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domingo, 13 de octubre de 2024

La garita del suicida

La garita era un sitio ideal para pegarse un tiro. Raro era el reemplazo que no tenía en su nómina un par de suicidas, o más. El recluta, guripa, veterano, abuelo o bisa, de todo había, se disparaba una bala por debajo de la barbilla, para que saliese por lo alto del cráneo, y agujerease la gorra, no se sabe con exactitud si por voluntad propia o por juguetear. Las garitas rodeaban el perímetro del cuartel, y algunas estaban muy, muy retiradas, de aquel. Las había modernas y otras de cuando Franco era cadete. Unas tenían luz y telefonillo, y otras ni cristales en la ventana. El paso por la garita se hacía largo, un par de horas a altas de la madrugada. La primera era llevadera, la segunda se hacía eterna. A lo lejos se veían las luces de un pueblo cercano, las de los coches por la carretera y muchas estrellas en el cielo. En ocasiones, de la oscuridad surgía un oficial con ganas de hacerse unas pajas y te daba conversación. Era conveniente ser escueto. Hubo gente con un buen permiso tras un refuerzo, todo hay que decirlo. Otros, sin embargo, sufrían errores en el cuadrante y se chupaban dos garitas y una puerta en la misma noche. Recuerdo que después de una de aquellas me di de bruces con un pilar camino del barracón, generando esa alegría tan propia de los cuarteles ante la desgracia ajena. El refuerzo era más jodido que la imaginaria. En pie, con el cetme apuntando a la oscuridad y cubierto por un trescuartos o una manta, buscabas el modo de acomodarte contra alguna pared sin conseguirlo. Después de canturrear canciones y recordar chistes aún daba tiempo para imaginar muchas cosas, entre otras cómo se las apañaban algunos para apretar el gatillo y acabar de una vez la mili. Es posible que, con la tontería de probar, se descubriese el modo.


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