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jueves, 17 de octubre de 2024

Oro nazi. Capítulo 12. Los Belgas.

 

Al llegar la noche, los huéspedes acudieron a cobijarse en sus habitaciones. Los niños corretearon de un lado a otro, en busca de los anfitriones, para jugar, ya se iban conociendo. Los cuatro menudos no mostraban dificultad para entenderse, pese a la barrera del idioma. Incluso iban aprendiendo unos de otros alguna que otra palabra o expresión, que utilizaban viniese o no a cuento.

El matrimonio Dumont manifestaba su habitual alegría y despreocupación. El marido reía por todo. La esposa, Camile, la única que dominaba el castellano, daba conversación a Rosa. Era dada a la charla y cualquier motivo era oportuno para iniciarla. La dueña de la casa se sentía muy acompañada cuando ella estaba, no tenía muchas distracciones y la belga se las proporcionaba en abundancia, hablándole de la vida en Bruselas o los viajes que acostumbraban a hacer por el continente. Todo lo que la extranjera le describía le sonaba a película de Hollywood y más de una velada se había quedado embobada con lo que oía contar sobre diversas capitales europeas. Descubría un mundo completamente distinto al que conocía y recapacitaba al respecto, comparado con el suyo, tan rutinario. Por otra parte, tal relación de novedades le permitían olvidar los recientes sucesos acaecidos en su casa, que la traían sobresaltada. La imagen del acosador se difuminaba y perdía el recelo que despertaba en su alma el recuerdo de aquél.

- Ah, qué bello es viajar. Hemos estado en tantos lugares. ¿No conoce usted París? Ah, la ciudad de la luz, debería visitarla con su marido alguna vez. Es una ciudad extraordinaria, llena de sorpresas y lugares inolvidables. El lugar ideal para una pareja de enamorados. ¿Verdad, Maurice? – parloteaba incesante madame Dumont.

- C´est vrai, c´est vrai – contestaba al instante el aludido, mostrando una alegre dentadura de dientes blancos como la nieve bajo su ridículo bigote.

José los dejaba charlando en el porche, desinteresado de los alardes de la belga, se apartaba lo suficiente y paseaba por los alrededores, encendiendo un cigarro tras otro, preocupado por diversas razones, laborales y personales, no sólo por la amenaza que sufría su mujer y él no acertaba a comprender. 

Cada vehículo que subía o bajaba la cuesta, cualquier persona que lo hiciese por la cuneta, despertaba sus recelos y hacía aumentar su sensación de inseguridad. Desde que acabó la guerra pasó a formar parte de los sospechosos. Su orientación ideológica nunca estuvo clara del todo, ni el bando al que perteneció realmente. Durante años había sido prudente y fiel a la versión que dio a los vencedores, que lo admitieron con reservas en el reino de los vivos. Lo cual no impidió que ocasionalmente saliese a relucir de nuevo su caso y volviesen los interrogatorios. Había asumido el delicado equilibrio en el que debía mantenerse para sobrevivir. Era consciente de que esperaban de él cualquier traspiés, una pequeña incongruencia en su discurso, para acusarle de crímenes de guerra.

Tras los acontecimientos de los últimos días se sentía vigilado, más de lo habitual. No contaba con muchos amigos en el pueblo y eso le hacía abrigar la recurrente idea de marcharse lejos cualquier día, sin avisar a nadie. Pero no se atrevía, por los hijos y por la seguridad que le proporcionaba la posición de la mujer, propietaria de una casa y una pequeña huerta, heredera de una familia pudiente venida a menos. Lo que imaginó que sería iniciar una nueva vida lejos de su tierra y libre de problemas se había convertido en un suplicio, una ratonera de donde era difícil escapar. Y en esas divagaciones se quemaba el alma.

Mientras los mayores actuaban como queda dicho, los niños jugaban en el corral seguidos del perrito faldero, entre risas y chillidos. Sin darse cuenta, empezaron a compararse. Se desafiaban en la carrera y después apostaron por la altura, aspectos en los que no se diferenciaban especialmente. Unas cosas trajeron otras y finalmente se vieron envueltos en una curiosa competición por ver quién tenía más cosas valiosas. Se había producido una enconada rivalidad entre ambas parejas.  La soberbia los cegaba y apoyaban su autoestima en la posesión de objetos materiales. De momento ganaban los belgas, porque presumían de sus juguetes caros y objetos fabricados en serie, pero desconocidos para los niños pueblerinos, como un chaleco salvavidas de color amarillo o un tubo de plástico con boquera de goma para poder respirar bajo el agua. Eso el chico, la niña presumía de una muñeca que hablaba cuando le tiraba de una anilla que tenía a la espalda, y de unas gafas de sol de colores similares a las que habitualmente usaba su madre. Su perrito, en comparación con el que lleno de moscas dormitaba en el patio atado a un pilar, también les daba muchos puntos.

Los locales no podían sino morirse de envidia, reconocer su miseria o su vulgaridad, y recurrían con cierto orgullo a una piedra blanca muy pulida o un pedazo de vidrio muy gastado por las olas, en el caso de Lucia, o a un tirachinas y una lagartija muerta en el de Pablo.

La desigual contienda encendía los ánimos de aquellos que veían perder su ascendente sobre los foráneos. Entonces, Pabló tuvo una oportuna inspiración y, sin valorar su alcance, indicó por señas a los émulos que lo siguiesen. Movidos por la curiosidad, los pequeños corrieron tras sus pasos a riesgo de tropezar con las irregularidades del firme y caer. Él los condujo al fondo del corral, allí donde no alcanzaba la intensidad de luz de la pequeña bombilla rodeada de insectos que lo iluminaba peor que bien.

Sumergidos en la oscuridad, siguiendo a su guía, alcanzaron los cuartos que en el pasado tuvieron alguna función y ahora no eran más que espacios de almacenaje, apartados de los que utilizaban como dormitorio en verano. Pablo se detuvo en la entrada del más retirado, uno que amenazaba ruina. y ordenó a los que le seguían que aguardasen allí. Se hizo a un lado y penetró por una rendija muy estrecha abierta entre la montaña de cosas acumuladas y la pared. Por un momento dio la sensación de que era engullido por la mole informe de aperos y sacos allí acumulados. Los pequeños contuvieron la respiración esperando su retorno. Sólo pudieron oír su forcejeo en el interior de la gruta artificial con un objeto no identificado.

