ganándose así su simpatía y acabando con la paciencia del marido, pasó la tarde recorriendo el pueblo, averiguando dónde podía pasar la noche. No le agradaba la idea de sufrir el catre del calabozo por bien que se lo hubiese pintado el sargento. Por tal motivo se hizo notar aún más en la localidad, no ocultaba que disfrutaba con aquella popularidad que su presencia generaba allí donde se presentaba, se sentía importante. En algún que otro garito le invitaron a un trago, con toda seguridad para ganarse un salvoconducto o lavar el buen nombre de un apellido indiciado. Algunos parroquianos, por su parte, aprovechaban para convertirse en confidentes y denunciar a algún vecino que les hacía la vida imposible o al que tenían rabia, o una cuenta pendiente. A todos atendía el de La Social entre copa y copa, aceitunillas y pescaitos fritos, aprovechando, decía, que no estaba de servicio. Iba así reuniendo, entre chistes y bromas de mal gusto, la información que le interesaba, para el asunto que le había traído u otros en los que andaba o venían de antiguo, y justificaban su sueldo. Nada caía en saco roto. A todo le sacaba partido, o se lo sacaría.
Por fin, después de mucho gastar suela y llenar la vejiga, dio con sus carnes en la casa de La Concha, un putiferio muy celebrado en el entorno donde acudían turistas y viajantes, a conocer, decían, los bailes españoles y en especial, los más avispados, la entrepierna de las bailarinas. El local se ubicaba en las proximidades de la playa, pero apartado del resto de las viviendas; tenía un par de pisos, y el bajo era el espacio abierto al público. La decoración era un maremágnum de adornos y objetos sin conexión que le daban un aspecto folclórico y rural, pero resultaba atractivo a los nórdicos. Cartelones de acontecimientos taurinos, banderillas y escarapelas, la cornamenta de un ciervo, peinetas, mantones de Manila, fotos de folclóricas y estampas de santos en los huecos de las paredes; varios pufs marroquíes repartidos por el suelo, columnas salomónicas de un retablo barroco coronadas de macetones con geranios y otras excentricidades conviviendo en buena armonía. Allí se unió el policía a la parranda, de las guitarras, las palmas, el taconeo, el ir y venir de volantes de lunares, tetas, muchas tetas y el tintorro peleón con el que la mayoría de los parroquianos claudicaba; y cuando le entró el sueño por seguir la jarana se acostó con una de Ronda, de piernas robustas, que en cuatro saltos no tardó en dejarlo para el arrastre, roncando como un cerdo después de revolcarse en el cieno. Momento que aprovechó la amazona para largarle un escupitajo de un luminoso verde limón en el entrecejo. Arropado de este modo, feliz como un niño, Romerales pasó lo que restaba de noche.
Al día siguiente, despertó el figura cuando casi era la hora de almorzar. No le dio mayor importancia, era reacio a madrugar. Sin perder la calma, cuando se situó y recordó dónde había rematado el día, se incorporó y buscó el modo de acicalarse. Pidió agua y le pasaron una escupidera llena, detalle que tomo a guasa, sin ver mala intención. Se aseó como pudo, tirando más agua al suelo que otra cosa y dejándose la mierda en las orejas para mejor ocasión. Tomó la camisa y el traje arrugado, condecorado de posos de café y coñac, y se vistió silbando el himno nacional. Antes de irse del antro soltó varias gracietas a la dueña del local y sus distinguidas discípulas, que se las rieron con paciencia y rabia contenida porque se hizo el longui a la hora de pagar el servicio. Y en el momento en que se cansó de dar la lata se despidió y se dirigió al cuartelillo, sin desviarse más que en una churrería que estaban cerrando, en la que hizo acopio de sustento.
El sargento le aguardaba en la mismísima puerta, al resguardo del dintel del portón con cara de pocos amigos.
- ¿Has desayunado? – le preguntó Antonio, a sabiendas de que lo había hecho por las pistas que traía en la mano.
- Unos churros ahí en la plaza – dijo, enseñando un par de ellos ensartados por un junco. Traía los dedos tan pringosos que reparo producía darle una mano.
- Lo tuyo no es la discreción, Romerales – manifestó con desagrado el civil -. Ya he ordenado a la pareja que traiga a José.
- Fenómeno. Ese ha contado todo antes de que salga el autobús de la una – expuso con suficiencia.
- ¿Ya tienes el billete? – cortó en seco el sargento.
- Ninguna prisa. Es un decir.
- Ah.
La vía pública ganaba actividad conforme avanzaba la mañana. Había cierta expectación entre los viandantes al advertir que las fuerzas del orden se reunían en la fachada principal del cuartel. Todo el mundo imaginó acertadamente, por costumbre, que algo estaba a punto de suceder. Ya circulaban rumores sobre una posible detención y se mencionaba algún nombre.
