Un día memorable fue aquel en el que cursando la EGB, quinto curso, don Evelio, que era el maestro de todo un poco y hábil repartidor de guantazos, pidió un voluntario para recitar el poema que ese día aparecía en la lectura del libro de Lengua y Literatura. El poema no era otro sino el de La canción del pirata, esa de Espronceda, que todos conocíamos en parte, pero no por completo. He aquí que surgió de entre los pupitres, como el que se asoma por la proa del buque, nuestro compañero Fernando Cembrero, que lo sabía enterito y estaba dispuesto a superar el trago. Se puso de pie. A un lado dejó el libro y mirando al infinito, muy serio y muy formal, como exigía la circunstancia, puso en el aire el poema y creó la atmósfera en la que se desenvolvía el pirata. Uno a uno entonó cada verso, sin pausa y sin tropiezo. Se produjo un silencio imposible en una que aquellas pobladas aulas, porque Fernando con su aplomo y conocimiento nos dejó sin habla. Ya estábamos subidos al barco, algunos trepaban el mástil, otros afilaban los cuchillos, uno izaba la bandera del cráneo y los huesos, aquel se ajustaba la pata de palo, el otro se colocaba bien el parche del ojo; ese día Fernando fue nuestro capitán. Hay derivas inolvidables, aquella no la superó Homero.
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