Cuando volvió a asomar la cabeza, los llevó a un lugar algo más iluminado, justo bajo el alfeizar de la ventana de la cocina, donde se guarecía una salamanquesa que huyó precipitadamente. Allí, con la satisfacción pintada en el rostro, Pablo dejó constancia de la importancia de su tesoro, sabedor de su triunfo.

Los extranjeros quedaron admirados. Indiferente la pequeña Lucía, conocedora del recurso.

Pablo sostenía sobre sus manos, igual que si se tratase de una delicada joya, la Luger de Helmut, como fiel depositario del legado de su jefe. Lucía se encargó de anunciar a los otros que su hermano era el secretario del difunto, información que naturalmente no entendieron, por no conocer la lengua en la que se les transmitió, pero que no mermó el poder de la sorpresa producida por la presentación del fascinante instrumento.

El momento mágico se quebró al instante, pues la señora Dumont ya reclamaba a sus retoños para irse a dormir. Era la campana que anunciaba el final de recreo.

- Daniel, Cecille, il est temps d’aller dormir.

Silenciosos, muy sobrecogidos por la inaudita revelación del amigo, obedecieron a la orden materna como autómatas y abandonaron el área de juego con la sensación de derrota.

Pablo, muy satisfecho, seguido muy de cerca por su hermana, retornó al lugar secreto y depositó su mayor posesión donde la había cogido previamente, nadie podría encontrarla a menos que levantase todos aquellos chismes inservibles que la cubrían. Tenía intención de llevarse el secreto a la tumba, como se cuenta en los libros de piratas.


martes, 15 de octubre de 2024

Leer ya es un rito

Toda religión es un negocio. La literatura, que ya es un negocio, se convierte en religión, para garantizar su rentabilidad. Clubs, círculos, talleres, cursillos, jornadas, eventos amparados por las editoriales, reúnen a los neófitos y los educan en el consumo del libro. Los lectores se dejan guiar y escuchan en vivo o por videoconferencia a los popes del nuevo credo. Estos les hablan y adoctrinan con aquello de que los libros diferencian a los lectores del resto, y que son una obra de amor, expresión de la búsqueda de la sabiduría y la belleza, o terapéuticos. Pero ahí está el Mein Kampf. El escritor es un actor, un buen vendedor, un embajador de la editorial. Atrás quedaron los bohemios borrachos y apestosos que mendigaban tostadas al sol de la Puerta del idem. El que triunfa es el influencer y, si escribe, mejor. 



domingo, 13 de octubre de 2024

Civilizadores

El drama de los conquistadores españoles es que no fueron llamados piratas, sino civilizadores y evangelizadores. Si hubiesen sido definidos como lo que en realidad eran: ladrones, asesinos, violadores, borrachos, esclavista, filibusteros, bucaneros y pechelingues, serían ahora protagonistas de películas e historietas, novelas y estampas de rol, más famosos que Barbarroja o Drake, a los que pondrían cara Johnny Deep o Pedro Pascal, por citar alguno. Aquellos fulanos no tenían más ley que la que imponía su espada, es lo que hacen ahora sus descendientes con pistola en una mano y coca en otra.


Oro nazi. Capítulo 11. La biografía.



 

Antonio despidió a Romerales hasta la hora de comer. Desde la ventana comprobó cómo se dejaba tragar por una cercana tasca. Cerciorado de su desaparición, se volvió hacia el mueble repleto de archivadores que tapaba la pared donde estaba la puerta de entrada al despacho. Cogió uno y lo abrió. Se puso a buscar entre todos los escritos que había dentro hasta que dio con el que buscaba, que sacó de inmediato y puso sobre la mesa.

A continuación, encendió un cigarro y se colocó las gafas. Con el papel en la mano fue hacia a la ventana, para aprovechar mejor la luz que entraba, y se puso a leer su contenido. Era la declaración que Helmut hizo el día que acudió al cuartel. El sargento recordó al sujeto en cuestión. En aquella primera entrevista le resultó un tipo afable y simpático, con un buen sentido del humor. En ningún momento renegó de su credo político, pero, llegado el caso, se permitía la licencia de bromear sobre el mismo, incluso imitó al führer.

Las letras del texto ponían en evidencia el estado de la máquina. Los brazos metálicos de algunas teclas se habían desviado por el uso, y el molde dejaba una huella fuera de la línea de escritura. O el papel presentaba un pequeño orificio si una de aquéllas se había pulsado con más energía de la conveniente. También se advertían los errores, las correcciones y las manchas. No faltaban las firmas y el sello. La de Helmut resultaba improvisada, indecisa. Todo le proporcionaba al conjunto un curioso carácter humano, pese a la frialdad y monotonía de las fuentes de metal, domesticadas por el desgaste de su empleo como queda dicho, empleadas para dejar constancia de aquella lejana conversación aparentemente intrascendente.

Leyó con más atención algunas de las frases, las que reproducían las ingeniosas respuestas de Helmut, sin poder evitar una sonrisa en los labios. Fue deteniéndose en las que le resultaron más chocantes y entonces no, pues ahora podía hacerlo con otra perspectiva, tras el óbito.

Profesión: viajante. 

Se llevó la mano a la barbilla y se la mesó como si la tuviese poblada y formase una perilla. Era un acto reflejo que acostumbraba a hacer cuando reflexionaba.

- Bartolo – llamó.

- Sus órdenes – respondió el subordinado desde la calle.

- Entra un momento.

El otro asomó al instante por el despacho.

- Bartolo, ¿tú recuerdas alguna agenda o folleto en el interior de la maleta del alemán?

El aludido enmudeció unos instantes.

- Sólo había ropa sucia, algo de dinero, la documentación… ¿por qué lo dice?

- Porque este hombre era vendedor y lo normal es que llevase un muestrario de su producto.

El guardia se encogió de hombros.

- Estaba de vacaciones.

- Puede que no. José nos dijo que se traía entre manos un negocio. 

- Es verdad.

Los dos quedaron en silencio. El humo del cigarro que dejó olvidado en el cenicero se deslizaba sinuoso hasta las alturas, lento y caprichoso en sus formas, como una bailarina desnudándose de velos.