Cuando acudió José escoltado por los dos números, uno a cada lado, cesaron las cábalas. Venía con la cabeza gacha, mirándose los pies. Unos callaron y otros exigieron al resto un reconocimiento a sus sospechas. “Ya lo decía yo”, “estaba cantao que venía por éste”, “siempre sospeché que era rojete”, comentaban los últimos para darse importancia. Hubo quien mencionó la mala fortuna de la mujer y los hijos.
Sin embargo, el hecho de aparecer en la plaza, custodiado como queda dicho, pero cargando con una espuerta repleta de higos chumbos no hizo sino sembrar cierto desconcierto y generar nuevas controversias.
Lo habían sorprendido no muy lejos de la casa, cerca de la chumbera, con la carga que traía. No era asunto de mucha importancia, pero como todo tiene un amo, la autoridad se aprovecha de cualquier motivo para amedrentar al sospechoso; y, en este caso, a los guardias le vino que ni pintado encontrarlo en tales circunstancias, con las manos en la masa. José maldijo su mala suerte, pero era consciente de que el motivo de la declaración iba a ser otro.
Incluso Antonio zozobró frente a la estampa del sospechoso, por inesperada, pero consideró que podría ser oportuno para desviar la atención y no generar más incertidumbre entre los vecinos.
Por otra parte, era la excusa perfecta para fastidiarle el plan a Romerales, que ya se hacía en Granada.
Romerales no pensó en nada más que en el personaje que se acercaba escoltado. Como no lo conocía físicamente, tampoco le ayudó la facha que traía, por lo que concluyó que no era el que esperaba.
- Vaya, vaya –comentó el sargento cuando tuvo delante a José -. ¿Esto qué es? No sabía que te dedicases a robar fruta.
- Usted sabe, mi sargento, que todos en este pueblo toman higos de la chumbera de la rasante, no soy el primero ni el último – se excusó el sospechoso.
- Ya, ya. Pero es a ti a quien hemos pillado. Ahora nos vas a explicar que pensabas hacer con esto y a pagar la correspondiente multa. Bartolo, lleva eso a la cocina y conduce a éste al calabozo. Luego hablaremos.
Así como entraron los tres, Antonio modificó el programa y despachó a Romerales.
- De momento vamos a dejar para más tarde la entrevista. Ahora quiero aclarar con este fulano lo de la fruta.
- No me jodas.
- No me hables así.
- Voy a perder La Alsina.
- No es mi problema.
- Tengo cosas que hacer en Granada.
- Nadie te retiene. Tú veras.
Al de La Política no le hizo gracia el cambio de planes. Estaba deseando algo de acción, acabar temprano y volverse para casa con el deber cumplido, y aquello le ponía de los nervios. Pero se guardó de expresar su disgusto y cerró la boca apretando los dientes.
Antonio le miraba con el rabillo del ojo y se regocijaba por dentro notando el mal simulado gesto de frustración del otro.
Mientras tanto, uno de los guardias condujo al sospechoso al abrigo de la umbría que daban los calabozos, y lo dejó instalado en uno.
- ¿Me vais a tener mucho rato aquí? Por lo menos dad razón en mi casa de que estoy preso.
- No te quejes. Ya se lo habrán contado a tu mujer, aquí las noticias vuelan.
José no quedó muy conforme, le reconcomía una preocupación.
- Dile al sargento que quiero decirle una cosa, es importante.
- Vaya. ¿A qué viene esa prisa? ¿No podías habérselo dicho antes?
- Es urgente. Hazme el favor – suplicó José.
Al apreciar cierta preocupación en el tono del preso, el guardia buscó a su superior para hacerle la confidencia, con discreción, para que El Pistolas no se coscase.
- Mi sargento. Que dice su mujer que entre un momento.
El Catalán quedó en suspenso, a sabiendas de que su mujer no estaba. Pero siguió la corriente al subordinado para no levantar la liebre.
Romerales se revolvió.
- ¿Cuándo vuelvo?
- De aquí a un par de horas.
- ¿Con la caló?
- ¿No querrás que lo hagamos por la noche?
Dejó al Pistolas en la puerta, con Bartolo de cancerbero y se fue por intuición al calabozo. Allí encontró al otro esperándole sumido en la congoja.
- ¿Qué pasa José?
- Mi sargento – dijo el preso agarrado con ambas manos a los barrotes -. Tengo miedo por mi mujer. Hay un tipo rondando la casa desde hace días, desde la muerte del alemán.
El guardia lo escuchó incrédulo.
- ¿Y ahora lo dices?
- No quise darle importancia, por no asustarla, pero como se va a quedar sola…
Antonio se rascó la coronilla al tiempo que rezongaba.
- ¡Explícate!
- Un día se metió en la casa y la amenazó con hacerle algo a los críos.
- ¿Por qué motivo?
- Parece ser que quería algo que pertenecía a míster Helmut. Pero nosotros no tenemos nada.
- ¿Cómo es?
- Mi mujer nunca ha podido verle la cara.
