De los momento de la infancia era épico el ritual de la sandía, ese postre indispensable del verano. Se compraba la más grande cuando nos juntábamos todos los primos y se hacía tajadas respetando el centro, que mi abuela llamaba corazón y reservaba a mi tío que era su favorito, aunque lo disimulase. El juego o la gracia consistía en decir que no nos gustaba, tomar la porción entre las dos manos, probar un poquito y, tras saborearla, hundir la cabeza en ella y ventilárnosla en un periquete. La celebrada hazaña concluía con pulpa y jugo de sandía por todas partes, alguna que otra amenaza de ahogo, toses y muchas risas, después las tías repartían tortas o cachetes. Las sandías siguen estando buenas, pero he de reconocer que ya no son tan divertidas como entonces, quizás porque ya no juego a probarlas o mi abuela no esté para cortarlas.
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