- Y la pluma, mi sargento.

Antonio espabiló.

- ¿Qué?

- La pluma del nazi. No estaba en la maleta.

El suboficial recordó vivamente el momento en que Helmut había estampado su firma en el registro con una elegante pluma estilográfica Montblanc de color negro. La horquilla plateada del capuchón reproducía la figura de un águila del III Reich. Una pieza de coleccionista que despertaba la atención e interés de cualquiera.

- Es cierto.

- ¿La tendrá el José?

- Quizás.

Antonio se perdió de nuevo en sus razonamientos. No fue más que un instante.

- Bartolo. Ni una palabra a Romerales.

- Sí, jefe.

- Como vuelvas a llamarme “jefe” te arrestó una semana. Ya no estás en los carabineros, a ver si te enteras – le dijo alzando la voz.

- A sus órdenes, mi sargento – respondió cuadrándose.

- Voy a salir. Quiero hacer una averiguación. A Bernarda le dices que ha surgido una urgencia, pero que vuelvo pronto. Que empiecen a comer sin mí si tardo.

- A sus órdenes.

Cuando el sargento se quedó solo tomó el teléfono, y ordenó a la operadora que le pusiese con la comandancia de Granada. El Catalán permaneció atento al auricular unos segundos, hasta que le dieron línea.

- Hola, sí. Buenas tardes… Antonio… Hombre… ¿Qué tal la familia? Nosotros bien… Me alegro. Oye, te llamo por un asunto… Pues mira, la muerte de un alemán que estaba por aquí de vacaciones… Pues no lo sé. Por eso llamo… Helmut Kiecke, creo, o algo así. Es lo que apuntamos… Espera que mire la firma… No entiendo bien la letra… Eso… Vale, espero.

Con habilidad encendió otro Jean mientras sujetaba el aparato, haciendo pinza con el cuello y el hombro. Después, entre calada y calada, jugueteó con el cable hasta que le respondieron.

- Aquí sigo… Ajá… ¿La embajada alemana?... De los que salieron pitando en el 45. Ya, ya… ¿Cajero?... El consulado de Barcelona… Vaya, vaya… No sabía nada… Nada, no me ha dicho nada… Pues muchas gracias, ya te contaré…

Cambió alguna que otra impresión más con su correligionario, que lo atendía solícito al otro lado del aparato, y dio por terminada la conversación. Acabó el cigarro y meditó sobre la misma mientras contemplaba el retrato del Duque de Ahumada, serio como cualquier militarote del XIX. A su cerebro acudió otra imagen, de su juventud. Recordó unas órdenes y las prisas. Tiros. Aquel verano el mundo se volvió muy complicado. Tenían que tirar contra los militares en lugar de contra los anarquistas.

El ladrido de un perro le sacó del pasado.

Después decidió acercarse a la casa de José, o Rosario, como lo llamaban los vecinos.

Una vez que se vio en la calle, sin mucha prisa para no levantar sospechas, se dirigió primero a la playa para dar un paseo sin rumbo. Cuando lo estimó prudente, después de un rodeo considerable, se encaminó a la salida del pueblo, donde se alzaba la casa de Rosa.

La garita del suicida

La garita era un sitio ideal para pegarse un tiro. Raro era el reemplazo que no tenía en su nómina un par de suicidas, o más. El recluta, guripa, veterano, abuelo o bisa, de todo había, se disparaba una bala por debajo de la barbilla, para que saliese por lo alto del cráneo, y agujerease la gorra, no se sabe con exactitud si por voluntad propia o por juguetear. Las garitas rodeaban el perímetro del cuartel, y algunas estaban muy, muy retiradas, de aquel. Las había modernas y otras de cuando Franco era cadete. Unas tenían luz y telefonillo, y otras ni cristales en la ventana. El paso por la garita se hacía largo, un par de horas a altas de la madrugada. La primera era llevadera, la segunda se hacía eterna. A lo lejos se veían las luces de un pueblo cercano, las de los coches por la carretera y muchas estrellas en el cielo. En ocasiones, de la oscuridad surgía un oficial con ganas de hacerse unas pajas y te daba conversación. Era conveniente ser escueto. Hubo gente con un buen permiso tras un refuerzo, todo hay que decirlo. Otros, sin embargo, sufrían errores en el cuadrante y se chupaban dos garitas y una puerta en la misma noche. Recuerdo que después de una de aquellas me di de bruces con un pilar camino del barracón, generando esa alegría tan propia de los cuarteles ante la desgracia ajena. El refuerzo era más jodido que la imaginaria. En pie, con el cetme apuntando a la oscuridad y cubierto por un trescuartos o una manta, buscabas el modo de acomodarte contra alguna pared sin conseguirlo. Después de canturrear canciones y recordar chistes aún daba tiempo para imaginar muchas cosas, entre otras cómo se las apañaban algunos para apretar el gatillo y acabar de una vez la mili. Es posible que, con la tontería de probar, se descubriese el modo.


jueves, 10 de octubre de 2024

Que reviente tó

Cuando siento ansiedad producida por el mundo que me rodea, esos conflictos que anuncian la inevitable Tercera Guerra Mundial, me gusta bajar al bar de la esquina que es cafetería también. Allí, entre sorbo y sorbo de café, buñuelos con chocolate, caña con calamares o cocacola con pajita, el personal habla y discute con afán de arreglar el país y el mundo. Cuando la cosa se pone seria, el barman interviene y zanja el debate.
- Pues a ver si es verdad. A ver si revienta tó - remata, mientras seca un vaso o reparte cucharillas. Y con su dicho triunfa el silencio, se apagan las voces y vuelve a oírse la tele. La vida necesita un barman que ponga puntos en las íes, esta es una barra de insensatos, ralea de locos armados y peligrosos.