- ¿Y su voz?
- A ella le resultó extraña, pero no sabría decirle más.
El sargento, quedó pensativo. Empezó a sospechar que la muerte que había detrás de todo aquello no era tan fortuita como supusieron al principio.
- Bueno. No te preocupes. Le diré a una pareja que se pasee discretamente por tu casa a ver qué ve – dijo -. Otra cosa. No quiero que le cuentes nada de esto al tipo que estaba conmigo en la puerta, ¿estamos?
- Sí, mi sargento.
Tras el intercambio de pareceres, Antonio se salió con Bartolo a la puerta de la calle y buscó con los ojos a Romerales, pero este ya se había perdido entre la gente.
- Bartolo. Te quiero a ti o a Manu en la casa de la Rosa. Y el que no se quede allí que me vigile al Romerales.
- Sus órdenes, jefe.
- Te la estás jugando – le recordó El Catalán con mal gesto.
- ¡Mi sargento! – respondió cuadrándose.
Los dos subalternos se juntaron y salieron a una en direcciones opuestas. Antonio los contempló alejarse, procesando la información que había recibido de José.
El Pistolas ya andaba lejos, buscando la sombra, para evitar el sol y el calor, se dedicó a callejear como el día anterior. Como no iba muy pendiente de donde ponía los pies, al girar en una bocacalle chocó con un tipo alto y, por la envergadura de aquel, casi termina en el suelo. Se revolvió furioso, con la valentía que le daba saber que tenía una pistola a la altura del sobaco y formaba parte de las fuerzas de seguridad del Estado. Pero al ponerse cara a cara con el otro, le flaquearon las piernas. Enfrente tenía un sujeto membrudo de mirada extraviada, con un ojo que parecía no mirar a ninguna parte. El detalle no era insignificante para el de la político-social, pues, pese a la chulería, sufría de superstición por ser nieto de santera. Su primera reacción fue cruzar los dedos al posible mal que irradiase el otro.
El largo se excusó con educación y al hacerlo con acento extranjero Romerales, haciendo el cangrejo, se desinfló del todo.
- No pasa nada, hombre, un tropiezo lo tiene cualquiera – respondió con una sonrisa forzada, apresurando el paso para evitar cuanto antes el mal fario del desconocido, que dedujo tendría por el manifiesto estrabismo.
Ya no tuvo más fijación que la del encontronazo, por más que intentó pensar en otra cosa. No hallaba el momento de volver al cuartel para ocuparse de lo que le había traído hasta aquel pueblo, y olvidar así cuanto antes lo acaecido. Deambuló como nave sin piloto hasta que, por casualidad, al entrar en un callejón yermo, que parecía deshabitado, se encontró con una furgoneta decauve que obstaculizaba el paso. Iba a volverse por donde había venido cuando notó la presencia de un grupo de individuos al otro lado. Descargaban fajos y hablaban entre sí muy quedos. Le resultaron sospechosos desde el primer instante. Advirtió que era la ocasión deseada para cambiar de tema que no fuese el maldito ojo. Metido en faena, parapetado tras el morro del vehículo, aplicó el oído para escuchar qué se traían entre manos los aludidos.
- Esta noche no hay tarea.
- ¿Por qué? – protestó alguien.
- Está la cosa muy achuchada.
- ¿Qué quieres decir?
- Mucho movimiento.
- ¿Lo dices por lo del José?
- Es mejor dejarlo por unos días. Bueno, éste es el último. Llévate la camioneta.
Romerales, ahora más despierto, reculó y se fue al extremo del callejón para que no lo descubriesen. Se ocultó en el hueco de una puerta dando la espalda a la vía, como el que hace una necesidad imperiosa, y esperó a que el vehículo saliese. Después, volvió por donde vino y recorrió el callejón hasta el final, donde vio a los otros descargar.
Reinaba el silencio más absoluto y todo estaba cerrado a cal y canto. El portón de la cochera donde estuvieron guardando los bártulos de la camioneta parecía una muralla inexpugnable. Romerales miró con detenimiento el acceso cerrado. Incluso se pegó a la madera y puso la oreja para intentar escuchar algo en el interior. Pero fue inútil porque no era sino una entrada a un patio, cosa que él no podía imaginar. Sin embargo, tuvo la ocurrencia de estudiar el firme en derredor y así halló un paquete de cigarros americanos, nuevecito, sin abrir, aunque aplastado. Se había quedado pillado entre la pilastra del marco de la puerta y esta. Lo extrajo con satisfacción y se lo llevó al bolsillo. Dio por acertada la pesquisa y se aplicó a otra tarea. Consultó el reloj y comprobó que aún era temprano, lo suficiente para tomarse unas cañas en un chiringuito antes de “entrevistar” al fulano. Por lo demás, su indagación no pasó desapercibida, sin que él lo sospechase, pues desde una ventana cercana, tras una persiana verde de madera, alguien lo estuvo acechando.
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