Yo a Paul Auster, el escritor de origen judío que murió hace unos años en New York, lo conocí por el guión del cómic que ilustró Mazzucchelli, La ciudad de cristal, hace décadas. Mazzucchelli era y es un dibujante muy novedoso y rupturista, que hoy día trabaja como profesor en Rhode Island School of Desing, pero que se dedicó a dibujar Dare Devil, Born Again, el ciego con superpoderes, y se codeaba con Frank Miller en Batman: Año Uno. Por ahí lo conservo. En realidad, conservo todos, incluso el de Asterios Polyp, que es una adaptación de la Odisea de Homero. Ya digo que a Auster lo conocí por el cómic. También por el guion de la película Smoke, pero sin saberlo, que me gustó mucho, muy real y urbana. Pero no quiero engañar a nadie, leí el cómic porque me gustaba el dibujante, y sobre todo por recomendación, que era de sus favoritos, del hoy poeta Javier Fernández, pero entonces estudiante de ETEA, dibujante de tebeos y reportero de la historieta, en fanzines cordobeses. Por cierto, tenía un perro salchicha, muy simpático, con problemas para subir un escalón. Mucho tiempo después me encontré un libro de Auster, con el mismo título, de la editorial Anagrama, con portada amarilla, que incluía la historieta, pero no me lo compré porque ya tenía lo que me interesaba. Volví repetidamente a sus viñetas a lo largo de mi juventud y madurez, para no enterarme de nada, pero disfrutando de ese desconcierto, semejante al de imaginar que un día me pondría a levantar un negocio de automóviles o algo por el estilo, a sabiendas de que jamás lo haría. Un día, en una feria del libro, de esas de los institutos por gracia del AMPA, mucho antes de que Paul Auster muriese, una compañera del IES, de literatura, Piedad se llamaba, pero en apoyo, me recomendó su lectura, porque según lo que había leído de mí, también a Paul le gustaba enlazar historias. Y entonces me señaló un libro muy gordo con título de número de lotería, 4321, de los que no tocan. Lo compré por no hacerle un feo y lo aparqué en la estantería de casa hasta olvidarlo por completo. Y ahora que ando escaso de pasta y espacio, lo he encontrado y desempolvado, y me lo estoy leyendo. Es un libro que, efectivamente, cuenta muchas cosas, naderías, pero que entretiene y engancha; es como la serie de 24 horas, aquella de Kiefer Sutherland, pero sin tantos atentados y situaciones límite, americana y que no lleva a ninguna parte. Muy parecida también a esos programas sudistas de casas de empeño o búsqueda de tesoros. Creo que en cuanto que me la ventile voy a verme unos episodios de alienígenas o algo por el estilo, la cultura popular americana da para mucho.
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martes, 5 de noviembre de 2024
lunes, 4 de noviembre de 2024
Oro nazi. Capítulo 15. La samaritana.
Rosa echó en falta a su marido a la hora de comer y ordenó a Pablo que fuese a buscarlo.
Antes de que se hubiese apartado lo suficiente de la casa le salió al encuentro Bartolo y le detuvo.
- Dile a tu madre que le baje una muda a tu padre, y algo de comer. Está en el cuartelillo.
El chiquillo corrió con el recado. Rosa palideció al recibir la noticia y buscó lo necesario, dejando al cargo de los niños la mesa.
- No tardaré, dejadlo todo preparado.
Al salir a la carretera se encontró con los belgas, que venían de la playa. Detuvieron el vehículo justo a su altura, conducía madame Camile, con sus características gafas de sol y el pañuelo floreado cubriéndole la cabeza.
- Madame Rosa, ¿a dónde va usted?
La anfitriona no supo qué responder, no quería alertar a sus huéspedes.
- Tengo algo importante que hacer, la comida está lista, pueden comer cuando lo deseen. Los chicos les atenderán.
La mujer, que la vio tan apurada, le preguntó por la causa de su preocupación.
- Nada, nada, es una urgencia. Tengo que bajar al pueblo.
La familia se bajó del coche, excepto Camile, que se ofreció llevarla.
- No, muchas gracias, no es necesario.
- Que sí, mujer, te llevo en un momento. No seas tonta.
Maurice la invitó a ocupar su sitio y Rosa, por no detenerse más, decidió aceptar la invitación, que estimó oportuna.