La dorada está cabreada

La dorada es un pez muy cabreado que te observa cuando asomas a la barra de la pescadería. El resto del pescado ha perdido brillo en los ojos y se muere de aburrimiento, pero la dorada conserva en la retina la inquina contra el género humano. Siempre que acudo a comprar pescado me sitúo junto a las doradas, presiento que hay cierta comunicación entre ellas y yo, y me entran ganas de hacerles algo malo, meterlas en el horno o darles dos vueltas en la sartén, con mucho ajo. Las pescaderías han perdido el ambiente de antaño, esas dependientas sin pelos en la lengua, pero con muchos en el sobaco, y frases con doble sentido. Ahora te da un tique una máquina y esperas paciente tu turno, y sólo se ponen chulas las doradas, pero ni se mueven. Ya no ves correr a los cangrejos ni menearse a los pulpos. Ni las moscas rodean los flexos. Tienes que tirar de la imaginación para no aburrirte. No sé qué tiene esta era, que todo es insulso, incluso el pescado.


martes, 8 de octubre de 2024

Oro nazi. Capítulo 10. El curioso.


 Esa misma mañana, mientras tenía lugar la entrevista descrita entre los miembros del orden, José había tenido otra con un vecino. Este era un cabrero, que se encaminaba al monte con su rebaño. José le salió al encuentro como si fuese casual.

- Hola Rubén. ¿Hay tarea?

El otro, chiflaba a las cabras con un silbato de caña. Pasó de largo sin mirarle a la cara.

- Ninguna – dijo, como si hablase solo.

José encendió un cigarrillo. Con el rabillo del ojo siguió su derrotero, rodeado de rumiantes, y lo vio esfumarse y confundirse con la vegetación en un recodo. Hizo un gesto de disgusto. Titubeo, pero optó por pisar su senda. Caminó a una prudente distancia, sin perderlo de vista, pero tampoco escondiéndose, simulando dar un paseo.

Rubén se detuvo en una loma y se acomodó sobre unas piedras mientras las cabras ahondaban el terreno en busca de raíces. José se le acercó, lo suficiente para que le oyese el otro.

- ¿Hay tarea?

- Ninguna. Ya te lo he dicho.

- ¿Por qué?

- Te haces notar demasiado. No conviene que nos vean juntos. No insistas.

- ¿Yo?

- Lo del muerto ha levantao sospechas. Está muy agitao el monte. No conviene arriesgar.

- Pero.

- Adiós, José.

Se levantó de su asiento y llamó a los animales. Inició de nuevo su periplo, lento y polvoriento, ajeno al dolor del menesteroso.

José quedó solo, perdido en sus pensamientos. Finalmente, consciente del no definitivo, dio media vuelta y se volvió por donde había venido. En su semblante llevaba los sellos del disgusto y la preocupación.

Al llegar a la casa se encontró con los belgas, que salían a tomar un baño.

- José, ¿tendremos problema de aparcamiento? – le preguntó ella.

- Ninguno. Pueden dejar el coche en la playa - contesto, mientras reparaba en las piernas de la mujer.

Ella le agradeció la noticia. El marido sonrió sin haberse enterado de nada. Montaron a los niños y enfilaron la carretera cuesta abajo.

Rosa salió a la puerta al verlo llegar.

- Qué pronto has vuelto. ¿Dónde has ido?

- Había poco que hacer. He dado una vuelta. ¿Qué tal los huéspedes?

- Muy apañados. Ella es muy agradable. El marido sólo ríe.

- Ya me he dado cuenta. ¿Y los chicos?

- ¿Los suyos? Muy educados.

- No. Los nuestros.

- Por ahí andan. Si te vas a quedar podías echarme una mano – propuso ella.

- ¿Qué pasa?

- Podrías ayudarme a ordenar los cuartos.

- Mujer.

- No quiero quedarme sola.

- ¿Otra vez con eso? – protestó él -. No quiero que vivas con miedo.

- Estoy tentada de contárselo al sargento.

- No hagas locuras. Eso sólo puede traer problemas. Hazme caso y no le des más importancia. Hay mucho desgraciado suelto.

- Sí, pero igual que ha entrado ese puede entrar otro con peores intenciones – respondió ella con preocupación.

- Bah. Ahora mismo estamos a salvo. El pueblo entero nos señala. Aquí todo se sabe, quién va y quién viene… Por desgracia.

- ¿Qué quieres decir, José?

- Nada. Cosas mías. Venga, vamos a la faena – reconsideró -. ¿Por dónde empezamos?

Rosa dudó un instante, intentando comprender a su marido. Pero, al ver el cielo abierto, le puso en antecedentes.

- Vamos a empezar por el del señor Helmut. Está como se quedó. No me he atrevido a tocar nada desde la visita del fulano aquel. Pero ya va siendo hora de poner un poco de orden.

- Sea – dijo él dispuesto a obedecer.

Entraron en el cuarto. Nadie había entrado allí tras los sucesos acaecidos y las gestiones oportunas de la autoridad, salvo el misterioso visitante, que lo había desvalijado. La luz matutina penetraba con fuerza por la ventana, pocas rendijas quedaban a oscuras. A lo lejos, el mar se mostraba en calma.

- Vamos a cambiar las sábanas y a hacer la cama. Mira cómo lo dejaron todo entre unos y el otro.

José echó a un lado la colcha y desnudó el colchón, lo que quedaba de él. El somier enseñó sus agresivos muelles en la maniobra, mientras crujía.

- Ahí tienes una funda nueva. Pónsela. Eso es. Dale la vuelta y reparte la lana. Deberíamos cambiarle el relleno.

- Bah. Lo que hay que hacer es comprar uno nuevo de esos de espuma – protestó José.

- Esos dan más calor.

Rosa agarró el cepillo, se inclinó y lo pasó por debajo de la cama.

- Sólo hay polvo – señaló él.

- Claro. ¿Qué esperabas?

Terminaron de colocar el colchón y extendieron la sábana limpia.

Movieron el armario y el resto de los muebles. Devolvieron los cajones a sus huecos. 

- Dale a todo con el trapo – ordenó a su marido.

Rosa barrió el resto de la cámara.

Sin mediar más palabras cada cual se hizo cargo de una labor. En poco tiempo lo dejaron todo en orden.

- Sube un cubo con agua. Que quiero fregar.

- Si así está bien.

- Déjame hacer.

El hombre bajó por la fregona. Cuando regresó encontró a su mujer turbada, con el miedo en la cara.

- ¿Qué te pasa? ¿Has visto al Diablo?

Rosa alzó un brazo tembloroso y señaló la ventana. Él fue a asomarse, pero ella se lo impidió.

