Antonio despidió a Romerales hasta la hora de comer. Desde la ventana comprobó cómo se dejaba tragar por una cercana tasca. Cerciorado de su desaparición, se volvió hacia el mueble repleto de archivadores que tapaba la pared donde estaba la puerta de entrada al despacho. Cogió uno y lo abrió. Se puso a buscar entre todos los escritos que había dentro hasta que dio con el que buscaba, que sacó de inmediato y puso sobre la mesa.
A continuación, encendió un cigarro y se colocó las gafas. Con el papel en la mano fue hacia a la ventana, para aprovechar mejor la luz que entraba, y se puso a leer su contenido. Era la declaración que Helmut hizo el día que acudió al cuartel. El sargento recordó al sujeto en cuestión. En aquella primera entrevista le resultó un tipo afable y simpático, con un buen sentido del humor. En ningún momento renegó de su credo político, pero, llegado el caso, se permitía la licencia de bromear sobre el mismo, incluso imitó al führer.
Las letras del texto ponían en evidencia el estado de la máquina. Los brazos metálicos de algunas teclas se habían desviado por el uso, y el molde dejaba una huella fuera de la línea de escritura. O el papel presentaba un pequeño orificio si una de aquéllas se había pulsado con más energía de la conveniente. También se advertían los errores, las correcciones y las manchas. No faltaban las firmas y el sello. La de Helmut resultaba improvisada, indecisa. Todo le proporcionaba al conjunto un curioso carácter humano, pese a la frialdad y monotonía de las fuentes de metal, domesticadas por el desgaste de su empleo como queda dicho, empleadas para dejar constancia de aquella lejana conversación aparentemente intrascendente.
Leyó con más atención algunas de las frases, las que reproducían las ingeniosas respuestas de Helmut, sin poder evitar una sonrisa en los labios. Fue deteniéndose en las que le resultaron más chocantes y entonces no, pues ahora podía hacerlo con otra perspectiva, tras el óbito.
Profesión: viajante.
Se llevó la mano a la barbilla y se la mesó como si la tuviese poblada y formase una perilla. Era un acto reflejo que acostumbraba a hacer cuando reflexionaba.
- Bartolo – llamó.
- Sus órdenes – respondió el subordinado desde la calle.
- Entra un momento.
El otro asomó al instante por el despacho.
- Bartolo, ¿tú recuerdas alguna agenda o folleto en el interior de la maleta del alemán?
El aludido enmudeció unos instantes.
- Sólo había ropa sucia, algo de dinero, la documentación… ¿por qué lo dice?
- Porque este hombre era vendedor y lo normal es que llevase un muestrario de su producto.
El guardia se encogió de hombros.
- Estaba de vacaciones.
- Puede que no. José nos dijo que se traía entre manos un negocio.
- Es verdad.
Los dos quedaron en silencio. El humo del cigarro que dejó olvidado en el cenicero se deslizaba sinuoso hasta las alturas, lento y caprichoso en sus formas, como una bailarina desnudándose de velos.
- Y la pluma, mi sargento.
Antonio espabiló.
- ¿Qué?
- La pluma del nazi. No estaba en la maleta.
El suboficial recordó vivamente el momento en que Helmut había estampado su firma en el registro con una elegante pluma estilográfica Montblanc de color negro. La horquilla plateada del capuchón reproducía la figura de un águila del III Reich. Una pieza de coleccionista que despertaba la atención e interés de cualquiera.
- Es cierto.
- ¿La tendrá el José?
- Quizás.
Antonio se perdió de nuevo en sus razonamientos. No fue más que un instante.
- Bartolo. Ni una palabra a Romerales.
- Sí, jefe.
- Como vuelvas a llamarme “jefe” te arrestó una semana. Ya no estás en los carabineros, a ver si te enteras – le dijo alzando la voz.
- A sus órdenes, mi sargento – respondió cuadrándose.
- Voy a salir. Quiero hacer una averiguación. A Bernarda le dices que ha surgido una urgencia, pero que vuelvo pronto. Que empiecen a comer sin mí si tardo.
- A sus órdenes.
Cuando el sargento se quedó solo tomó el teléfono, y ordenó a la operadora que le pusiese con la comandancia de Granada. El Catalán permaneció atento al auricular unos segundos, hasta que le dieron línea.
- Hola, sí. Buenas tardes… Antonio… Hombre… ¿Qué tal la familia? Nosotros bien… Me alegro. Oye, te llamo por un asunto… Pues mira, la muerte de un alemán que estaba por aquí de vacaciones… Pues no lo sé. Por eso llamo… Helmut Kiecke, creo, o algo así. Es lo que apuntamos… Espera que mire la firma… No entiendo bien la letra… Eso… Vale, espero.
Con habilidad encendió otro Jean mientras sujetaba el aparato, haciendo pinza con el cuello y el hombro. Después, entre calada y calada, jugueteó con el cable hasta que le respondieron.
- Aquí sigo… Ajá… ¿La embajada alemana?... De los que salieron pitando en el 45. Ya, ya… ¿Cajero?... El consulado de Barcelona… Vaya, vaya… No sabía nada… Nada, no me ha dicho nada… Pues muchas gracias, ya te contaré…
Cambió alguna que otra impresión más con su correligionario, que lo atendía solícito al otro lado del aparato, y dio por terminada la conversación. Acabó el cigarro y meditó sobre la misma mientras contemplaba el retrato del Duque de Ahumada, serio como cualquier militarote del XIX. A su cerebro acudió otra imagen, de su juventud. Recordó unas órdenes y las prisas. Tiros. Aquel verano el mundo se volvió muy complicado. Tenían que tirar contra los militares en lugar de contra los anarquistas.
El ladrido de un perro le sacó del pasado.
Después decidió acercarse a la casa de José, o Rosario, como lo llamaban los vecinos.
Una vez que se vio en la calle, sin mucha prisa para no levantar sospechas, se dirigió primero a la playa para dar un paseo sin rumbo. Cuando lo estimó prudente, después de un rodeo considerable, se encaminó a la salida del pueblo, donde se alzaba la casa de Rosa.
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