El coche giró en redondo y se dirigió al pueblo. El resto de la familia de la belga, perrito incluido, penetró impertérrito en la casa, deseosos de apartarse del sol y alimentarse.
Al otro lado de la carretera, un guardia apostado tras una encina observó alejarse el vehículo. Cuando desapareció de su campo de visión retornó a su obligación inicial, siguió vigilando el domicilio. Cualquier movimiento en los alrededores no se escapaba a su atención.
Esperaba paciente a que su compañero acudiese. Ya estaba aburrido de aquella tarea. Pero antes de que el otro llegase tuvo ocasión de encontrar una ocupación más distraída.
Descubrió a un tipo alto salir de entre la maleza de la cuneta, que con mucha cautela se movió hacia el porche de la casa. Por sus ademanes demostraba intención de rodearla o, quizás, de saltar el muro que daba al corral.
Movido por un resorte, sospechando que era el tipo que esperaba, Bartolo le dio el alto. El otro, se volvió hacia el lugar del que procedía la voz, y de inmediato echó a correr en sentido opuesto.
El civil salió de su escondite a grandes zancadas, en pos del que huía, desentendiéndose de lo que aconteciese en la casa a partir de ese preciso momento.
Las dos mujeres, mientras tanto, llegaron a la plaza. Rosa se avergonzó al darse cuenta de que todo el pueblo iba a verla bajar del coche, que, para más inri, conducía otra mujer, cuya indumentaria, además, no era precisamente la más discreta. Se iba a convertir en la comidilla de la vecindad.
Pero también sufría por el hecho de que la conductora averiguase el motivo de su desplazamiento. Por ello, antes de solicitar que se detuviese, prefirió que la otra condujese hasta la playa. En el instante en que las ruedas del vehículo patinaron sobre las chinas un prudente trecho, más allá de unas embarcaciones varadas, Rosa le rogó a la otra que la dejase allí.
- ¿Aquí?
- Sí, aquí mismo, Me viene bien.
- ¿Quieres que te espere?
- Oh, no se preocupe. Es mejor que vuelva a casa, la comida se le va a enfriar.
- No hay inconveniente, mujer. No estoy hambrienta.
Rosa estaba confundida, no sabía cómo quitarse de encima a su samaritana. Por fin determinó obedecer a su propuesta.
- Está bien, quédese aquí, pero mejor debajo de aquellos árboles, hace mucho sol. Ahora vuelvo.
Bajó del coche y se dirigió a una bocacalle próxima, desde donde dio un rodeo hasta la plaza. Evitando cruzarla, se fue acercando a una puerta lateral del cuartel, donde llamó y le abrieron.
La condujeron al calabozo, del que conocía perfectamente el camino, por haberlo recorrido en otras ocasiones. Encontró al marido ensangrentado por los golpes que le infringiera el de La Política, apoyado en un rincón de la celda. Apenas había luz.
- ¿Qué te han hecho? – le susurró.
- Bah. Nada. No te preocupes. ¿Y los chicos?
- Se quedaron en casa atendiendo a los belgas.
- Bien. No les digas ni pío.
- Te he traído ropa y un bocadillo.
Le limpió la sangre y le curó la herida como pudo. Después lo ayudó a vestirse.
- Ya me siento mejor – dijo el hombre con cinismo.
Rosa lo dejó descansando y fue en busca del sargento, que la recibió impasible.
- ¿Cuántos días va a estar aquí?
- No lo sé. Hasta que se aclaren las cosas.
- ¿Qué cosas?
- Asuntos de la policía. No puedo decirte más.
- Mi marido no sabe nada. ¿Qué culpa tiene él de la muerte de ese hombre?
- Ya te he dicho que no hay más, no puedo entorpecer la investigación – respondió el sargento, que tras meditar le hizo una pregunta -. ¿Hay algo que quieras comentarme? ¿Recuerdas algún detalle que se te hubiese pasado?
Rosa frunció el ceño.
- ¿Qué más puedo contar? Ustedes estuvieron en su cuarto y vieron lo que tenía.
- ¿Encontraste en tu casa una pluma?
- ¿Una pluma?
- Sí, una estilográfica.
Rosa quedó pensativa.
- No. ¿Por qué?
- Por nada. Otra cosa – dijo el sargento -, ¿os pagó la cuenta?