- ¿Qué sucede? - protestó José y la echó a un lado. Sin pensarlo dos veces se apoyó en el alfeizar. Sacó medio cuerpo y miró a un lado y otro. Tras hacerlo no comprendió el motivo de la zozobra de su esposa. Se volvió encogiéndose de hombros.

- Había un hombre – acertó a decir ella.

- ¿Qué? No digas tonterías. Sería un gato.

- Sí, créeme, había un hombre fuera, mirando lo que hacía. Huyó en cuanto advirtió que lo había visto.



domingo, 6 de octubre de 2024

Franco, presente.

Se siguen haciendo chistes de Franco e incluso libros de chistes de Franco porque Franco no pasa de moda, Franco será siempre Franco y malo el día que no asome su bigotito en las tiras cómicas junto a un báner. Es un chicle del que se puede tirar y tirar, porque es goma que no se gasta, y luce bien en la solapa. Sin embargo, es una verdadera pena que no haya chistes de Espartero, Narváez, O´Donell, Prim, Serrano, Pavía, Martínez Campos, Primo de Rivera o cualquier otro de esos generalotes que no han faltado en esta piel de toro extendida. Sería muy edificante repasar sus vidas y de paso recordar la historia de España que empieza mucho antes del 36. Es curioso que después de tanto militar haciendo la revolución liberal se haga famoso el que nos devolvió al tradicionalismo. Pero como tampoco se hacen ya chistes de Fernando VII, nadie sabe qué fue esa palabra tan rara y los progres sueñan con Frankenstein, que les da vida.


sábado, 5 de octubre de 2024

Oro nazi. Capítulo 9. El Pistolas.

 

Llegó unos días después de los sucesos relatados. Era un sujeto de andares chulescos, vestido con traje claro y corbata azul con nudo pequeño al cuello, del que llamaban “wilson”. Ocultaba su rostro tras unas opacas gafas oscuras y un enorme mostacho. Llevaba el pelo engominado y exhibía unas patillas gruesas e hirsutas. Se detuvo un instante en la puerta, recorrió con la mirada la plaza y después bajó las escalerillas del bus sin prisa, con la seguridad de saberse dueño de la situación, por la autoridad que representaba, y sonriente.

Era el poli de La Social. Ya se había hecho notar durante el trayecto, pegando voces y soltando amenazas. Le gustaba jactarse de su cargo y así intimidar al personal, pues, según afirmaba, era como jugar con ventaja. 

En cuanto que el resto de los viajeros se diseminó por los aledaños de la parada corrió la noticia. Y Romerales, que era como se hacía llamar, empezó a representar su papel, ufano de su éxito. Sacó un paquete de Jean del bolsillo, tomó un pitillo con los dedos, se lo llevó a los labios y lo encendió con mucha serenidad. Tras exhalar la primera bocanada de humo hizo como si mirase a todo el mundo y a nadie en concreto de cuantos había en ese momento en la plaza, esbozando una sonrisa de medio lado, simulando que conocía a todos o que guardaba sus nombres en un archivo secreto.

Mientras evolucionaba de tal guisa, los corrillos lo anunciaban y no tardó en estar en boca de todos los habitantes de la localidad que el de La Social estaba allí.

Algunos ya conjeturaban sobre el motivo de su presencia en el pueblo.

Romerales, muy tranquilo, dio varias caladas más a su cigarrillo y se encaminó muy derechito hacia el primer bar que divisó, pues venía seco de decir constantes tonterías durante el viaje. Entró muy serio, despejando a ambos lados las tiras de colores que le vedaban el paso, sin quitarse las gafas, a riesgo de tropezar con una silla y darse un trompazo. La luz del exterior proyectó su sombra dentro, dándole una envergadura de la que carecía. Aguardó unos instantes en esa posición, hasta que cesaron los murmullos. Entonces dio un paso firme adelante y dejó que la cortina se cerrase a sus espaldas. El local quedó de nuevo a oscuras, iluminado tan solo por la pantalla de un televisor subido a una repisa, en el que no se emitía nada, salvo la carta de ajuste.

Avanzó despacio, por no decir a tientas, deteniéndose constantemente, como si estudiase el interior. En realidad, no veía ni torta, su única referencia era el rectángulo de la tele sito en una esquina, que le servía de faro en aquella marea.

Los allí reunidos, acostumbrados a la oscuridad, esperaban el momento oportuno para que tropezase, aguantar la risa y hacer unas coplas después.

- ¿Qué desea? – le preguntó el barman, por ganarse su simpatía o que no terminase en brazos de alguien.

A la voz, Romerales supo a dónde debía dirigirse, y así se arrimó a la barra no sin poder evitar una silla, que simuló apartar de una patada.

- Ponme algo fresquito. Hace muncha caló.

- Lo que usted quiera, amigo.

- Un cocacola con ron. Y con hielo – aventuró.

Nadie despegó los labios para comentar algo al respecto de la petición, que sonó de película a los congregados.

El camarero le puso la bebida y la acompañó de unas aceitunas partidas y pringosas, y unos chanquetes fritos con pimientos. En cuanto que Romerales tuvo en la mano el vaso le dio un trinque como quien bebe agua y hace gárgaras para aclarar la garganta. Fue lo más sonado del establecimiento en todo el día.

Contento de haberse ganado el respeto o al menos el silencio de los parroquianos, optó por modificar su actitud. Sin previo aviso comenzó a golpear la barra del local con fuerza.

- ¿Qué pasa aquí, es que se ha muerto alguien, coño?

Tal pregunta despertó los recelos de los reunidos, porque a nadie escapó el detalle de que aquel esbirro estaba allí por el reciente fallecimiento de un extranjero.

Para no delatarse ninguno, por miedo a representar alguna inconveniencia que diese a entender algo indeseado, poco a poco se reanudaron los diálogos, murmullos al principio, pero más animados después. Cada cual simuló volver a lo suyo. Hubo quien hizo más ruido que de costumbre, para demostrar que controlaba la situación y no tenía nada que ocultar.

Romerales se sintió satisfecho por imaginar que si el resto hablaba había sido porque les había dado permiso, a su manera.

Para que no quedase duda sobre su condición, inició una conversación absurda con el barman, contra los yanquis, como excusa para mostrarse muy cabreado y poder levantar los brazos una y otra vez. Con la chaqueta abierta, dejaba a la vista la pipa acomodada por debajo del sobaco. Con tanto descaro que delataba la intención, por algo le apodaban El Pistolas.

Los parroquianos le observaban sin decidirse por reír o llorar, pero guardaban las formas por miedo. Nadie quería pasar por sospechoso.

Bartolo, atento por indicación de su superior a la llegada de extraños al pueblo, advirtió que tenía que ser el que esperaban en cuanto lo vio bajar del autobús de línea y menudear de aquel modo, y de inmediato le fue con el aviso al sargento.

- Mi sargento, ahí está ese.

- ¿Estás seguro?

- Viene dando el cante, no puede ser otro. Ha entrado en el bar del Eusebio y está armando bronca.

- ¡Mierda! – murmuró El Catalán apretando los puños -. Romerales, fijo. Tenía la esperanza puesta en que se hubiesen equivocado de nombre. Han tenido que enviar al más malafollá de toda Granada. No quiero que le pases ni una, ¿me oyes? Cuando aparezca por aquí le haces esperar en la puerta como a todo el mundo. ¡Qué se joda!

El Pistolas no fue puntual porque, amante del protagonismo, se dedicó a callejear igual que si inspeccionase algo, interpretando una misión imaginaria. Deteniéndose en cada esquina o entrada a cualquier establecimiento, para mosquear o poner de los nervios al propietario, como le gustaba; y también a rondar a las pocas veraneantes que quedaban en el pueblo, anunciando a todo bombo las bondades de las carnes de aquellas. 

- Este imbécil va a espantar lo poco que nos queda – murmuraba el de un colmado, al verlo babear como un perro con hambre tras unas suecas de pelo pajizo y hombros bronceados.

Una nube de chiquillos le seguía a ver dónde paraba y qué hacía, imitando sus movimientos o jugando a policías y ladrones a su alrededor.

Cuando se cansó de andar sin rumbo buscó el cuartelillo y se plantó literalmente en la puerta porque le cerraron el paso.

- Soy Romerales, el de La Social.

- Aquí no se entra sin autorización.

- ¿Es que no han llamado de la Dirección General?

- ¿Tiene o no tiene autorización?

- No me he acordado de traerla, pero si llaman a Granada se lo pueden confirmar.

- Ahora no estamos para llamar a ninguna parte, el sargento está muy ocupado.

- Bueno, dígale usted que quiero verle.

- Ya le he dicho que ahora no atiende. Se espera usted sentado en este banco y ya le avisaré.

La bancada era un escalón adosado al muro castigado sin piedad por el sol.

El Pistolas esbozó media sonrisa sujetando un palillo entre los dientes y se encaró al guardia. Pero Bartolo mantuvo su cara de mala ostia y le aguantó la mirada, entre otras cosas porque no le veía los ojos y podía contemplarse en los cristales de las gafas como el que galantea con su propio rostro en un espejo.

- Pues me siento. Me siento a esperar – dijo el policía, reculando ante la actitud severa del otro -. No tengo prisa.

Se aposentó y sintió el latigazo del calor en el culo. Dio un respingo y cambió el gesto de la cara. Se hurgó en el bolsillo del pantalón y sacó un pañuelo arrugado para secarse el sudor de la frente.

- Ahí no hay quien pueda arrellanarse.

El civil ni se inmutó.

Romerales quiso entonces buscar sombra. No tuvo oportunidad de hacerlo porque Antonio, que había escuchado la conversación, salió a la puerta y le llamó.

- ¿Es usted el subinspector Romerales?

- El mismo – respondió con sequedad, pues en otras ocasiones había tratado con el sargento y no le cuadraba que no le conociese.

- Pase. Le estaba esperando. Se ha retrasado mucho – dijo, dándole la espalda de inmediato.

El Pistolas se quedó con la mano en posición de darla, sin que Antonio se la estrechase. Confuso, aguanto el envite y procedió a seguirlo con el rabo entre las piernas.

- Me he entretenido recorriendo el pueblo. Quería conocer el carácter de los vecinos –comentó con cierto rescoldo.

- Son gente humilde y trabajadora.

- Ya. Como todos.

- Aquí respondo yo por ellos – rebatió tajante el sargento.

Entraron en el cuarto que el suboficial usaba a modo de despacho. Una mesa de roble, repleta de carpetas, retratos y un crucifijo, lo llenaba por completo. A un lado la bandera de España con el escudo del águila de San Juan y al otro, sobre la pared, el retrato del Generalísimo, otro de José Antonio y el del duque de Ahumada. La ventana, grande, iluminaba la habitación y desde ella podía verse la garita, la plaza y parte de la playa.

El de La Política rio para sus adentros. Con ojos ladinos reparó en toda la parafernalia del régimen que rodeaba a El Catalán. 

- Siéntese, Romerales. ¿A qué se debe su visita exactamente? – preguntó Antonio haciéndose el despistado y ofreciéndole una silla.

- ¿No se lo han comunicado?

- Sí, pero ya sabe cómo son los documentos oficiales, poco explícitos – corrigió.

- Es por el tema del nazi.

- El señor Helmut.

- El mismo – confirmó el de la brigada político-social.

- ¿Qué problema hay? – preguntó Antonio con una cara muy seria.

- Nada importante. Es pura rutina. Ya sabe que estamos detrás de estos individuos, más que nada para tenerlos controlados de algún modo. Los americanos están muy pesados.

- Su muerte fue natural - zanjó el sargento -. Así lo acreditó el forense.

- Si. He leído en informe. Pero existen lagunas sobre el motivo de la presencia de este hombre aquí. Me gustaría hablar con los propietarios de la casa donde se hospedó.

- Ya hablé yo con ellos. No parecían saber nada.

El Pistolas entornó los ojos, como si midiese al sargento.

- Hoy día nadie sabe nada. Por eso conviene ayudar a recordar, para aclarar mejor las cosas.

Quedaron en silencio. En la calle se oía el traqueteo de un motocarro.

- ¿Qué se propone?

- Quiero hablar con el tal José ese, nada más. Lo tenemos fichado.

- Me parece bien. Pero será en mi presencia.

- ¿Cómo?