Rosa mudó de color, pero no se amedrentó.
- Sí. ¿Por qué?
- Tu marido me dijo que el señor Helmut os dejó a deber un mes.
La mujer se encogió de hombros. Se sintió acorralada. No supo por dónde seguir.
- ¿Pagó o no?
Rosa decidió confesar.
- Cuando lo encontré muerto en su cuarto, registré la maleta y tomé el dinero que nos debía.
- ¿Y no le dijiste nada a tu marido?
- No vi la ocasión. ¿Quiere que lo devuelva?
Antonio se levantó de su mesa, tomó un cigarrillo y lo encendió. Se acercó a la ventana y miró el ambiente de la plaza. Pocos eran los que a aquellas horas la transitaban.
En ese instante entró Bartolo, respirando con dificultad.
- A sus órdenes.
- ¿Qué haces aquí?
- Tengo que decirle una cosa importante.
El sargento le hizo una seña y salieron al pasillo.
- ¿Qué pasa?
- Seguí al fulano que estaba husmeando en la casa de ésta – aclaró en voz baja, refiriéndose a Rosa.
- ¿Y?
- Le perdí la pista. Corría como un condenado. Pero lo tengo identificado.
- ¿Quién era?
- El largo de los ojos torcidos. Ese que lleva semanas callejeando.
- Vaya. Otro de la misma remesa. Bueno, vete a descansar, no creo que vuelva por la casa.
El Catalán regresó al despacho y se encaró con Rosa.
- No debiste coger ese dinero, aunque te lo debiese.
- Lo siento don Antonio.
- Es igual. Lo que me interesa es saber si viste algo que te llamara la atención en la maleta.
- No había nada. Ropa sucia, su documentación. La verdad es que cuando encontré el dinero no miré más.
- Bueno. Déjalo. No te preocupes. Es mejor que vuelvas a casa. Tus hijos te estarán esperando.
La mujer, confundida, salió del cuartel. Su primera intención fue dirigirse al domicilio, pero recordó que la huésped la estaba esperando en la playa, por lo que corrigió su ruta.
Antonio, que la observaba desde la ventana del despacho, apreció su zozobra y optó por seguirla.
Salió del cuartel a toda prisa, con el tiempo justo de verla desaparecer al doblar una esquina. No tardó en averiguar que se reunía con la del coche.
Rosa encontró a Camile cómodamente sentada sobre una toalla contemplado el mar. Tenía la barbilla apoyada en las rodillas y se abrazaba las piernas. La amplia ala de la pamela que cubría su cabeza la protegía del sol. Y debido a la oscuridad de las lentes de sus gafas nadie podría asegurar si dormía o estaba despierta. Sin embargo, al oír las pisadas de Rosa a su espalda reaccionó con prontitud.
- ¿Ya estás aquí? Apenas has tardado.
A Rosa le costó admitir la aseveración de la otra, pero se limitó a sonreír. Camile se puso en pie y ambas se dirigieron al vehículo. Una vez que este arrancó, la conductora preguntó a su acompañante.
- ¿Todo bien?
Rosa no supo qué contestar. Pero algo le hizo hablar de otro asunto, fue como una iluminación.
- ¿No necesitaría usted en su país a una persona que le ayudase con los niños?
La belga quedó sorprendida por la oferta. Pero no censuró la propuesta, sino que prefirió conversar al respecto.
- ¿Por qué lo preguntas? ¿Es que quieres dejar todo esto y marcharte a trabajar fuera? – preguntó, esbozando una luminosa sonrisa de oreja a oreja.
domingo, 3 de noviembre de 2024
Don Quijote contra la Dana
Hay varias del Quijote en las que, a pesar de su buena voluntad, se solucionan las cosas a pedradas y garrotazos. En todas ellas sale el cuerpo del hidalgo quebrantado, pero reforzada su fe en la ley de caballerías. La del rey ha sido una quijotada de espanto y espantado ha salido Sánchez como hubiese huido Sancho. A desastres de estas dimensiones no se asomaría Putin, ni el rey de Marruecos, pero en la tierra que pisamos nos creemos don Pelayo o Agustina de Aragón. Antaño se apedreaba a los santos, pero la gente ha perdido la fe. Ahora se echa mano del tik-tok, y si no hay internet se recurre al lodo.