- Yo soy aquí la autoridad. Y quiero tener conocimiento de primera mano de lo que suceda o se averigüe.

Romerales torció la sonrisa y respondió chulesco.

- Por supuesto. Yo no me escondo de nada.

- Como debe ser. ¿Dónde se va a alojar esta noche?

- ¿No tienen ustedes aquí sitio? – preguntó algo perplejo el de La Social.

- En el calabozo – respondió con franqueza el civil.

El Pistolas quedó con cara de tonto.

- No me venga con bromas – acertó a protestar.

- Se lo digo en serio. Ahora tenemos sitio. Así podrá usted comprobar de primera mano lo bien que están nuestras instalaciones.

Romerales volvió a sonreír con su palillo entre los dientes.

- ¿Le importa si fumo?

- En absoluto.

- ¿Quiere? – le dijo ofreciendo un cigarrillo.

El sargento alzó la mano como si parase el tráfico. Romerales se llevó el suyo a la boca y lo encendió. Aspiró con fruición.

- ¿Me va a enseñar la maleta del muerto?

- Hay poco que ver. Ropa sucia.

- ¿Dinero?

- Poco. Lo justo para ir tirando. 

- ¿Armas?

- Ninguna.

- Apuesto a que José lo desvalijó primero – comentó Romerales muy solemne, igual que había visto hacer a Bogart en las películas de misterio.

- No lo creo – suspiró Antonio -. Aunque sospecho que quiere sacar algo. Me dijo que le debía dinero, pero su mujer dejó claro que no.

El Pistolas celebró por dentro la confidencia del sargento. Éste se había dejado llevar por su celo profesional y había bajado la guardia. Era una pequeña victoria, que el de La Social se guardó de airear. Antonio, por el contrario, lamentó el desliz.

- Bueno. Creo que saldré a buscar un sitio donde comer, estoy esmallao.

- No es necesario – corrigió la Bernarda, mujer de El Catalán, que asomó oportuna a la puerta, sin solicitar venia -. Se queda usted con nosotros.

Al sargento le mudó la cara. Pero la parienta lo ignoró a sabiendas.

- ¿Qué necesidad tiene de estar dando vueltas por este pueblo, que no hay nada de nada? Si le toman a usted por un turista le sacan los pocos cuartos que traiga. Ni pensarlo, se queda usted aquí y nos cuenta cómo están las cosas en la capital.

- Muchísimas gracias…

- Bernarda – confirmó ella.

El rostro del sargento enrojecía por momentos.

- Gracias de nuevo, doña Bernarda. Le estoy muy agradecido – dijo sonriente El Pistolas.

- Ahora mismo le digo a la chica que ponga otro plato. ¿Le gustan a usted las judías con chorizo?

- Muchísimo.

- Lo digo por los gases. Hay gente a la que les sientan fatal. A mi marido, por ejemplo.

- Bernarda – mugió el sargento -, haz el favor de ocuparte de la mesa que tenemos una cosa importante de la que tratar.

- Claro, claro. Todo es importante, menos tu mujer – refunfuñó -. No le haga usted mucho caso, es su carácter – remató antes de desaparecer por donde había venido.

- Qué mujer tan hospitalaria – comentó Romerales, para quitarle hierro al asunto.

El sargento echaba chispas. Bartolo se sonreía en la garita.

miércoles, 2 de octubre de 2024

El libro que imaginaste, porque no lo encontraste

Eso de ir a la librería y que no tengan el libro que buscas es algo difícil de digerir. El proceso es silencioso pero latente. Te viene a la mente un título por el que sientes curiosidad, que has visto en alguna de esas páginas del internete donde lo venden de segunda mano pero muy caro, y en tu bendita inocencia crees que, por un golpe de suerte, van a tenerlo impoluto en el almacén de la librería más chachi piruli de tu ciudad, esa donde tú haces singulares hallazgos de higos a brevas y presentan libros de vecinos tuyos. Llegas con toda la ilusión del mundo y arrebuscas entre los anaqueles, cubriéndote de polvo y dejándote la vista, para terminar claudicando y tener que dirigirte al hortera, que te mira con benignidad santoral. Allí, junto a la pantalla del ordenador le das la referencia y te lo busca. No lo tienen. Y no te lo van a poder facilitar. Y te quedas con un disgusto muy grande que no te lo calma ni las obras completas de don Miguel de Cervantes. Entonces te pillas el último de García Lorca, Lorca y sus perros, que es lo último del falangista, y te marchas canturreando el romancero gitano, pero a tu aire, que no se rían de tí los Escobedo o los Cortés. Y haces un esfuerzo enorme por olvidar aquel título, que no te lo perdonarás en lo que de vida te quede. Los mejores libros serán siempre los que no leíste, pero imaginaste.


martes, 1 de octubre de 2024

Oro nazi. Capítulo8. Los nuevos inquilinos.



Cuando José regresó a su casa encontró a su mujer presa de un ataque de nervios. Los niños estaban asustados. Todos se le abrazaron. El hombre sospechó que algo grave había sucedido al sentir que ella temblaba. Durante unos segundos aguardó a que Rosa se tranquilizase. En la sazón en la que la notó sosegada, repartió sonrisas y promesas, y mandó a los niños a jugar al corral. Cuando quedaron solos, padre y madre, le preguntó la causa de su desasosiego.

- ¿Qué ha pasado?

- Un hombre entró en casa.

- ¿Qué? ¿Quién era?

- No sé, no pude verle la cara. Me agarró por la espalda y no me pude rebullir.

- ¿Qué quería?

- Buscaba el maletín del señor Helmut.

- ¿Qué maletín?

- No lo sé. Ya le dije que aquí no había nada suyo, que se lo habían llevado todo. Pero me amenazó con hacerle algo a los niños si no se lo llevaba a las chumberas.

José meditó tras escuchar el testimonio y le restó importancia.

- Bah. Algún espabilado que ha querido sacar tajada de la desgracia ajena. No hay que darle mayor importancia.

- Tengo miedo. Deberíamos avisar a los civiles.

- No te sofoques. Yo me encargaré. Me acercaré a ver si ese cobarde es capaz de dar la cara.

- ¿Qué vas a hacer?

- Tú déjame. 

- No me vuelvas a dejar sola.

- Va a ser un momento. Vuelvo enseguida.