sábado, 2 de noviembre de 2024
Ni vencer ni convencer
"(...) En un ensayo de crítica de masas, sin duda imitado de Rusia, que se hizo en el Ateneo de Madrid, me invitaron para inaugurar la serie, explicando y defendiendo una novela mía. Esta novela se llamaba Los Visionarios. La impugnaría un joven Fernández Arnesto desde el punto de vista marxista y yo la defendería a mi modo. Al ir al Ateneo me encontré con que aquello parecía una encerrona, que el público era solo de comunistas y muy hostil. A la primera ocasión, aquella gente se lanzó sobre mi con violencia diciendo que era un burgués y que escribía para burgueses. Yo repliqué con la misma violencia y con acritud mezclada con sorna, y entonces uno de los capitanes de la tropa marxista, entonces corredor de pruebas, Pumarega, dijo que había que reconocer que yo vivía de mi trabajo como un pobre cualquiera, pero que había otros que estaban en el salón que gozaban del favor oficial. - ¡Unamuno! - gritó uno, y todos le miraron de una manera hostil, desvergonzada, sañuda, y él quedó rojo de cólera. Seguramente ello contribuyó a su antipatía por los comunistas, que se mostraron brutales y estúpidos con él y con los demás escritores."
Siluetas de escritores y de políticos: Unamuno. Pio Baroja, 1940.
viernes, 1 de noviembre de 2024
Maniobras pasadas por agua
Conmocionado por el desastre acontecido en el levante, acude a mi mente el recuerdo de unas maniobras en las que participé cuando estaba haciendo la mili, allá por octubre de 1990. Se trasladó la brigada mecanizada del Muriano a Zaragoza, a participar en unos ejercicios militares con los yanquis, que tenían por costumbre asomarse a simular una guerra con los del Pacto de Varsovia. Un mes de polvo y sudor pasado por agua, mucho barro. El viaje en tren desde Córdoba a las proximidades del campo de San Gregorio, al norte de la ciudad del Pilar, fue una auténtica odisea, que daría para muchas entradas, pero nos ceñiremos al día en que tuvimos que salir casi nadando de aquellos barrancos. Las primeras jornadas lo fueron de calor y muchas carreras, subir a los toas para precipitarse por las pendientes de arena, simular ataques del enemigo imaginario, disfrazarse o camuflarse, pegar tiros, hacer volar peñuscos, no hacer caso al toque de diana y asomarse por la noche a la cantina por si el guripa al cargo nos pasaba algún dulce, fruta o yogur de extranjis, o para pedir tabaco a los americanos y hacer unos chistes a su costa. Así se iban los días. La cosa se hacía digerible hasta que los del alto mando ordenaron trasladar el campamento a otra zona menos expuesta a la sorpresa y aterrizamos en una depresión asaeteada por ramblas y torrentes secos, por donde parecía que en milenios no había caído una gota. Allí nos tiramos otras dos semanas expuestos al sol. Una mañana, sin embargo, se puso el cielo muy negro y empezó a llover sin descanso. Era el diluvio, el agua entraba por todas partes, las tiendas de campaña eran un coladero y pronto una pelota que rodaba. Resultaba absurdo cargar con la mochila y el cetme mientras todo se desmoronaba. Los vehículos se convirtieron en islas. En minutos la brigada quedó enfangada, atrapada entre barro, piedras y vegetación. Era intimidador, sobrecogedor, ver al ejército derrotado por la naturaleza. Los mandos daban órdenes inútiles que nadie escuchaba. Hubo un instante en que la situación se convirtió en un sálvese quien pueda. La tropa corría, resbalaba, se sujetaba donde podía. Reinó la completa confusión. Recuerdo perfectamente que intuí que aquel podría ser el último día de mi vida, pocas veces he visto la muerte tan cerca. Afortunadamente, aquella explosión de agua remitió sin previo aviso. Lo más jodido vino después, cuando hubo que sacar aquella ruina del lodo, ordenar y limpiar. Resultó patético ver a unas grúas rescatar del barro a algún que otro toa, de esos que hicieron la guerra de Corea. He de reconocer, que el retorno a la base de la que partimos, subido en el techo de un tanque, dejando a un lado y otro batallones y compañías hundidos en la catástrofe y la noche estrellada, fue espectacular. Los soldados deambulaban confusos, solos o en grupos, desconocían donde había terminado asentándose su compañía o el batallón. Algunos oficiales no lograban imponerse, no eran más que otro individuo vestido de camuflaje. No recuerdo donde dormí, creo que no lo hice. Un recluta, Pablito le llamábamos, nos confesó que había sido el peor día de su vida. Yo pensé que la guerra debía ser algo muy parecido a aquel desastre y deseé con todas mis fuerzas no tener ocasión de vivir una.