José hizo caso omiso de las protestas de la mujer y se encaminó a la loma donde crecían las chumberas, rebosantes de higos. Rodeó el lugar para hacerse ver varias veces.

Después de fumar un par de celtas con cierto frenesí, de ir y venir, subir y bajar por lo alto del cerro, José decidió que ya había hecho el tonto demasiado rato. Buscó sombra bajo un cercano alcornoque y esperó paciente a que alguien acudiese al reclamo. El sol castigaba sin piedad el higueral, iluminando sus espinas. Un lagarto subido a una piedra, de las que debieron servir alguna vez de muro, se dejaba hostigar por los rayos y mantenía una posición desafiante a sus efectos. Del suelo emergía un fuego invisible que lo quemaba todo y hacía bailar con frenesí el aire de la superficie.

José miró en derredor impaciente, pero sabedor de su derrota. Usó una mano de visera y oteó el horizonte, fijando su atención allí donde por la noche veía parpadear luces. Fue la última oportunidad que le dio al hipotético chantajista que, naturalmente, no asomó un pelo. A continuación, volvió sobre sus pasos. Maldijo el día en que recaló en aquel pueblo. Sabía que muchos se la tenían guardada, enemigos sin otro motivo que la envidia. Sospechaba, con el fundamento que le daba la experiencia en tal ambiente, que el asalto a Rosa no había sido sino obra de algún malafollá del lugar, y ya le empezaba a poner cara. En esa reflexión se concentraba cuando despertó a la realidad. Con el rabillo del ojo advirtió un movimiento.

Del cambio de rasante de la carretera emergió un vehículo, cuya trayectoria siguió José frunciendo el ceño. Era un auto oscuro y de grandes dimensiones. Matrícula extranjera, como no podía ser de otro modo. Desde la altura en la que se encontraba, el hombre pudo contemplarlo sin impedimento. Un mal presentimiento le asaltó al advertir que reducía la velocidad, invadía lentamente la cuneta y se detenía precisamente a la puerta de su casa. 

Se apartó del higueral de chumbos y descendió la pendiente levantando una espesa nube de polvo hasta la carretera.  La recorrió a paso ligero, con el firme propósito de llegar cuanto antes a la vivienda, con la preocupación marcada en la frente, surcada de gotitas de sudor.

Un Citroën imponente, de los que llamaban tiburón, de un flamante color negro, obstruía la entrada. José le echó un rápido vistazo, sobre la marcha, y se dirigió precipitadamente a la puerta, que encontró abierta y atravesó en un santiamén.

Al verse en el interior se detuvo bruscamente. Allí descubrió algo que no imaginaba. Su mujer charlaba apaciblemente con unos extraños. Lucía y Pablo junto a ella, los miraban con mucha atención.

El grupo estaba formado por una mujer, un hombre y dos niños. Los acompañaba un pequeño perrito lanudo que no hacía más que rodearlos, ladrando y sacando la lengua. A todas luces se trataba de una familia de turistas.

El hombre era un tipo alto y delgado. Sobre su nariz descansaban unas gruesas gafas de pasta color carey y lucía un pequeño bigote. Sonreía mucho. Llevaba puesto un pequeño sombrero de paja y vestía una amplia camisa de rombos azules y negros, que caía arrugada sobre un blanco pantalón corto. Remataban sus pies unos calcetines arropados por unas negras sandalias de firmes tiras de piel y gruesa suela. 

La mujer, menuda, vestía un pantalón de los que llaman de pirata muy ceñido, que no le llegaba más que a las pantorrillas y una camiseta de colores muy escotada. Se cubría el cabello con un pañuelo floreado cuyos picos anudados a la altura del cuello colgaban hasta el pecho. Llevaba puestas unas gafas de sol negras y sonreía con la misma intensidad que el hombre.

Los niños vestían ambos iguales, con una ropa idéntica, pantalones cortos azules y camisetas de rayas horizontales rojas y blancas. No debían de tener edades muy diferentes a las de los de la casa. Parecían muy educados, por su inexpresividad y compostura. Apenas se movían, intimidados por los de su edad, morenos y tiznados de suciedad.

- José, pasa – anunció Rosa -, no te quedes ahí. Este es mi marido.

La pareja puso toda su atención en el hombre, al que saludaron efusivamente.

Rosa estaba relajadísima, José no creía que fuese la misma persona que dejó minutos atrás. Sus miedos habían desaparecido por completo. Atendía con una amplia sonrisa a los visitantes, tal vez contagiada por las de aquellos.

- Es un matrimonio de Bélgica. Monsieur y madame Dumont. Van camino de Málaga y han decidido detenerse a descansar aquí unos días. Preguntan si tenemos habitaciones libres.

- Encantada. Mucho gusto – dijo la mujer, en un castellano entrecortado. El marido de ésta balanceo cordialmente la cabeza varias veces, y ella continuó hablando –. Es un sitio muy bonito. Son muy bellas las vistas al mar en esta parte. Nos gustaría descansar aquí. ¿Es posible hacerlo? Su mujer ha dicho que tenía que consultarlo con usted.

José tardó en reaccionar. Estaban produciéndose muchos acontecimientos inesperados en el mismo día. Su mente barajaba posibilidades a toda velocidad. Pero determinó que todo aquello podría beneficiarle no sólo económicamente. Rosa y los niños no se quedarían solos en casa.

- Bienvenidos. Precisamente ahora está la casa libre.

- Eso les he dicho yo – corroboró su mujer.

- Se pueden instalar con toda comodidad en la segunda planta, así podrán disfrutar del paisaje que ofrecen los balcones. ¿Han traído equipaje? – respondió solícito.

- Sí, en el maletero. Son varias maletas.

- Yo se las entraré. Pablo, ven a ayudarme.

Salieron. Monsieur Dumont fue con ellos para hacerse cargo de alguna.

- No se moleste, señor. Ya nos ocupamos el chico y yo. Usted suba con su mujer arriba, que Rosa les enseñará las habitaciones.

Como el extranjero no parecía entender, tuvo que quitarle una que ya había cogido y hacerle señales con las manos y gestos con la cara para que captase la idea. Extrañado primero, pero sonriente después, el belga aceptó la iniciativa del que iba a ser su casero.