La señora del Pinocho
Era una de esas de cuando yo era alumno de 5º de EGB. Entonces la jornada era partida y teníamos clase por la tarde, de tres a cinco, creo recordar. No me acompañaba mi hermano, que antes lo hacía a todas partes, por lo que deduzco que ese día no fue al cole por alguna razón. Llegué al colegio y la puerta de la verja estaba cerrada. Miré en todas direcciones y no descubrí al bedel encargado de abrirla. Me resultó muy extraño. Decidí dar un rodeo y entrar por el acceso a los aparcamientos. Pero tampoco estaba abierto. Al otro lado había compañeros jugando a la pelota. Ni corto ni perezoso, (entonces era más ágil e imprudente que ahora), me encaramé a los hierros y salté para incorporarme al juego. Entonces eso de los equipos era algo muy flexible y lo mismo jugaban tres que cuarenta, no tardé un segundo en formar parte de uno. El tiempo corría, se acercaba el momento de sonar la sirena y nadie acudía a abrir la puerta. En la misma se iban amontonando compis, algunos tomaron mi iniciativa y se fueron colando como inmigrante que salta la alambrada. Estaba en el mejor momento del partido cuando una señora que estaba al otro lado de la reja empezó a llamarme, a voces y haciendo ademanes con una mano, quizás porque me tenía más cerca. Inocente, que también lo era, me acerqué a escuchar lo que la buena mujer quería. Nada menos que fuese a buscar al bedel para que abriese la cancela. Le respondí que no había nadie para hacerlo y que yo había tenido que saltar la verja. Fue soltar el detalle y a la señora le mudó la cara.
- ¿Me estás insinuando a mí, a
mí, que salte la valla? – me regañó con muy malos modos.
- No, yo no. Que he tenido que
saltarla yo – balbuceé.
- ¿Cómo te llamas? – me dijo muy
indignada y yo le dije mi nombre y apellidos. Me preguntó por mi clase y mi
profesor y, naturalmente, le di todas mis señas sin omitir una coma.
Sonó definitivamente la sirena y
pude librarme del interrogatorio, vamos, que la dejé con la palabra en la boca
y muy cabreada, sin saber a ciencia cierta el porqué. Conforme me introducía en
el edificio camino del aula me crucé con el bedel, que corría con las llaves en
la mano.
Entré en clase y me senté en mi
sitio, como el resto de los compañeros. El profesor, don Evelio, nos ordenó
sacar los libros, cuadernos y bolígrafos. Empezaba la rutina y entonces
llamaron a la puerta. Era la señora. Estuvo un rato hablando con don Evelio en
el pasillo, la barahúnda crecía en el aula, empecé a temer por mi salud. Por
fin, la interesada y el otro me llamaron y salí con ellos.
La energúmena en cuestión era ni
más ni menos que profesora en el colegio, pero del pabellón de las chicas, y,
para más inri, la mujer de don Joaquín, el profesor de Historia, conocido por
el sobrenombre de Pinocho, por las dimensiones de su napia. Jamás olvidaré la
filípica que la doña se marcó en aquel recodo.
- ¡Le digo a este niño que llame
al bedel para que abra la puerta y me ha respondido que salte la valla!
Así no había sucedido, pero no
tuve el valor de llamarla mentirosa. Luego empezó a decir que lo que había
hecho estaba muy mal, no porque ella fuese profesora del colegio sino porque
podría haberle hecho el feo a cualquier madre, y que no se lo quería decir a su
marido porque si se enteraba la iba a montar y patatín y patatán, sin
inmutarse, muy convencida de que todo había sucedió como ella imaginaba y
contaba. Total, por no alargarme más, que me castigaron a estar de rodillas
toda la tarde. Imagino que aquella pájara durmió muy tranquila esa noche, y el
resto de su vida. Por mi parte, en ocasiones sueño que, al salir de clase, le
doy una patada en el culo.